Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1992 - Ciclo C

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN

"Ecco apparir Gerusalem si vede,
Ecco additar Gerusalem si scorge,
Ecco da mille voci unitamente
Gerusalemme salutar si sente"

El 7 de Junio del año del Señor de 1099, bajando por Beyrut, Si-don y Cesarea, después de liberar Belén y orar en la gruta del nacimiento, habiendo pasado Emaús, desde un altozano llamado desde entonces "Mons Gaudii", "el monte de la alegría", diez mil hombres: tropas provenzales, acaudilladas por el conde de Toulouse, Raimundo de Saint Gilles ; de Normandía, lideradas por su conde Roberto Courte Heuse ; del sur de Italia, comandadas por Trancredo , y las loreneses, francesas y alemanas, guiadas por Godofredo de Bouillon , duque de Brabante, pueden mirar -como lo relata Torcuato Tasso en el canto tercero de su "Geru-salemme Liberata "- la ya casi mítica ciudad de Jerusalén.

"Gerusalem... Gerusalem... la grande, La promessa cittá." ...como canta también el célebre coro de los cruzados en "I lombardi" de Verdi.

Jerusalén, ya mencionada en los textos egipcios en el siglo XIX antes de Cristo; en manos de los jebuseos cuando David en el 1000 se las arrebata para hacer de ella su capital. Devastada por Nabucodono-sor en el 586 y, luego del exilio, reconstruida y transformada en el centro político y espiritual de la vida de Israel, con el hermosísimo templo levantado por Herodes sobre los restos del de Salomón.

Ya en nuestra era, conquistada y arrasada por Tito en el año 70 y reconstruida como ciudad romana por Adriano en el 135 con el nombre de Aelia Capitolina.

Pero, desde que el imperio deja de perseguir a los cristianos, en el siglo IV, y a partir del año 327, Jerusalén se vuelve antes que nada una ciudad cristiana. Se comienzan a reconstruir y redescubrir los lugares santos que habían sido testigos de la vida de Cristo y, de todas partes de la cristiandad, de Inglaterra a Egipto, los peregrinos afluyen en olas cada vez más numerosas a la ciudad.

Pero Jerusalén está destinada a sufrir como su Maestro. Cosroes II , monarca sasánida, rey de los Persas, la arrebata a los cristianos en el 614. Recuperada por el emperador Heraclio junto con las reliquias de la cruz en el 629, pasa en el 637 a poder de los musulmanes.

A pesar de estas tomas y destrucciones sucesivas Jerusalén sigue siendo, en sus iglesias y basílicas decenas de veces destruidas y vueltas a construir, el lugar más santo de la cristiandad. Es la fe cristiana en la Encarnación lo que la transforma en tal y hace que los creyentes quieran ir a tocar, ver y oler los sitios que fueron santi-ficados por la presencia de Jesús.

Aunque al comienzo los mahometanos se habían mostrado terriblemente crueles con los cristianos y judíos habitantes de Palestina, en seguida se dieron cuenta de que el flujo de peregrinos a la ciudad era una formidable fuente de ingresos; de tal modo que muy pronto se volvieron tolerantes, a cambio de pesadísimos derechos y pícaro comercio. Entre otros, el de las reliquias, que se dedicaron a fabricar y vender en gran cantidad a los crédulos peregrinos.

Todavía durante los siglos VIII y IX se instalaron, o siguieron viviendo allí, numerosos cristianos que, desde la época de Carlomagno, eran protegidos en sus intereses por los francos. El mismo Carlomagno había comprado el "campo de la sangre" o Hacéldama -el famoso terreno que habían adquirido los sumos sacerdotes judíos con las treinta mon e das de plata que les había arrojado finalmente Judas- para construir en él un hospicio de peregrinos, un mercado, una biblioteca y una basílica. Iglesias y monasterios se multiplicaban, no solo en Jerusalén sino en toda Palestina, tanto de monjes griegos como latinos.

La afluencia de peregrinos comenzó a crecer más aún en el siglo X. Quién por el ansia de expiar algún grave crimen, quién por mortificar su cuerpo con las fatigas del viaje o por venerar y obtener reliquias de santos, eran muchísimos los que se ponían en camino, atraídos por el amor a Cristo y por la fascinación que ejercían los nombres de Jerusalén, Belén, Nazaret, Tiberíades, o el Jordán.

