Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP 06-06-2004)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 16, 12-15
Jesús dijo a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que deciros, pero no las podéis comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él os hará conocer toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso os digo: Recibirá de lo mío y os lo anunciará»

SERMÓN

            Es posible que muchos hayan desistido de continuar leyendo el libro magnífico de Umberto Eco, 'El nombre de la rosa', al perderse en las eruditas primeras páginas que tratan de situar el ambiente político y religioso que desemboca en el siglo XIV donde se mueven los protagonistas de esa historia. Es una lástima, porque el libro merece ser leído, aún en su feroz anticatolicismo, por su despliegue de saber y por la belleza y vuelo de su redacción. Mil veces superior a la mediocre película que se hizo en base a él, con propósitos meramente comerciales.

            En el capítulo que se titula 'Primo giorno', 'Terza', -'Primera jornada', 'hora de Tercia'- el Abad del monasterio ilustra a Guillermo sobre las ideas que habían influido en la confusión reinante en la Iglesia de su época y menciona especialmente a un personaje importantísimo Joaquín de Fiore, inspirador de muchas de las ideas que imbuían las turbulencias de entonces.

            Joaquín de Fiore había nacido dos siglos antes de los hechos narrados por Eco, hacia 1135, en Calabria. Hijo de un notario y, al parecer, de ascendencia judía, su conocimiento del latín y del griego hace pensar que recibió de niño una educación elevada. Después de un viaje a Oriente y Palestina, donde se puso en contacto con cristianos orientales cismáticos y, muy probablemente, con cabalistas judíos y sufíes musulmanes, a su regreso, ingresa en la orden del Cister. Hace su profesión de cisterciense en el monasterio de Corazzo, del que llegó a ser abad. Sin embargo, llevado por sus propias ideas, deja el Cister y funda, en 1192, el monasterio de San Giovanni in Fiore -de allí su nombre- cerca de Cosenza, ya desgajado del Cister. Allí muere, digamos que santamente, en el 1202.

            Época confusa aquella, cuando las cruzadas, a modo de tropas de la ONU, intentaban reestablecer el orden en Tierra Santa, en entrevero de religiones, período de ideologías nacientes, de nuevas ordenes monásticas -piénsese en los cartujos, las órdenes militares: templarios, hospitalarios, teutónicos..., el mismo Cister-. Joaquín rumia que está acercándose una nueva era de unidad y fraternidad universal que reemplazará los siglos anteriores, llenos de divisiones, guerras, herejías y pecados. Interpretando mal a un autor griego del siglo IV, el gran capadocio San Gregorio Nacianceno, escribe un libro sobre la Trinidad en el cual afirma que la historia del mundo está dividida según cada una de las personas divinas.

            Primero, el tiempo cuando reinaba el Padre, desde el inicio del mundo hasta el fin del Antiguo Testamento. Luego, el tiempo del Hijo, que comenzaba en el Nuevo Testamento y se prolongaba en las instituciones de la Iglesia hasta los días que presentía Joaquín. Ambos tiempos episodios provisorios, preparatorios. Finalmente, Joaquín de Fiore veía, alucinadamente, el tiempo definitivo, el que apocalíptica, escatológicamente, su delirio pronosticaba como próximo: el tiempo del Espíritu Santo. Tiempo en que ya no sería necesaria la figura de Cristo, ni la Iglesia con sus instituciones, jerarquías y sacramentos. Y esa nueva efusión del Espíritu, según Joaquín, sería iniciada y anunciada por nuevos apóstoles que repudiarían los elementos caducos de las épocas pasadas y liberarían la Iglesia de sus lastres terrenos.

            Las ideas de Joaquín de Fiore afloraron aquí y allá en formas sectarias de vida pseudoevangélica que seguían vías de espiritualidad anárquica y hasta maniqueas. El movimiento de intensa vuelta al evangelio que se desarrolló en el siglo XII con la aparición de las Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos, pareció, a algunos excéntricos, que avalaba esta visión. Pero, de hecho, San Francisco de Asís y sus legítimos sucesores, así como también Santo Domingo, no necesitaron de ninguna manera de esa falsa teología trinitaria, ni repudiar a la Iglesia institucional para llevar adelante su reforma.

