Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


VIGILIA DE PENTECOSTÉS

1998

"Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"..."y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo"

Las palabras de Cristo a sus seguidores antes de dejar la tierra restallan esta noche también en nuestros oídos urgiéndonos a la misión impostergable que ha de surgir espontánea de nuestra misma condición de cristianos.

Sin embargo la costumbre -y aún la traducción castellana- es como si esfuminara el sentido de la frase. 'Bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu' Santo hoy nos suena al acto ritual de echar agua sobre la cabeza de alguien pronunciando la fórmula bautismal.

No es ese el sentido original del texto griego en los labios imperiosos de Jesús: "bautizar" en su acepción prístina es sencillamente bañar, empapar, hundir, sumergir; y la locución "en nombre de" no es solo la referencia a la denominación de aquel a quien se refiere. No es como cuando afirmamos: "hablo en nombre de Fulano". El nombre en el lenguaje semita que usaba Cristo significa no una etiqueta, un apodo, sino lo más profundo y real de la persona. Cuando la Escritura, por ejemplo, afirma que a Jesús le fue concedido "el nombre que está sobre todo nombre", está diciendo, que se le concedió la realidad misma de Dios. Lo mismo cuando Jesús le cambia el nombre a Simón y lo transforma en Pedro, en Piedra: se trata de una verdadera innovación interior.

"Bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", pues, no significa aquí el envío a realizar la ceremonia del bautismo; es el mandato que nos hace Cristo de ir y sumergir, empapar, del Dios Trino a todos aquellos a los cuales alcance nuestra acción apostólica, nuestra caridad. Todos aquellos que entran en contacto con nosotros deberían salir inmersos en el Espíritu de Dios, impregnados de Cristo.

Pero ¡ay! ¿quién nos empapará a nosotros? ¿quién hará que nuestra presencia irradie ese aroma de Jesús capaz de envolver a los demás en el fuego y el soplo de su amor?

Cerremos los ojos. Ante la asistencia augusta del santísimo Sacramento, presencia que más allá de este momento y este lugar nos conecta infaliblemente con todos los tiempos y todos los sitios en los cuales El estuvo y está presente, esta noche transportémonos a aquel lugar en donde, después de haber recibido también ellos el mandato de Cristo, por temor a los judíos, al mundo, los apóstoles se encuentran encerrados: al Cenáculo.

Sí: estamos en la mismísima sala en donde Jesús, la víspera de su pasión, comió por última vez con sus discípulos. Allí nos dejó, en pan y en vino, la concreción de la promesa de que estaría con nosotros hasta el fin del mundo.

Aquí están ahora todavía sobre la mesa los restos del pan que los apóstoles acaban de consagrar; el mismo en esencia que el que hoy se viste de blanco en la custodia de nuestro altar de Madre Admirable.

La sala es de regular tamaño, la mitad de nuestra iglesia, demasiado grande quizá para contener el exiguo número de los discípulos que todavía permanecen en Jerusalén. La oscuridad de la noche apenas se quiebra en las lámparas de aceite que cuelgan de las paredes y en los cirios encendidos distribuidos sobre la mesa.

Cerremos los ojos y sintamos a nuestro lado el respirar ansioso de Pedro, la calma alerta de Juan, la mente cavilosa de Tomás, el desconcierto expectante de Felipe, de Santiago, de Tadeo... No saben qué irá a pasar, la experiencia del Señor resucitado, aunque aparentemente tan reciente, es ya casi un recuerdo. La ausencia de Cristo es más sólida que su memoria. La frase y orden de despedida parece un proyecto desmesurado para sus pobres fuerzas. ¡Empapar al mundo!

Oímos, afuera, el bullicio ininterrumpido de estos días de la llamada fiesta de las semanas, el pentecostés judío, que aglomera en Jerusalén casi tanta gente como la Pascua. Como los autos y las voces indiferentes que ahora transitan por Arroyo... Y, más allá, la Ciudad, las autopistas, Jerusalén, Buenos Aires, con sus jolgorios y sus desdichas, con sus dispendios de riqueza y con sus hambres de pobres, con su gente buena y sus criminales, ¡pobre ajetreada humanidad!, alejados de Cristo, tibios, displicentes, escépticos, quizá hostiles. ¡Quien pudiera bautizarlos, empaparlos del amor de Dios!