Pero un hecho impactante viene a conmover toda eso: la revolución política que pone a toda Palestina en manos de los fatimitas de Egipto -shiitas- en el año 969.

En efecto, poco después, hacia el 1000 y pico, el califa fatimita Al Hakem , fanático, cruel y extravagante, da orden al gobernador de Siria de destruir el santo Sepulcro y aniquilar en Jerusalén todo cuanto tuviese algún sabor de cristianismo. Basílicas y monasterios caen uno tras otro bajo la piqueta demoledora. Cristianos, y también judíos, ven sus casas saqueadas y sus personas ferozmente perseguidas. No pocos huyen, otros apostatan y, a los que prefieren quedarse, se les obliga a llevar sobre si distintivos infamantes.

El hijo del califa, Al-Zahil , al sucederlo, revoca los decretos de su padre por los mismos motivos económicos de antaño, y se reconstruyen trabajosamente los lugares santos. Pero ya nada vuelve a ser igual: amén de la desolación provocada, el protectorado franco a los cristianos es suplantado por el bizantino que, a partir del cisma de Miguel Cerulario , en el 1054, comienzan a molestar a los occidentales latinos que pretenden reanudar las peregrinaciones.

Pero las cosas cambian aún más atrozmente cuando los turcos seldjúcidas [1], originarios del Turquestán y convertidos a Mahoma, obtienen el califato de Bagdad, cruzan el Éufrates, se apoderan de Cesarea de Capadocia, aniquilan un ejército de 100.000 hombres del emperador bizantino Romano IV Diógenes , entran en Damasco y, en el 1078, arrebatan Jerusalén y toda la Palestina a los fatimitas.

Allí se acabó todo diálogo. Los turcos eran unos verdaderos sal-vajes, para peor, fanatizados por el Corán y con la idea fija de la conquista y la guerra santa. Serán constante y terrible amenaza de la cristiandad durante al menos ocho siglos. Terminarán con Bizancio -la antigua Constantinopla, el Cristiano Imperio Romano de Oriente- y ll e garán incluso un día a sitiar a Viena.

Pero cuando, en aquella época, las atrocidades que cometían los turcos contra los cristianos se conocieron en el Occidente, que poco a poco se iba construyendo como el gran reservorio de la Iglesia y de la cristiandad, el clamor fué unánime. Y no solo por el espanto de los templos destruidos, las religiosas violadas y esclavizadas y las matanzas -solo contenidas al llegar a los más jóvenes, para proveer los mercados de esclavos islámicos y los harenes-; ni tampoco por los desesp e rados pedidos de auxilio de Bizancio; sino por la figura legendaria de una Jerusalén que era todo un símbolo y que daba a todos ganas de llorar y coraje que estuviera en manos de paganos.

Todos sabemos que es en el concilio de Clermont , en el 1095, don-de el Papa Urbano II , describiendo conmovedoramente estos males, hace un llamado a todos los católicos para que acudan en defensa de los cristianos palestinos y para liberación de los lugares santos y, especialmente, de Jerusalén. También conocemos el entusiasmo indescriptible de los reunidos en aquella ocasión, al triple grito de "Deus lo volt", clamoreado en lengua vernácula. "Dios lo quiere".

"Deus vult", en latín, se transformará en el grito de batalla de todos los guerreros que marcharán hacia tierra santa en esos dos próximos siglos, signados con las dos bandas rojas haciendo cruz, cosidas sobre el hombro derecho. "Cruce signatus", signado con la cruz, cruzado.

El 15 de julio de 1099, después de un mes de sitio, y habiendo las vísperas rodeado Jerusalén procesionalmente todos con los pies descalzos, Godofredo de Bouillon logra acercar su torre de madera rodante a las murallas de la ciudad, echar su puente levadizo a las almenas, y saltar por allí, el primero de todos, con su temible espa- da, junto con su hermano mayor Eustaquio de Boulogne . Muy poco después Tancredo abría una brecha en la puerta de San Esteban y Raimundo de Tolosa se apoderaba de la torre de David. [2]

Al día siguiente, esos mismos hombres que habían repartido mandobles a diestra y siniestra acuchillando fatimitas -que el año anterior habian vuelto a arrebatar la ciudad a los turcos-; esos mismos hombres, llorando como chicos, subían al Calvario de rodillas y lagrimeaban con ternura infantil sobre el sepulcro de Jesús.

