Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1994 - Ciclo B

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN

Quienes conozcan Roma recordarán sin duda la famosa piazza del Popolo, al pie del Pincio, allí donde confluyen la via del Corso, la de Ripetta y la del Babuino; piazza urbanizada por el arquitecto Valadier a fines del siglo XVIII. El fué quien hizo colocar en su centro el obelisco de granito de 36 metros que allí se encuentra, lleno de jeroglíficos y traído por el emperador Augusto para su circo Máximo desde el lejano Egipto, donde se elevaba en Heliópolis frente al templo del sol.

Se lo conoce como el obelisco Flaminio y, después del de Letrán, es el más antiguo de los que se conservan en Roma.

Los que saben interpretar los jeroglíficos leen allí que se trata de un monumento alzado por el faraón Mernephtah para conmemorar las conquistas de su padre Ramses II y su abuelo Seti I , hacia los años 1300 antes de Cristo, remembrando sus conquistas sobre los reinos cananeos e hiksos de la Palestina. Es la primera referencia de la historia, fuera de la Biblia, a nuestra actual tierra Santa.

Escritos egipcios contemporáneos a ese obelisco, nos relatan que las expediciones triunfantes de los egipcios en Palestina capturaron a cientos de prisioneros, que fueron utilizados por los faraones en la construcción de las obras cacciatorescas de la época. Y entre las etnias apresadas esos mismos documentos mencionan entre otras a los abirus, palabra despectiva que los lingüistas no se deciden a traducir o como 'bandidos' o como 'vagabundos' o como 'polvo'. Esos mismos documentos hablan de que estos abirus fueron destinados a la edificación de ciudades en el delta del Nilo.

Los estudiosos coinciden en admitir que esta término abiru es el vocablo egipcio del cual deriva la palabra hebreo (abiru=hebreo). Se trataría pues de la mención extrabíblica más añeja que se conserva de aquel que será luego el pueblo elegido de Dios. Hebreo: abiru=bandido. Así eran considerados por los civilizados egipcios.

Por supuesto que a estas bandas o tribu de abirus o bandidos o vagabundos, acostumbrados a su errar libre con sus cabras y ovejas y dromedarios, poco les habrá gustado estar sometidos a trabajar en las canteras del faraón. No es extraño, pues, que escapar fuera una de sus preocupaciones permanentes.

Pero no era fácil hacerlo, las fronteras egipcias estaban permanente vigiladas. Había una linea de fortines que se alineaban sobre lo que hoy es el canal de Suez. Precisamente hace diez años se ha excavado uno de esa época, cerca de Gaza -en Deir el Balah-. Si les interesa, en el National Geographic , de Diciembre del 82 se ha publicado el relato de esa excavación y cuidadosas reconstrucciones del lugar.

Pero justamente en esta excavación se hallaron informes del comandante de la guarnición que muestran que esa frontera no era impenetrable, existía una cierta movilidad, porque los egipcios daban permisos para que muchas tribus del desierto -los "shashu", los llaman los informes- durante la época más seca del año -que allá era el otoño y el invierno- entraran en el fértil Egipto, con sus rebaños, para pastorearlos allí. Pasada la seca, al comienzo de la primavera, en el primer plenilunio, esos 'shashu' comenzaban la vuelta a los oasis ahora nuevamente florecidos del desierto. El comienzo de este regreso era una fecha fija, el plenilunio, llamada Pascua.

Ese día -preparados por medio de ritos mágicos antiquísimos como por ejemplo el de asperjar con sangre de un cordero los palos de las tiendas para ahuyentar los malos espíritus- una gran masa de shashu dejaba Egipto, atravesaba la frontera y se internaba otra vez en la península arábiga, en el Négueb y el Sinaí.