Pero sintamos, sobre todo, la presencia serena y dulcísima de María, la madre de Jesús. Ella, en su calma soberana, llevando todavía en su corazón las huellas terribles del sufrimiento de Jesús, amiga para siempre del sufrir de todos los hombres, sabedora de tu sufrir, de mi sufrir, sus ojos todavía enrojecidos por las lágrimas, en la fortaleza de la fé en la resurrección que le han anunciado los discípulos, lacerada por la ausencia de aquel su hijo a quien no podrá abrazar hasta el cielo, se mantiene inmóvil en la muda plegaria que surgirá para siempre de su pecho de madre por todos nosotros. Ella está a tu lado, sentila, aspirá de su velo y de su manto suave perfume de flores, ese dulce olor en que tantas veces se sumergió Jesús reclinando su cabeza contra su pecho.

Más adelante, alrededor del cuarto, las otras mujeres, también ellas aguerridas discípulas de Jesús. Impacientes por la inactividad de los varones ¿qué están esperando? Ellas, que aún a los pies de la cruz no tuvieron miedo de acompañar a María y a Jesús; ellas, que creyeron en él antes que cualquiera, y que lo siguieron para escucharlo y ayudarlo por los caminos de Palestina. Ellas, que fueron las primeras al despuntar el alba que corrieron con sus bálsamos y perfumes a ungir a Jesús, y recibidas fueron por una tumba vacía. Ellas están con nosotros. ¡Mujeres benditas!, mujeres antecesoras de tantas mujeres que sin tanto báculo, ni mitras, ni oropeles, ni títulos, ni espadas, ni estolas, ni casullas, ni corazas, llevaron adelante a la Iglesia, y con su vientre, o con su ejemplo, o con su oración, le engendraron hijos e hijas, ¡tantas veces a pesar de la traición, o la incuria, o la cobardía, de los discípulos varones, y aún de los pastores..! Más vale una de esas mujeres que cien sacerdotes disfrazados alrededor de un altar. ¡María Magdalena, María madre de Santiago, María la de José, Salomé, Juana de Cusa, Susana, María de Cleofás, esta noche, que estamos tan cerca de Vds., ojalá muchas émulas, acompañen e impulsen siempre a la Iglesia y la fortifiquen y defiendan de la pedante apatía de los varones!

Acabamos de elevar nuestra plegaria en la poesía de los himnos y en la alabanza y la súplica de los salmos. Cerremos los ojos, si, porque en esa plegaria hemos recitado exactamente las mismas oraciones que rezó tantas veces Jesús enseñado por su madre y que acaban de recitar discípulos y discípulas con Ella -y con nosotros- en el Cenáculo.

¡Qué maravilla poder rezar con las mismas palabras de María y de Jesús, en esos salmos que se gestaron en la fé de Israel, resonaron durante siglos en el Templo de Jerusalén y en la vida privada de su pueblo, y se hicieron carne y adquirieron pleno sentido en la plegaria de Cristo! Así se transformaron en oración cristiana, terminada siempre por la alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu... Sublimados por el Padre Nuestro, los salmos son la oración preferida de la iglesia, porque es la oración de Jesús, porque es la oración no que inspiraron mis sentimientos pueriles ni mis pedidos a veces intrascendentes, sino las verdaderas necesidades de alabanza y súplica que Dios quiere poner en nuestra boca y suscitar en nuestro corazón.

En los salmos nos unimos a toda la Iglesia; sobre todo nos unimos a la oración de María y de Jesús. Siempre que los rezamos tenemos que hacerlo desde la mente y el corazón de María y de Jesús.

No hemos pues esta noche rezado solos, no hemos rezado solamente los que hoy hemos unido nuestras voces en Madre Admirable: hemos rezado junto a todos los cristianos que a esta misma hora recitan el mismo oficio; hemos rezado con todos aquellos que desde hace dos mil años vienen repitiendo esas mismas palabras; estamos rezando con María y los discípulos en esta prolongación del Cenáculo donde esta noche estamos.