            Tanto es así que fue el mismo gran Papa Inocencio III que respaldó a Francisco y a Domingo, quien tuvo que oponerse firmemente a intentos extraviados paralelos que querían negar la necesidad de la Iglesia, sus obispos, sus sacerdotes y sus sacramentos. Incluso algunos discípulos de Francisco se desviaron, pensando que su fundador y sus primeros compañeros eran aquellos apóstoles que había vaticinado Joaquín y que anunciarían la era del Espíritu, el llamado 'evangelio eterno'. Precisamente fue un franciscano, Gerardo de San Donnino, el que se constituyó en el teólogo de este extravío, con su obra "Introducción al evangelio eterno". A estos sectarios se los llamó 'espirituales', fraticelli, beguinos. Parte de esa historia la tiene bastante bien expuesta, pues, Umberto Eco.

            Lo malo es que, más allá del tiempo en que Eco hace finalizar a su novela, a pesar de las diversas condenas de la Iglesia, los errores joaquinistas pervivieron, y renacieron constantemente en los siglos posteriores, influyeron en el protestantismo, en la masonería, en Giordano Bruno, en la filosofía hegeliana, en el marxismo; y siguen presentes aún dentro o en los aledaños de la Iglesia de nuestros días.

            Porque no hay que dejar de notar que muchísimos de los excesos que hoy observamos dentro de la Iglesia, obedecen a una mentalidad de ese tipo. Muchos hubo y hay que pretenden, por ejemplo, dividir la historia de la Iglesia en dos períodos, el anterior al Vaticano II y el posterior. Ese Concilio -llamado por ellos El Concilio-, del cual los padres conciliares y sus peritos sería como los 'nuevos apóstoles', -más allá de su letra, por cierto- sería como un hito, a partir del cual, habría surgido la Iglesia nueva, verdadera, la del Espíritu, la que pide perdón por todos los excesos e infidelidades al Espíritu que habrían cometido los siglos anteriores -incluidos papas, obispos y aún santos-, la que ha terminado con la vieja y envarada liturgia sagrada y sacramental, y la que está dispuesta a reconciliarse con el mundo y con todas las religiones, por más disparatadas que sean. El Vaticano II habría venido, según estas interpretaciones, para renovar la Iglesia y darle su definitivo carácter: ecuménico, interreligioso, fraterno, democrático, masónico, socialista, 'light', canchero.

            Para los que sacan hasta lo último las consecuencias de estas posturas no hacen falta sacramentos, ni obispos, ni dogmas, ni reglas, para salvarse. Todo esto solo sería el folklore propio de los que pertenecemos a esta porción anticuada -que somos los católicos- de la gran Iglesia Espiritual confundida, en la práctica, con toda la Humanidad. Basta la conciencia humana, iluminada directamente por el Espíritu, sin necesidad de Cristo. Cristo a quien no hay que mencionar temáticamente en ningún discurso público -no vayan a ofenderse los no creyentes- salvo, si cabe, como piadosa y obligada invocación final. "Que a ello nos ayuden Jesús y nuestra Virgen de Luján ...".

            Todas las religiones, todas las ideologías serían lo mismo: diversas formas de una realidad difusa e inalcanzable. No hay un magisterio que enseñe la verdad infalible, ni pueda determinar normas de moral. Eso sería vulnerar la libertad propia del Espíritu, la libertad de opinión, pataleos agónicos de la vieja Inquisición. Todo es admisible. El Espíritu actúa sin tener que sujetarse a normas institucionales, a una palabra que pudiera venir de Dios y ser enseñada por la Iglesia, y mucho menos depender de sacramentos. ¿Qué necesidad tiene el Espíritu de pan, de vino, de agua, de aceite, de hombres, de reglamentos, de rúbricas...? El Espíritu, sin necesidad de estos medios, actúa en contacto directo en toda razón humana. En realidad se confunde con ella.

