Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1990 - Ciclo A

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN

También el santo Sepulcro fue objeto rabioso de la persecución de los primeros siglos. Arrasada Jerusalén, en el año 70, por el ejército romano de Tito, hijo del emperador Vespasiano, y reconstruida por Adriano como colonia romana -'Aelia Capitolina'- con prohibición de asentamientos judíos en el año 135, poco quedaba de reconocible de la antigua y orgullosa capital judía. Todavía, sin embargo, entre esos años, cuando algunos cristianos pudieron ir regresando a la ciudad, sus lugares sagrados eran fácilmente ubicables, nadie se había ocupado de destruirlos, porque al comienzo eran simplemente eso: lugares sin ninguna especial construcción que los resguardara. Así reubicaron sin problemas el lugar donde había muerto el Señor, el calvario. Así también la sepultura, de la cual nuestros evangelios no guardan solo el recuerdo de los hechos acaecidos en la gloriosa madrugada de la Resurrección, sino, muy probablemente, el reflejo de alguna liturgia o peregrinación que se hacía los domingos al lugar y donde se leían estos pasajes. De esas lecturas rituales dependerán luego nuestros evangelistas para componer sus relatos.

Las cosas se complicaron cuando comenzaron las persecuciones oficiales del imperio al cristianismo surgente. Adriano mandó construir, como dijimos ayer, una ermita en honor a Venus sobre el Calvario, una gran acumulación de tierra con un nicho excavado en ella donde se veneraba la estatua de la diosa. Este lugar fué luego, sin embargo, fácilmente rescatable. En cambio, para tapar la zona del sepulcro se construyó encima un fastuoso templo dedicado a Júpiter-Serapis y a Tiche-Astarté, a donde concurrían muchos paganos. Gozaba de gran prestigio. Tanto es así que cuando el Obispo Macarios, una vez llegado al poder Constantino, solicitó que se demoliera hasta el piso, encontró para hacerlo no pocas resistencias.

Pero, como en esa época no había sindicalistas ni lobbies ni políticos que pudieran oponerse a la voluntad del emperador, finalmente y bajo la atenta vigilancia de la madre de Constantino, Elena, durante el año 327 tiraron abajo toda esa edificación.

Desmantelado el templo y excavada la plataforma que lo sostenía, el calvario se encontró con facilidad. Una elevación rocosa con una gran rajadura que aún hoy puede verse y que se atribuyó inmediatamente al temblor de tierra del cual habla en nuestro evangelio Mateo.

Más tarde, algunas especulaciones de tipo gnóstico afirmaron que el calvario había sido la sepultura de Adán y que la tierra se había abierto para permitir que la sangre redentora de Cristo cayera sobre su calavera. Ese es el origen de que en algunos crucifijos, al pie de la cruz se figure un cráneo y dos tibias: son las de Adán. En el calvario muere el hombre viejo, representado por la figura adánica y renace el nuevo, Cristo Jesús. Claro que esto, aunque teológicamente interesante, es absolutamente legendario. Pero el lugar de la crucifixión está perfectamente localizado.

También cerca fueron encontrados por la emperatriz Elena, santa Elena, tres travesaños de cruz que fueron identificados con los de los tres crucificados del viernes santo. El lugar donde se encontraron se transformó en una cripta que aún hoy se conserva. El leño de la cruz se perdió luego definitivamente en el año 1187 en el campo de batalla de Hattin, cerca de Cafarnaún, cuando fuimos derrotados por los musulmanes y expulsados de tierra Santa; que es nuestra, no de los judíos ni de los palestinos. Algún día volveremos. Un pedazo más o menos grande que se había cortado de la cruz se conserva hoy en la Basílica de la Santa Cruz en Roma, junto con el travesaño del buen ladrón y el cartel de "Este es el rey de los judíos".

