Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2002 - Ciclo A

VIGILIA PASCUAL

SERMÓN
Mt 28, 1-10  (GEP 30-03-02)

En esta maravillosa noche de Pascua, la Iglesia vuelve a anunciar alborozada ¡Jesucristo, el Señor, ha resucitado!

Noticia increíble para quienes barajaban en aquella época los destinos del mundo, para los grandes personajes de la época, para los hacedores de historia. Es verdad que Jesús, hijo de hombre, el hijo de María de Nazareth, el llamado Mesías, el hijo de David, era legítimo pretendiente al trono de Israel -entre nosotros, desde el punto de vista humano, tampoco gran título, siendo Israel una nación sin verdadera importancia entre las potencias de la época-. Más aun: seguido apenas por un puñado de discípulos que finalmente se dispersaron, frente a los poderes constituidos, el gobernador imperial, las clases sacerdotales y senatoriales, los dirigentes herodianos, fariseos y saduceos, inerme, sin mando económico ni político alguno, era absolutamente risible en sus inviables pretensiones; tanto que el gobernador Pilato trató por todos los medios de salvarlo. Solo la preocupación, ni siquiera excesiva, de dirigentes que veían en él uno más de los muchos que podían surgir, si los dejaban, como críticos de sus ganancias y poderes corruptos, solo esa precaución, y el querer apagar, por las dudas, el más pequeño foco de rebeldía, sumado al desprecio por la vida humana propia de la época, solo eso, hizo que Jesús de Nazareth terminara ajusticiado, casi anónimamente, sin que nadie diera al asunto excesiva importancia. Un criminal más de los tantos que en esas duros tiempos terminaban en el patíbulo. Excepto los evangelios, ninguna crónica ni noticia ni historia contemporánea a los hechos, recoge el más mínimo dato de ese mínimo incidente.

Si no fuera por los discípulos, por la expansión de la Iglesia, por el número creciente de sus seguidores en los decenios posteriores la memoria de Jesús estaba seguramente destinada a desaparecer de la literatura o de la historia. No había dejado nada escrito como para formar un cuerpo de doctrina. No había conquistado territorios, ni vencido en una mísera escaramuza, como para ser listado en registro alguno de gloriosos guerreros. No había regido más que un grupo de itinerantes predicadores como para sentar plaza en el más pequeño archivo de sabios gobernantes. Solo algunos discutidos milagros, curaciones; discursos y frases sueltas de imponderable pero poco estructurada enseñanza; ejemplo de abnegación a todas luces notable, pero semejante a tantos que, aún en la historia poco escrupulosa y egoísta de los hombres, siempre se dieron.

Tampoco hubiera sido significativo que un número más o menos conspicuo de testigos hubiera visto apariciones de él luego de su muerte. Ni siquiera el que realmente se hubiera constatado lo extraordinario de la tumba vacía. Al fin y al cabo, creencias en fantasmas y aparecidos, alucinaciones y espejismos, siempre los hay y hubieron. Incluso la versión que pretendieron difundir los judíos del robo del cadáver hubiera sido perfectamente plausible y, de hecho, muchos la admitieron. La misma sagrada escritura narraba del patriarca Henoc, que nunca había muerto; de Elías, que había ascendido al cielo. De Moisés, muchos pensaban que, resucitado, con Dios estaba.

Nada de eso, por más inflado que fuera, hubiera podido hacer de Jesús más que, cuanto mucho, un iniciador de escuela, a la manera de Sócrates, de Confucio, de Sidharta Gautama o, a lo máximo, un "fundador" de religión -como hoy se dice- al modo sublime de Moisés, o al modo burdo y mendaz de Mahoma, o de Zoroastro o de Manes o de Lutero o del Reverendo Moon o de Joseph Smith, el inventor de los mormones.