            Y el 'evangelio eterno' de Gerardo de San Donnino es el de los 'derechos humanos'. Derechos que, más allá del origen natural y cristiano de muchos de sus postulados, en su conjunto representan la instauración del caos, y de la falta de autoridad y de orden.

            La Iglesia ya no tiene más papel universal que el de animar espiritualmente, sin necesidad de Cristo, a la democracia globalizada inspirada por estos supuestos derechos. Los obispos son iguales al Papa; los laicos tienen más autoridad, dentro de las parroquias, que los curas; los obispos disuelven su propia autoridad en la de Conferencias Episcopales colegiadas en donde la verdad se hace surgir por el arte de magia del voto. Ya no más por la adhesión a la palabra de Dios y la Tradición apostólica. Y el Espíritu de tal modo todo lo santifica que ya no existe más distinción entre lo sagrado y lo profano. Los clérigos se dedican a la política y la sociología; y las conductoras exitosas de programas pontifican sobre ética y religión.

            Muchos de los que se desilusionaron de los frutos del Vaticano II y su prometida renovación, trasladaron, retardaron, sus miras apocalípticas, utópicas, al tercer milenio. El Tercer Milenio, ahora si, inspirado por el espíritu del Concilio, inauguraría una época de paz, de aldea global, de unidad de todas las religiones -por supuesto siempre prescindiendo de Cristo, de la conversión, del Papado, de la Verdad-. Algo así como, en el plano puramente profano, el fin liberal de la historia anunciado por Fukuyama allá por el año 1992. O el anterior paraíso en tierra anunciado por el ya olvidado estalinismo. Contra estos disparates el Papa Juan Pablo II en su carta apostólica 'Novo Millennio Ineunte' afirmaba: "No se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo...; no cambia al variar los tiempos..."

            Por otra parte los hechos se encargan de desmentir sangrienta y dolorosamente estas ilusiones utópicas joaquinistas, tanto surgidas del Vaticano II como del espejismo del tercer milenio. El mundo ha seguido su curso signado por las contradicciones de lo humano. Y la Iglesia auténtica sigue adelante tal como fue fundada por Cristo, sin más auténtica esperanza que la de la Vida Eterna, no cualquier utopía del hombre, navegando por un mundo que para Ella será proceloso hasta su fin, y en una barca llena de santos, sí, pero también de hombres pecadores que, en ella, tratamos de sanar nuestras heridas, a veces sin conseguirlo, enfrentada, por otra parte, a los errores, a las falsas religiones, a las persecuciones que, tantas veces, providencialmente, la llevan al fecundo martirio.

            Pero el error de Joaquín de Fiore no era solamente su teología de la historia, sino, antes que nada, su teología de la Trinidad -parecida a la de los cristianos llamados ortodoxos, los orientales-. El problema de Joaquín de Fiore, condenado 'post mortem' por el Concilio Ecuménico de Letrán IV, del año 1215, -el mismo Concilio que aprobó la obligación de confesar, al menos, una vez al año y de comulgar en Pascua y que deploró el desvío de la cuarta Cruzada a la toma de Constantinopla- era concebir a la Trinidad como si fueran tres dioses diferentes, tres individuos de la misma especie divina. Entendía el término persona no con todas las cautelas de la teología romana, sino como si las Hipóstasis divinas fueran personas a la manera de cualquier individuo humano. Así, independientemente uno de otro, el Padre habría actuado por su cuenta en el Antiguo Testamento; el Hijo en el Nuevo, y ahora, soberano, el Espíritu en el tiempo final, que nosotros, fatuos y orgullosos, gozosamente inauguramos.