¡Como habrá sonado a sus oídos el salmo 103 que se recitaba para esa fecha y que nosotros mismos hoy acabamos de salmodiar!:

escondes tu rostro, y se espantan;

les retiras el aliento, y expiran

y vuelven a ser polvo

Así se encuentran ellos después de la Ascensión, lejos del rostro de Jesús, carentes de aliento, desconcertados y exámines, sin saber que hacer ni decidirse a nada, sostenidos apenas en la esperanza sólida de María que a todos cobija con su maternal presencia. Que cuando fallan todos los apoyos todavía está ahí la Madre, sólida e inconmovible ¡y admirable!

Así estamos nosotros. Católicos de fe exigida, atados tenuemente a la vida cristiana por atavismos que apenas nos sostienen, rodando al vaivén de las tentaciones y de nuestros estados de ánimo. Tan pronto seguros, al momento siguiente timoratos; tan pronto alegres, en seguida sumidos en tristeza; hoy optimistas y corajudos, mañana desalentados y sin fuerzas; ahora convencidos de nuestra fe, luego llenos de dudas y desconcierto...

Quisiéramos rezar y no nos hacemos tiempo; quisiéramos saber perdonar y el rencor se ha instalado como una bacteria insidiosa en nuestro corazón; quisiéramos alegrarnos con la felicidad del prójimo y la envidia enturbia nuestros ojos... Nuestros exámenes de conciencia no alcanzan a explorar nuestros defectos, y los pocos que reconocemos apenas los combatimos y, si los combatimos, nunca los vencemos...

Cuando oramos, cuando reflexionamos, cuando leemos el evangelio o escuchamos la Palabra, es como si hubiera algo que quisiera a veces nacer limpio, dichoso, bueno, adentro de nosotros; pero, en cuanto trasponemos la puerta de nuestras devociones, nos tragan las ocupaciones del mundo, la frivolidad, las conversaciones vanas, el actuar profano...

Cristianismo a tumbos que no se decide, que no encuentra su rumbo, que no termina nunca por alcanzar velocidad y en seguida se desacelera y se detiene...

Tristezas que no puedo apagar en el gozo del evangelio; ausencias que no puedo consolar en la esperanza de cielo; enfermedades, pobrezas y carencias que no puedo llevar como un buen cristiano...

Deberes que no puedo cumplir; debilidades que no se vencer; responsabilidades que no termino de asumir.

Encrucijadas en donde no se que camino seguir; decisiones que soy incapaz de tomar; problemas graves que ignoro cómo solucionar...

¡Anuncio del evangelio y de la victoria de Cristo que no tengo fuerzas para gritar...!

Y el mundo y la televisión y los negocios y mis problemas y mis bajoneos y mis mezquindades y mis mediocres compañías y mis debilidades me pasan por encima como un camión con acoplado cargado de containers...

María, quédate conmigo, reza conmigo, espera conmigo...

Confiemos en la palabra de Jesús: "si Vds. saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan". Aferrémonos al salmo que hemos leído

Envias tu aliento y los creas

Y renuevas la faz de la tierra

¡Sí, Señor, sí Jesús, envía tu aliento y recréanos, sopla tu tempestad de gozo adentro nuestro, lanza tu fuego que quema e ilumina, enciende de luz el mundo...! Que esta noche en que permanecemos en oración frente a Ti, velado en apariencia de pan -panera sagrada servida en la mesa del cenáculo- sea el comienzo de otro despertar, la inyección de nuevas fuerzas que, desde mañana ¡desde hoy! me hagan levantar con optimismo, con cristiana alegría, con ganas de trabajar y de estudiar, con decisión para asumir mis responsabilidades, con deseos de oración, de misión y de acción. Empápame en tu bautismo, báñame en tu Espíritu, que todo mi ser chorrée a Dios, que pueda inundar a los míos con tu presencia, con la alegría de tu luz, con el canto de tus salmos de acción de gracias... Hazme renacer al aliento de tu palabra, que ella se haga, por tu Espíritu, tempestad y fuego en mi corazón.

Ven Espíritu Santo. Ven Señor Jesús.

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