En estas épocas pacifistas que nos tocan vivir -pacifistas en teoría porque, de hecho, es nuestro tiempo uno de los más sangrientos, despiadados y belicosos de la historia-, en estas épocas, digo, las cruzadas tienen mala prensa. Mas vale sepultarlas en el olvido o referirse a ellas como disculpándonos.

No voy a ponerme esta noche en defensor de estas empresas, pero si rescatar brevemente lo que en la mente de esa gente significaron, aún con toda la mezcla de imperfección y maldad humanas que hubo en su realización.

Jerusalén no era solo una ciudad; por otra parte ubicada en un lugar inhóspito, y sin más atractivo económico que lo que juntaba precisamente en las peregrinaciones.

Para el occidente cristiano las cruzadas fueron siempre económicamente a pura pérdida. Los que ganaban eran los comerciantes que compraban a precio vil los bienes y tierras que los cruzados vendían para poder costearse el viaje, las vituallas y las armas que se necesitaban en la empresa; y también los que ponían los barcos y proveían víveres y pertrechos. Esos hicieron su agosto; no los cruzados: la mayoría de los cuales perecía en la aventura o, si volvían, lo hacían solo con algunas reliquias, sin tierras a las cuales regresar, por haberlas malvendido, y puras cicatrices y deudas. Godofredo había tenido que vender su castillo de Bouillon y, fundado el reino de Jerusalén, no aceptó ser nombrado Rey sino solamente "defensor del santo Sepulcro" -le pareció que era blasfemo usar corona de oro donde el Señor la había llevado de espinas- y vivió austeramente hasta el fin de sus días. Roberto Courte Heuse, conde de Normandía, había empeñado sus ti e rras a su hermano el rey de Inglaterra -lo cual tantos problemas trajo luego a Francia-. Por solo hablar de los grandes. Pero todos hacían lo mismo, y, para peor, lo que se quería vender, por eso, era baratísimo. Sólo era caro lo que servía para el viaje.

Pero Jerusalén atraía por bien otra cosa. Jerusalén se había transformado un poco en prolongación de la presencia física de Dios en Jesús. Es lo contrario de la conciencia panteísta e indistinta de las pseudoreligiones orientales, en donde todo es sagrado, divino -en realidad porque todo es profano-. No: occidente católico distingue perfectamente lo sagrado de lo profano, lo creado del creador. El mundo se presentaba no como algo santo, divino, en lo cual bastaba sumergirse para poder salvarse, como en el hinduismo, en el budismo, o en la mentalidad contemporánea atea, sino como algo limitado. Bello, si, pero cruel, desgastante, entrópico y, finalmente, mortal.

Todos esos cruzados eran descendientes de bárbaros: francos, suevos, longobardos, godos, alamanes, normandos, que, desde la lucha terrible por la supervivencia -tribus trashumantes en continuas guerras, perseguidas por el hambre, por la peste, raza de guerreros concientes de sus destinos de muerte- se habían encontrado recientemente con Cristo, con el amor de Dios, con la esperanza de la vida capaz de vencer a esa muerte que continuamente los acechaba y, por otra parte, con la esperanza, también, de construir, aún en este mundo, mediante el cristianismo, una sociedad mejor.

Y Jerusalén, el santo Sepulcro, era precisamente el lugar concreto, geográfico, sacramental, en donde se les había abierto esa esperanza.

Jerusalén no era simplemente el lugar histórico donde había nacido Jesús: era la ciudad santa donde se había juntado el cielo con la tierra, la vida con la muerte. Era una imagen, un doble, de la Iglesia. Y era centralmente el sepulcro de Cristo el sitio exacto en donde había irrumpido esa esperanza; en donde había sido sepultada la muerte y nacido la verdadera vida.

Guerreros como eran, hombres de pensamientos simples, no vacilaron un momento en emprender esa cruzada. Lo mismo que los peregrinos buscaban desarmados, ellos, soldados, y para proteger esa peregrina-ción mística, lo debían buscar, en estas nuevas circunstancias, también con la fuerza de las armas. ¿No había entendido siempre la Iglesia la vida cristiana como una milicia? ¿No hablaba San Pablo de la lucha, de la armadura de Dios, del escudo de la fé, de la coraza de la justicia, del cinturón de la verdad, del casco de la salvación y de la espada del Espíritu? ¿Acaso la existencia del cristiano no debe concebirse como una pelea a muerte contra enemigos de dentro y de fuera, contra el mal, contra el pecado, contra el dolor? ¿Getsemaní, Gólgota, no son acaso nombres de gloriosas batallas de Jesús?