Pero lo que en aquellas búsquedas del año 327 no fue tan sencillo de hallar fue la sepultura. En realidad se hallaron varias, entre ellas la que es llamada impropiamente "de José de Arimatea" y que aún hoy puede verse en parte. Ninguno de los excavadores pensó en atribuirla a Jesús, porque contenía muchos restos humanos, probablemente de cristianos que devotamente habían querido ser enterrados vecinos al lugar de la resurrección del Señor.

La única tumba individual y vacía que se encontró fue entonces la que identificaron con la que se buscaba y fue venerada desde entonces como el santo Sepulcro. Compuesta de cámara y recámara socavadas en la misma roca y con una gran piedra circular que tapaba la entrada. Todo eso se limpió cuidadosamente y se custodió bajo un templete de metal. Posteriores invasiones persas y musulmanas destruyeron varias veces el lugar. Y la piedad de los peregrinos hizo también los suyo, porque todos querían llevarse pedazos de la roca. Lo único que queda hoy es la división en dos ámbitos y casi nada de roca. Pero ciertamente es el lugar que en el año 327 se pensó era la sepultura del Señor. Y muy probablemente lo sea.

Y por supuesto que sigue vacía.

Pero los peregrinos de la época patrística y medieval gustaban sobre todo admirarse frente a la rajadura que partía en dos la roca del calvario, el lugar de la crucifixión, la tumba de Adán, el signo cósmico-telúrico del terremoto, testimonio por tanto de la resurrección.

A pesar de lo legendario de esta asociación local, la asociación teológica es correcta. De hecho nuestra liturgia de esta noche también enmarca toda su meditación entre la gran reflexión cósmica y adámica de la primera lectura del Génesis y el anuncio gozoso de la resurrección de Cristo que acabamos de leer.

Porque ciertamente la resurrección de Jesús no es simplemente el triunfo individual de un hombre bueno asumido por Dios que, de premio, le hubiera permitido prolongar para siempre su existencia sacándolo de los muertos. En Jesús resucitado se plenifican todas las aspiraciones del universo y de la materia. Este universo, encaminado por desgaste inevitable del tiempo a la disolución y a la muerte térmica, pero que en un momento de su historia, en este rincón de las estrellas que es el sol y su tierra, ha visto aparecer al hombre como fruto insuperable de la posibilidad de sus átomos, no arrastrará en su destino de muerte a esta su obra maestra. El hombre, suprema realización de la materia, no será llevado con todas las galaxias a la muerte. La desaparición biológica no será capaz de terminar con Adán, con lo humano, porque Cristo Jesús, el Dios abajado a hombre, rota la frontera de la muerte, el límite del cosmos, nos abre las puertas de lo eterno, de lo celestial.

Cristo resucitado es el primogénito de entre los muertos, el que inaugura la nueva era, el nuevo eón, la novísima humanidad renacida a vida divina, en donde todas las riquezas del cielo y de la tierra y de la estirpe de Adán, recreadas, renovadas, escaparán a su vocación de entropía y de muerte.

Hoy festejamos más que la vuelta a la vida del héroe asesinado: festejamos el nacimiento de una nueva humanidad, la inauguración de un universo nuevo, al cual todos nosotros tenemos posibilidad de acceder a medida en que, mediante la muerte al hombre viejo, a sus pecados y sus vicios, a sus egoísmos y sus pequeñeces, y mediante la gracia del bautismo, del alimento celeste de los sacramentos y de las obras buenas, vayamos haciendo germinar en nosotros la semilla de hombre nuevo que florecerá después del penúltimo capítulo, el de la muerte, en el último: el del abrazo de Dios.

El mundo viejo quizá siga en perpetua y desoladora expansión, una vez que toda vida haya desparecido en frío y oscuridad, como predicen los astrofísicos. Pero, para entonces, no habrá solamente una tumba vacía. Todas nuestras tumbas cristianas estarán abiertas, ociosas, vacantes, -pupas, involucros abandonados de larvas, de crisálidas- y las miraremos con regocijo, desde la vida nueva, en la alegría perpetua de nuestra propia metamorfosis y resurrección.

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