Sermones de pENTECOSTÉS

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1972 - Ciclo A

PENTECOSTÉS
21-V-72

Lectura del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con vosotros!" Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, yo también os envío a vosotros". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Recibid al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que vosotros se los perdonéis, y serán retenidos a los que vosotros se los retengáis".

SERMÓN

Una de las tantas grandes palabras que, como adjetivos encomiásticos, acuña el hombre moderno es el de “autenticidad”. “Hay que ser ‘auténtico'”, se dice. “Los jóvenes de hoy somos más auténticos que los de antaño.” Por allí, también, corre un libro “ Hacia un cristianismo auténtico ”.

“Autenticidad”, pues, “basta de hipocresía”, “basta de formalismos”, “basta de coberturas y de máscaras”. “Soy como soy y no debo aparentar otra cosa”.

“Espontaneidad”. “Basta de gestos estirados, de normas coartantes, de complejos causados por las represiones sociales”. “Basta de convencionalismos”. “Basta de rigidez, de estiramiento”. “Hay que dar lugar a la vida, a la sinceridad, a la libre manifestación de los sentimientos”. “Hay que terminar con las máscaras hipócritas que impone la sociedad burguesa para conservar sus fachadas honorables”.

[Y también en la Iglesia. “Basta de ritualismos, basta de falsas solemnidades”; “hay que hacer las cosas más vivas, menos hieráticas”. “Basta de ‘Padre Podestá' y ‘Padre Nadal'. ‘¡Che, Gustavo!' ‘¡Che, Carlitos!'” “Basta de sotana, de disfraz. ¡Corbata! ¿Qué digo corbata? ¡chomba, remera!”]

¿No es verdad que hemos escuchado muchas veces estas frases y estos argumentos?

Y ¿qué responder a todo esto? ¿habrá que responder? ¿No será, a lo mejor, un progreso fruto de los admirables tiempos modernos?

Porque es evidente que algo de atractivo hay en toda esta contestación y rebeldía frente a las antiguas costumbres. A nadie le gusta verse constreñido por normas y reglamentos, más si se demuestra que son inútiles. Por otra parte es indudable que todos estamos en contra de la hipocresía y la falsedad.

Pero ¿será verdad que las normas y las convenciones son todas inútiles? ¿Será verdad que la sinceridad y la espontaneidad y la autenticidad así entendida sean siempre aconsejables?

Así lo dicen muchos pseudo-pedagogos y cierta clase de psicólogos modernos. De tal manera que una de las grandes reglas de la educación y la pedagogía infantil de nuestros tiempos es dejarles hacer lo que quieran –no educar- : “¡Cuidado con los retos y los castigos, no vaya a ser que creemos traumas irreparables en el inconsciente del chico!” “¡Cuidadito de meterlo en marcos o moldes de actuación que traben el libre crecimiento y desarrollo de su personalidad!” Así dicen.

Pero las consecuencias de estas funestas pedagogías, aunque disfrazadas de ciencia y psicología, están a al vista. No hay más que sufrir durante unas horas la visita del sobrinito o del nieto así educado; o los desplantes insolentes de nuestros hijos adolescentes; o la profunda sensación de horror que nos causa la presencia del porrudo novio de la nena.

Porque nadie niega que la educación puede convertirse en un manojo de expresiones y actitudes estereotipadas y gestos congelados, ademanes mecánicos y sonrisas en serie sin el toque cálido de la vida. Incluso podría fomentar, es verdad, la hipocresía y el formalismo. Pero, defender una espontaneidad y sinceridad a toda costa es desconocer olímpicamente la naturaleza del hombre herida por el pecado.

Dicen los teóricos de la autenticidad y la espontaneidad –los existencialistas, los freudianos, los vitalistas, los hippies- que las normas, la urbanidad, la educación, la cortesía, los mandamientos, matan la vida, la traban, la reprimen, la ahogan. Y dicen eso porque no saben lo que es la verdadera vida. Creen que el hombre no tiene alma, no tiene espíritu. Y, así, tendrían razón. Si el hombre solo fuera un animal más o menos evolucionado, es evidente que tiene que dejarse llevar por sus instintos espontáneos y todo lo que trabe de una manera u otra la satisfacción de sus impulsos sería inauténtico, artificial, deformante.

Pero es que el hombre, señores, no define su vitalidad por sus impulsos fisiológicos y corporales. El hombre, -porque es mucho más que un animal- tiene una vida de orden superior: la vida del espíritu, de la razón, del amor, de la voluntad. El hombre es fisiología, pero, sobre todo, ‘persona' capaz de conocer y de amar en serio a Dios y a su prójimo y de ser dueño de si mismo.

Y, lamentablemente, mientras estemos en la tierra, estaremos siempre divididos y tironeados a causa del pecado original. Por un lado, desobediente a nuestro querer, los deseos animales fuera de cauce, nuestros instintos irreflexivos, nuestras reacciones espontáneas. Por el otro, nuestra razón, la conducta que nos dicta nuestra inteligencia, el camino del bien que nos indica nuestro espíritu.

El hombre, incluso en sus actos más fisiológicos, nunca deja de ser hombre y, por tanto, sigue siendo mucho más que animal. No come en un chiquero o en un establo, sino en una mesa con platos de colores, cubiertos y servilleta, modales y boca cerrada. Y, porque no es solo animal, gobierna sus instintos sexuales y les impone su norma racional, su calidad humana, su condición de amor, en el matrimonio. Porque es hombre es capaz de dominar sus rabias y e impaciencias. Porque es hombre es libre y capaz de domeñar sus cambiantes apetitos.

Por ello, ser auténticos, ser espontáneos, así dicho, es falso, señores. Si fuéramos espontáneos al nivel de nuestro instintos e inclinaciones, probablemente no estaríamos aquí en Misa, sino viendo televisión o tomando whisky en casa o paseando por Palermo. Si usara de la sinceridad de mis impulsos espontáneos cuando me llamara un enfermo de noche, lo sacaría corriendo. O trataría mal a las personas que me resultan antipáticas o me pelearía por el asiento del colectivo, o por subir primero al tren o por comer el mejor pedazo de la fuente. O no disimularía los defectos o errores involuntarios de los demás.

La autenticidad de la vida que pregona el mundo de hoy es una falsa autenticidad que mutila al hombre y, mientras da rienda suelta al juego animal de sus instintos rebeldes a la razón, lo castra, lo reprime, en sus actividades más nobles y en las posibilidades grandiosas de su espíritu.

Es bien otra la Vida según la cual debemos ser auténticos. Y, para vivirla, no hay más remedio que pasar antes por la educación, el dominio de mostros mismos, la disciplina, el sacrificio y, también ¿por qué no? la urbanidad, los modales, la cortesía, la caballerosidad.

Pero, hay más. Si tanto ha de separar una vida auténticamente humana a una animal ¡qué abismo habrá de separar a ésta de la cristiana! Porque nuestra vida, desde Cristo, se ha entreverado misteriosamente con la del mismo Dios. Ya no tenemos solo vida humana. Es el mismo espíritu de Dios el que se ha derramado en mostros por el Espíritu Santo.

Por eso, para un cristiano, vivir auténticamente, no será otra cosa que vivir según este Espíritu, no dejándonos llevar por nuestros impulsos fisiológicos ni meramente humanos, sino imitando, viril y disciplinadamente, al mismo Cristo Jesús.

Pensémoslo, hoy, Pentecostés.

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