Y si Pablo podía bautizar esos términos guerreros ¿porqué no bautizar las realidades mismas y vivirlas sacramentalmente, simbólicamente, al servicio de Cristo, de la Iglesia?

La Jerusalén Palestina no será así sino el símbolo, el sacramento de la Jerusalén celeste, de la ciudad que desciende del cielo y que está conectada con la de la tierra, precisamente, a través del túnel iluminado que es el sepulcro vacío de Jesús.

Aún en nuestros días los pocos católicos privilegiados que pueden hacerlo -a pesar de las dificultades económicas, y de las trabas cada vez mayores que ponen a los cristianos los nuevos usurpadores de esas tierras- siguen peregrinando al santo Sepulcro.

Es claro que, apenas defendiéndonos y retrocediendo en nuestros propios territorios cristianos, no es tiempo ciertamente de cruzadas a lo medioeval.

Pero la noche de hoy nos vuelve a llamar, a los aquí reunidos, otra vez, a la conquista de la Jerusalén celeste. Deus lo vult, Dios lo quiere, y lo demuestra con esta tumba vacía de la Resurrección.

El de esta noche santa es una llamado a la esperanza. Es una convocatoria al combate. Es una invitación a la lucha y a la conversión. La luz que se ha encendido en las tinieblas ilumina el estandarte del gran capitán. El cirio pascual es la bandera flameante que convoca a alistarnos en sus filas, a coser en nuestro hombro derecho la roja cruz.

Y es además, segura esperanza de victoria final.

Porque, hoy, Cristo, el primer cruzado, ha conquistado para nosotros la ciudad. Hoy Cristo ha saltado el primero las murallas y las almenas del palacio celeste. Hoy Cristo, Él si, ha recibido diadema y cetro, y ha sido coronado, para siempre, Rey de Jerusalén.

 


[1] Seldjúcidas o selyuqís. Dinastía turca fundada por Selyuq b Duqaq , extendida por el Próximo Oriente y Asia Menor (s. XI-XIV). El éxito militar de la dinastía fué tan espectacular como rápido (medio siglo). Tras conquistar Persia, Tugrif Beg (1038-63), su primer monarca, entró en Bagdad (1055). Su sucesor, Alp Arslan (1063-72), conquistó Alepo y Armenia. En el reinado de Malik Sah (1072-92) el poder selyuqí llegó a su apogeo: Transoxiana, Jerusalén, Damasco y Asia Menor cayeron en sus manos. Los selyuqies decidieron restaurar lo que creían ser el Islam del tiempo antiguo y su dictadura se ejerció, pues, con los shiitas, representantes en aquel entonces de un Islam más tolerante. En la segunda mitad del s. XIII la presión mongol fué en aumento hasta que los turcos otomanos - 'Utman , nombre propio del fundador de la dinastía - suplantaron a los selyuqies.

[2] La Misa que se celebró durante doscientos años en el aniversario de la toma de Jerusalén era la siguiente:

"Introitus: Laetare Jerusalem. Kyrie eleyson. Cunctipotens genitor Deus.

Oratio: Omnipotens sempiterne Deus, qui virtute tua mirabili Jerusalem civitatem tuam de manu paganorum eripuisti, et Christianis tradidisti, adesto nobis, quaesumus, propitius, ut qui sanctam solemnitatem annua recolimus devotione, ad supernae Jerusalem gaudia pervenire mereamur. Per Dominum etc.

Epistola: Surge, illuminare, Jerusalem, etc.

Alleluia: Dies sanctificatus cum Graduali : Omnes de Saba venient, etc.

Evangelium: Cum intraret Jesus Jerosolymam, etc.

Secreta: Hanc quaesumus, Domine, hostiam, quam tibi supplices offerimus, dignanter suscipe et eius mysterio dignos nos effice, ut qui de Jerusalem civitate, de manu paganorum eruta, hanc diem celebrando agimus, coelestis Jerusalem concives fieri tandem mereamur. Per D....

Communio: Jerusalem, surge, etc.

Postcommunio: Quod sumpsimus, Domine, sacrificium ad corporis et animae nobis proficiat salutem, ut qui de divitatis tuae Jerusaslem libertate gaudemus, in coelesti Jerusalem haereditari mereamur. Per D...."

JOANNIS WIRZBURG., Descr. Terrae s. , c. XIII, P.L. 155, 1089.

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