No es extraño, pues que los habiru, los hebreos, cuyo jeque por entonces era un tal Moisés -un nombre evidentemente egipcio, del tipo de Ramsés, Akmés, Tutmés, el idioma hebreo todavía no existía- decidieran aprovechar la confusión de todas esas tribus en marcha, para mezclarse con ellas y escapar. Así lo hacen.

Tan pronto traspasan la linea de fuertes mezclados con los shashu, se separan de ellos y, en vez de seguir las rutas conocidas, se dirigen hacia el norte por caminos menos frecuentados. La misma ruta que setecientos años antes había usado Sinhué el Egipcio para huir del faraón Amenemés 1° con el cual se había disgustado. Todos hemos leído -supongo- la novela de Mika Waltari , basada en las memorias auténticas de Sinhué.

Es una ruta que bordea por el norte el Mediterráneo. Allí, entre el delta del Nilo y Gaza se extendía en aquella época -hoy ha desaparecido- una franja estrecha y larga de mar, paralela a la costa, aprisionada en una especie de caleta parecida a nuestra caleta Valdés en la península de Valdés.

Esa franja de mar era sumamente peligrosa, porque, cuando se levantaba el viento del desierto se acumulaba tanta arena sobre el agua que era muy difícil distinguir el límite con la tierra firme. En la antigüedad Diodoro de Sicilia y Estrabón , geógrafos griegos, hablan de la extremada peligrosidad de esos parajes. Era frecuente -cuentan- que enteras caravanas, en un día de viento, fueran tragadas por las aguas.

Pues bien, es por allí, lugar poco transitado, por donde pasa el jeque Moisés con su tribu de bandidos, de abirus, bien pegado a la orilla.

Pero ya uno de los fortines ha sido alertado y manda un destacamento de guardias en su persecución.

Cual no habrá sido el pánico de estos pobres fugitivos cuando oyen a lo lejos, y ven aparecer de golpe detrás suyo, el piquete egipcio con su dotación de carros de combate. Se habrán quedado paralizados de terror, resignados a volver otra vez esclavos a Egipto.

Por eso, cuál no habrá sido su maravilla cuando, en medio del viento, ven al comandante egipcio equivocarse y, buscando un lugar bien plano para lanzar a la carga su carros, sumergirse en el mar oculto por la arena.

Este suceso quedó como grabado para siempre en las sagas y cantos legendarios de los hebreos y atribuido a una particular intervención de su divinidad tribal Jahvé.

Mucho más tarde, cuando estos abiru se han multiplicado y sedentarizado en las tierras de Canaán, y habiéndose aliado con otras tribus de shashu, han logrado incluso formar un reino, cuando casi ochocientos años después el relato tomó su definitiva forma escrita -que es la que hoy leemos en la Biblia- ese pequeño episodio, que ni figura en las crónicas egipcias de la época, ya ha adquirido carácter épico: es el mismísimo Faraón quien con todos sus carros y todos sus ejércitos se ha lanzado detrás de loe hebreos y ha sido hundido en el mar por Jahvé; los judíos, ahora cientos de miles, pasan en cambio en medio de dos paredes de agua, tipo película de Cecil B. de Mille...

Es el modo simbólico y teológico que los pensadores de Israel utilizan para destacar la intervención providente de Dios en el nacimiento del pueblo de Israel. De hecho será esa fecha de esa lejana Pascua la elegida para conmemorar su día fundacional -algo así como nuestro 25 de Mayo- pero destacando al mismo tiempo la especial providencia que Dios tiene sobre ellos.

Pascua, pues, se convierte en la fiesta nacional de los hebreos. Los antiguos ritos de la aspersión de sangre de cordero de las tribus shashu, se conservan, pero todo va adquiriendo con el tiempo significados más profundos.

