Sermones de la santísima trinidad
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000 - Ciclo B

SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(GEP; 18-06-00)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 28,16-20
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de el; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo".

SERMÓN

            El último siglo del segundo milenio que hemos despedido ha sido abundoso en pensadores interesantes. Uno de los tantos Max Scheler, alemán, discípulo de Husserl, muerto en 1929, hijo de madre judía y de padre bávaro de origen protestante que, al casarse, se había hecho católico. Se ve que no supo transmitir suficientemente la doctrina católica a su hijo, quien, por propio convencimiento aunque con poca formación, recién se bautiza a los quince años. Pero ya en 1910 Max Scheler deja el catolicismo -que nunca había vivido demasiado hondamente- para juntarse, por civil, con una mujer separada. Años más tarde romperá esa unión para casarse con la hermana de Furtwängler y vuelve a la fe, la cual, empero, abandona definitivamente algunos años después para sumergirse en una especie de panteísmo.

            Más que un filósofo sistemático Scheler fue un pensador de genio vivaz, que publicaba interesantes artículos -que hacían pensar- en diarios y revistas y, luego, los editaba en libros. Leído por el público más o menos culto, los filósofos profesionales no lo tenían en cuenta.

            Nos puede interesar referirnos a sus ideas, entre otras cosas, por su insistencia en el tema de la persona, concepto importante para nuestra comprensión de la santísima Trinidad y, también, porque nuestro actual Papa, Juan Pablo II, durantes sus apresurados estudios filosóficos, lo leyó y trabajó sobre él, redactando una monografía y quedando profundamente influido por sus planteos.

            Scheler deja de lado, en su filosofar, la primacía del ser y de la verdad. Para él, el universo del hombre es un universo de 'valores' -afirma- a los cuales se llega, no por el querer iluminado por la inteligencia, sino por la intuición o el sentimiento. Esto hace tambalear desde el vamos la objetividad de lo ético, sometido a jerarquías de valores no filtradas por la inteligencia ni la ley. Lo humano, para Scheler, termina por ser esa intuición, ese sentimiento, impulso afectivo casi indeterminado e indefinible, que se confunde con la mera simpatía con las cosas, con los demás y aún con Dios, prescindiendo de los datos objetivos del ser y de su normatividad. Cuando llevó sus principios a sus últimas consecuencias fue lógico que Scheler abandonara el catolicismo y cayera en una especie de panteísmo humanista en donde todas las creencias gozan del mismo valor.

            Pero lo que es característico de la filosofía scheleriana es el hincapié que hace en el valor de la persona. "El valor de la persona -dice- es superior a todos los valores de cosas, de organizaciones y de comunidades." Lo cual es básicamente cierto, pero, cuando Scheler habla del valor de la persona se está refiriendo no al hombre animal social sino, a la manera cartesiana, de los yo personales en si mismos, prescindiendo de su posible integración con el ser del mundo y de los demás. Cada persona es -para Scheler- una especie de dios absoluto que solo conoce -y conociendo de alguna manera crea y configura- su propio mundo y, por lo tanto, su propia verdad o intuición de las cosas-. Por eso la verdad tiene un contenido diverso según las personas. La verdad es siempre -dice Scheler- puramente personal. Las leyes éticas de validez universal no existen; han de trocarse por obligaciones personales, distintas para cada conciencia.

            Porque según Scheler cada persona es un pequeño universo, un microcosmos, no que deba asumir leyes generales y comunes provenientes de Dios sino que concretiza en si mismo la persona infinita de Dios -cuyo concepto poco a poco desdibuja y confunde con el todo y con cada uno-. De allí que la persona no se haya de subordinar a nada ni a nadie.

            Hay que pensar que estas afirmaciones tajantes schelerianas maduran en el ambiente entre las dos grandes guerras del siglo pasado donde cualquiera podía ver cómo la sociedad, tanto nacional socialista como soviética, subordinaba totalmente la persona al Estado. En este sentido el intento scheleriano era una legítima defensa de la libertad y de lo personal. Esto es lo que de Scheler atrajo a la generación del Papa Woytila. Tanto que, aún entre los católicos, existió una fuerte corriente inspirada en esas ideas, liderada por un tal Emmanuel Mounier y que fue condenada por el magisterio... aunque, por ahí, hayan quedado todavía muchas semillas sueltas.