            Se divide a Dios en 'tres dioses'. Se rompe la inescindible unidad de Dios Todopoderoso, a la vez Creador y Redentor. Se olvida que todas las acciones de Dios son comunes a las tres hipóstasis, que Dios tiene una sola conciencia, una sola voluntad, una sola esencia.

            Joaquín pensaba que existía una sola esencia, sí, pero como existe una sola esencia humana específica, de la cual cada hombre participa. De tal manera que decir Juan es hombre, Marta es hombre, Pedro es hombre; sería lo mismo que decir el Padre es dios, el Hijo es dios, el Espíritu Santo es dios. Error gravísimo que algunas traducciones castellanas del Credo fomentan, cuando se vierte 'consubstancial' como 'de la misma substancia'. No: Juan no es el mismo hombre que Pedro, ni Marta que Juan. En cambio el Padre es el mismo Dios que el Hijo y el Espíritu Santo el mismo Dios que el Padre... y que el Padre y el Hijo.

            Dice Letrán: "Aún cuando el Padre sea distinto, y distinto el Hijo, y distinto el Espíritu Santo, sin embargo, no son otro. Sino que lo que es el Padre, lo mismo absolutamente es el Hijo y el Espíritu Santo. Así, según la fe ortodoxa y católica, creemos que son consustanciales... Si alguien pues, se atreve a defender o aprobar en este punto la opinión o la doctrina del Abad Joaquín, sea rechazado como hereje."

            Verdad profunda y difícil de entender a cerebros humanos poco competentes como los nuestros y que solo se puede elucidar en la línea de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana -no la cismática oriental autodenominada ortodoxa- con la categoría metafísica de "relación", que, por supuesto, no vamos a intentar explicar aquí.

            Pero lo que es claro es que ni el Hijo ni el Espíritu Santo pueden tener acciones propias, porque todas las acciones de Dios, fuera de Si mismo, son del único Dios y, por tanto, comunes e idénticas a los llamados Tres. Por eso es bestial atribuir un período de la historia distinto a cada persona. La Trinidad -Padre, Hijo y Espíritu Santo- preside, único Dios, tanto el Antiguo, como el Nuevo testamento. Tanto la historia de la Iglesia como su consumación escatológica. Tanto la creación del ADN como de la gracia santificante. Aunque sea verdad que ha ido preparando lentamente, desde el principio de la historia del 'homo sapiens' y en el pueblo de Israel, Su plena revelación en Jesús de Nazareth: el Hijo de Dios e hijo de María, y en su luminoso Misterio Pascual.

            Y es siempre Jesús, el Resucitado, el encargado de entregar la Vida verdadera: su Espíritu. Espíritu que espirado por el Padre y el Verbo [Filioque] en el seno de la única divinidad, -contrariamente al 'procede solo del Padre' que sostienen heréticamente los orientales-, en la historia de la salvación, sigue siendo dado, en su manifestación creada de 'Gracia', por el único Dios, mediante la acción espiradora del Resucitado. Es invariablemente Jesús el que, desde el poder del Padre, da la gracia del Espíritu a la Iglesia y a los que se salvan. Y, sin Jesús, sin su palabra, sin sus ejemplos, sin su ley, sin su Iglesia, sin sus sacramentos -al menos recibidos en deseo-, es imposible ser divinizados, agraciados y, por lo tanto, acceder a la Vida Eterna.

            Es una tragedia, pues, que, en aras de un utopismo globalizante, ecuménico e interreligioso, de cuño joaquinista, oriental y del de todos sus émulos, muchos hombres de Iglesia, a veces no cumplan con su obligación de predicar a Cristo a todo el mundo (Marcos 126.15), salvar el misterio de la Trinidad, del Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de los Tres que son el Único Dios, viviendo la única substancia, el mismo ser, el mismo actuar, el mismo crear y redimir exclusivamente en Cristo, y la misma gloria.

            Por eso hoy confesamos en alta voz, desde el fondo mismo de nuestra inconmovible fe católica: "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo", y, contra el joaquinismo y toda otra utopía que lo divida en tiempos: "como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos".

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