Cuando hacia el siglo octavo antes de Cristo los teólogos judíos se dan cuenta claramente de que su divinidad tribal Jahvé es también el Señor y Creador del universo, las legendarias aguas del Mar Rojo terminan por simbolizar también las aguas caóticas primordiales sobre las cuales -según el relato del Génesis que hemos escuchado en la primera lectura- sobrevuela, se cierne, el soplo, el espíritu del Señor y de las cuales Dios saca todo lo creado. El agua ahora será el símbolo del caos y de la muerte de los cuales nace la vida. La nube y la columna luminosa que marchaba al frente de los hebreos se confunde con la luz que Dios crea el primer día.

Pascua será así la conmemoración no solo de la creación del pueblo de Israel, sino también de la creación del mundo, es decir la memoria del triunfo de Dios sobre el caos, de la libertad sobre la esclavitud, del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte. Y eso es lo que han recordado también nuestras primeras lecturas de esta noche.

Pero más todavía: cuando los teólogos judíos se dan cuenta finalmente de la precariedad de este pueblo de Israel, que vuelve a caer en la esclavitud, luego, sucesivamente, de asirios, babilonios, griegos y romanos y sobre todo en la esclavitud del caos de la rebeldía y del pecado y, finalmente, de la inevitable muerte, apoyados por la confianza que les daban los antiguos relatos, comienzan a esperar el advenimiento de una Pascua distinta, nueva, definitiva. Es lo que escuchamos a los profetas Isaías y Ezequiel, en las últimas lecturas del AT.

Y esto es lo que en esta noche de alegría hoy festejamos: el cumplimiento pleno de estas profecías, el advenimiento de la Pascua decisiva y final... Ya no una pequeña tribu de bandidos escapados casi por milagro de sus captores: Egipto se ha transformado en símbolo de todo lo que de ominoso, perverso, doloroso, esclavizante, mortífero, hay en el mundo. Más aún: Egipto es el mismísimo mundo con toda la finitud, corrupción y decrepitud de lo humano destinado a la muerte... Y el paso del mar Rojo, será también mucho más: muerte para lo puramente humano, lo egipcíaco, lo encerrado en el egoísmo del pecado, y vida para los que se abren al poder creador de Dios.

Jesucristo es el jeque que ha pasado para siempre el mar Rojo, venciendo a las fuerzas caóticas del pecado y de la muerte por el poder de Jahvé, del Padre, y por el soplo del Espíritu que en esta noche se ha cernido sobre él.

El ya no nos ofrece liberaciones parciales, políticas, ni éxodos pasajeros, ni tierras prometidas perdibles y que tanta sangre han hecho y hacen derramar a Israel, pascuas menores que hay que volver una y otra vez a reiniciar. Jesús es la pascua definitiva. Es el salto de lo humano a la suprema liberación en lo divino. Cristo deja definitivamente atrás la tierra egipcia de lo caduco, de las lágrimas, de lo perecedero, de lo mortal. Zambulléndose en lo más profundo del abismo de las aguas primordiales del dolor y de la muerte, emerge hoy victorioso en la luz de la eterna trinidad.

La Iglesia también simboliza con el paso por el agua nuestra propia transformación: de meros hombres en hijos de Dio; de adanes en Cristos; de hombres y mujeres de corazón de piedra, en de corazón de carne; de conjunto confuso de individuos en Iglesia, en pueblo de Dios; de seres mortales, en imágenes y semejanzas de Dios destinados a la inmortalidad.

Así las aguas del bautismo nos zambullen también a nosotros, en las mismas aguas de vida y de muerte -muerte del hombre viejo, nacimiento del hombre nuevo- en las cuales se sumergió Cristo el Viernes Santo. Así lo escuchamos recién a Pablo: "por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros nazcamos a una vida nueva con El"

Y porque ya hemos sido sepultados con Jesús en el agua del bautismo, por eso, nuestra muerte no será un hundirnos en el mar y el caos de la nada, como para los egipcios, sino que será un paso a pie seco hacia la alegría plena del eterno vivir.

Ese vivir que Cristo -Jeque divino, columna de fuego, cirio luminoso- nos ha conquistado hoy, a través de su propia pascua de Resurrección.

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