            El personalismo scheleriano considera, pues, a la persona como valor supremo y centro de todos los valores, de todas las acciones y de todas las cosas. Toda responsabilidad delante de otro -sea hombre, sociedad o Dios- es incidental: lo único que vale es la 'autorresponsabilidad'.

            Como Vds. ven, la persona se convierte así en un absoluto que nada ni nadie puede tocar, aún cuando proceda de modo equivocado. Los tan agitados derechos de la persona o los 'derechos humanos' -o al menos las organizaciones de los derechos humanos- están inspirados -aún cuando no siempre sean de izquierda- en este tipo de posiciones schelerianas, que obligan a la sociedad a respetar cualquier decisión personal aunque esté dictada por falsas ideologías, por las pasiones o aún por las drogas y se traduzca en conductas aberrantes o delictivas... Es el curioso fenómeno de legislaciones que parecen favorecer a los delincuentes, a los calumniadores y a los degenerados, desprotegiendo al honesto e inocente.

            En realidad hay que decir que el concepto mismo de persona, que antes del cristianismo no existía, nace en el seno de la Iglesia y en el ámbito de las polémicas trinitarias y cristológicas. El respeto por la persona -por todas y toda persona- es algo que surge novedoso del evangelio. Por supuesto que para la doctrina católica todos los bienes temporales existen para el servicio de la persona y aún el orden social debe subordinarse al bien de aquella; pero de ninguna manera la persona es erigida como sujeto de derechos absolutos. La dignidad de la persona es, de entrada, una dignidad relativa porque, según la doctrina de la Iglesia, se funda en su condición de 'imagen y semejanza de Dios'. Y esa imagen divina consiste, precisamente, en que el ser humano, a diferencia del animal, saliendo de si mismo, no cerrándose en el absoluto de su yo, es capaz de abrirse en amistad al otro, no solamente a sus semejantes sino, increíblemente, a Dios, en cuyo amor y gozo encontrará inmediatamente su finalidad. Por eso el fin del hombre no es la sociedad o el Estado -como podían pensar Hegel, Marx o los diversos socialismos- tampoco si mismo, sino Dios. Este su Fin es el que confiere a la persona su excelsa dignidad. Por eso nada puede subordinar al hombre a otro propósito que no sea éste. Pero, en su condición social y terrena, el hombre debe acomodar su conducta al bien común, de acuerdo a derecho, a leyes morales objetivas, so pena de que ese mismo derecho y moral, mediante la autoridad, lo pene y aún externamente lo coaccione. Y sin esto no puede haber sociedad.

            Es que la sociedad no es una entelequia, un ente de razón, ni siquiera un ente meramente jurídico, ni una masa informe de individuos, es una realidad consistente en la suma de todas las relaciones reales legítimas que entrelazan a las personas y de las cuales está constituido el bien común. Ya sabemos que somos seres sociales por naturaleza y, fuera o en contra de la sociedad se hace arduo, cuando no imposible, ser persona.

            Porque, en suma, la persona es un ser que se desarrolla relacionalmente: dependiente, atrás, de su pasado; aquí y ahora, vinculado, mediante diversos lazos, con los que le rodean; adelante, religado creativamente hacia el futuro

            Hacia atrás sabemos bien que tanto cultural, genética, como psicológicamente, estamos relacionados a nuestros padres, a nuestra patria, a nuestra historia, a nuestra cultura, a nuestra educación. Todo ello es un flujo de relaciones realísimas que nos cuaja en nuestra personalidad intransferible. Somos 'hijos' de todo ese pasado y de todo ese regalo que nos antecede. Somos relación filial a la herencia biológica de nuestros padres, a lo que recibimos de ellos en nuestra infancia (y que tanto gustan los psicólogos explorar ya que bien saben lo que ello determina nuestra personalidad)... Somos relación filial a la educación que, mediante el idioma, nos transmite la cultura, los valores, las maneras de comportarnos y juzgar, de ver o no ver la realidad....

            Cuando llegamos al uso de razón y a una cierta adultez y a la posibilidad de optar libremente y elegir nuestro camino, antes de elegir, ya 'somos' lo que hemos recibido: 'somos' esencialmente hijos...

            Pero nuestro ser personas no se desarrolla solo en ese religarnos al pasado que hemos de asumir libremente en todo lo bueno que tenga y purificarlo en lo posible de lo malo; crece en la medida en que tejemos a nuestro alrededor relaciones de solidaridad -en el estudio, en el trabajo, en comunes ideales- y, sobre todo, relaciones de amor -relaciones conyugales, relaciones de amistad-. Es ese nudo rico de ligaduras que asumimos cuando nos casamos, cuando tenemos amigos, cuando nos comprometemos socialmente -en una familia, en una parroquia, en un club, en cualquier sociedad- lo que enriquece verdaderamente a la persona. Sin esas relaciones de amistad y amor, la persona se empobrece, marchita, languidece....

            Pero, más todavía: la persona es, sobre todo, relación hacia adelante, pro-yecto... Pro-yección de si mismo hacia el futuro, en sus trabajos creadores, en sus descubrimientos, en su fraguarse en arte, en creatividad, en iniciativas fecundas, aún en utopías, pero, sobre todo, en su arrojarse hacia el futuro en hijos... Somos cada vez más personas en la medida en que nos alongamos en paternidad; en cuanto somos progenitores, padres, no solo de nuestras obras, de nuestras iniciativas o empresas, sino, sobre todo, progenitores de personas, engendrándolos biológica, humana y sobrenaturalmente en acción, palabra y ejemplo...

            Toda persona es, pues, persona en cuanto 'hijo', en cuanto 'amigo' o 'esposo', en cuanto 'padre',...

            Pero, justamente, en este triple relacionarnos filial, fraterno y paternal, el hombre más que nunca se afirma a si mismo como imagen y semejanza de Dios. Un Dios que, ya sabemos, en la simplicidad infinita de su ser, vive triple relacionalidad: paternidad, filiación, amor. Cada una de esas relaciones constituyendo lo que, 'a falta de vocabulario más adecuado' -decía san Agustín- llamamos 'persona' o 'hipóstasis'. El Hijo, que es engendrado por el Padre; el Padre que engendra al Hijo; el Espíritu de amor que los une en conyugal, fraterno, abrazo de amistad. Las tres relaciones divinas comprenden en su infinitud toda la riqueza de las relaciones que, en el transcurso de su historia, el hombre ha guardado entre padres e hijos, maridos y mujeres, hermanos, amigos, cofrades, camaradas... Esa urdimbre de amores que constituye la substancia de la humana sociedad y que enriquece el ser de las personas haciéndolas tales. Porque ¿quién dudará de que aquello que constituye nuestra riqueza más vital -nuestro existir relacionados en amistad y amor- no lo viva Dios en infinita plenitud?

            Hablar de la persona como si fuera un absoluto, y de sus derechos como si no estuviera en relación con la sociedad, es desconocer su naturaleza, capaz de realizarse solo en relación, en religación, en mutua y enriquecedora dependencia... Esto es lo que no entendió del todo Scheler, pero que rescatan algunas escuelas filosóficas y psicológicas contemporáneas ajenas a las luchas ideológicas y a los aprioris panteístas y a la soberbia del individualismo o a las afirmaciones excesivas del yo, como si éste pudiera realizarse solo 'en si' y no 'en relación' a los demás...

            Por eso decía un gran teólogo de comienzos de medioevo, Hugo de San Víctor, que el acto propio de la persona es 'existir', en su sentido etimológico... Ex-sistir viene del latín, de la preposición ex, que significa 'procedencia', 'lugar de donde', y el verbo sistere, que quiere decir 'estar', 'establecer', 'poner', 'ser'. Ex-sistir, significa pues, estar, ser, a partir de Otro, y al mismo tiempo, ser, estar, en la medida en que se sale hacia el Otro. Afirmarse en la pura inmanencia, cerrarse en el yo, es derivar a la in-existencia, a la nada. Por eso, detrás de toda persona -en relación filial a lo paterno, en relación de amor a lo conyugal y lo fraterno y en relación progenitora hacia sus obras y sus hijos- encontramos el misterio de la santísima Trinidad: el Padre, origen de toda paternidad y progenitura, el Hijo fundamento de toda filiación; el Espíritu de amor, origen de toda conyugalidad y fraternidad.

            La luminosa revelación de la santísima Trinidad es lo única capaz de explicar plenamente los fundamentos de nuestro ser personas, de nuestra convivialidad social y de nuestro crecer final hacia nuestra definitiva condición personal, cuando, a imagen del Hijo Unigénito, el Espíritu clame en nosotros ¡Abba!, ¡Padre!, en la fraternidad plena del cielo, allí donde nos habrá llevado la Iglesia, bautizándonos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 

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