Lo de Cristo es abismalmente distinto de todas estas construcciones ideológicas, rituales, mágicas, morales, más o menos elevadas, más o menos desviadas. Porque antes que una escuela, un credo, una fe, una sociedad conformada a su enseñanza, un hito cultural en la historia, un cambio de pensamiento y aún de era, lo de Cristo es un acontecimiento no solamente histórico, sino cósmico, esencial, que, de pronto, irrumpe en el tiempo y el espacio del universo, de lo humano, no solo para cambiar su rumbo a la manera de una ideología tipo Marx o Descartes, o de un vendaval revolucionario como el de un Alejandro Magno, un Napoleón o un Washington, sino para dar nuevo sentido al vivir de cada hombre y por ello de todo el mundo material que le sirve y que en él alcanza su grado supremo. No porque al modo de las posibilidades de la técnica sea capaz de llevar a lo humano a lo máximo extraíble de si mismo, sino porque precisamente en ese acontecer pascual supera infinitamente todas sus posibilidades.

La resurrección de Cristo es percibida desde el principio -por los que la entendieron y se adhirieron a ella- no como un final feliz de una noble vida y un escarmiento a sus enemigos, ni solo un espaldarazo que diera aval a su doctrina, ni una simple victoria sobre el imperio de la muerte física, sino un portentoso salto de la materia y del hombre al mundo de lo divino, una superación imposible de las posibilidades limitadas de la naturaleza, una plenitud inesperada de la vida humana que, en Cristo resucitado, queda asumida al nivel celeste, al existir trinitario.

El cristianismo no es un mundo de creencias al cual, como a tantos otros, se adhiere la ignorancia del hombre llevado por una cualquier credulidad: es el acontecimiento por antonomasia, es el destino de la humanidad, es el fin para el cual, desde el comienzo, desde el estallido de tiempo, de espacio y de energía y de quarks que marcó hace veinte mil millones de años el comienzo del cosmos, todo fue dirigido por Aquel que está en el origen y fin de la existencia. Cristo resucitado es el destino de la creación; inicio de la nueva y definitiva.

En la hermosa liturgia de esta vigilia de Pascua por eso quiere la Iglesia, primicia de esa nueva creación, marcar con las viejas pero siempre nuevas lecturas de su libro sagrado, los hitos de esa historia que se encamina al Señor Resucitado. Por eso todo se abre solemnemente con el hendimiento de la nada, de las tinieblas del no ser, con el brillo de la luz. El cirio que se enciende de pronto, como estallaron en arco iris rutilantes las radiaciones luminosas tan pronto pudieron escaparse a la fuliginosa gravedad de la masa primitiva y fueron más tarde transformadas en colores en las retinas de los animales y en arte en las de los hombres.

Lo que proclamó el pregón pascual y lució potente en el cirio se hizo palabra en las lecturas. Sobre todo la primera (Gn 1,1-2,2) que, calcada en el lenguaje de los viejos mitos, nos habló del decir de Dios en sol, luna y estrellas, en el bramido de los mares y el pulular fecundo de sus aguas, en vientre fértil de la madre tierra engendrando plantas y en el reptar y trotar de los animales y, luego de lento ascenso de la escala de los vivientes, el aparecer de aquel para quien todo fue hecho, a Su imagen y semejanza.

A su imagen, porque capaz de pensar y de amar, de crear y cantar, de cultivar y escribir versos, pero apenas a su semejanza porque también capaz de odiar y envidiar, de errar y matar, de engañar y traicionar ... y, por lo tanto, y de cualquier manera, morir, signado por una caducidad constitutiva, que lo hace incapaz de hallar árboles de vida en las distintos ofertas de los supermercados de bienes que le ofrece el mundo, la serpiente.

Por eso las lecturas continúan, y el Éxodo (14,15-15,1) nos contó de ese pueblo liberado del odio y la esclavitud de los poderosos, de la esclavitud de las pasiones desordenadas y del pecado, representados por Egipto y el faraón. Pueblo creado por Dios, siempre a su imagen, modelándolo en conocimiento de Él y de su Ley, en conciencia de su dignidad y de respeto a los demás... Pero solo semejanza, apenas esbozo: el pueblo recreado de Israel, nos cuenta Isaías (54, 5-14), se niega a dejarse amar y recrear y modelar "¡Oprimida, atormentada, sin consuelo!" Y el empecinado propósito de Dios: "Por piedras te pondré turquesas, por cimientos zafiros... Todos tus hijos serán discípulos del Señor..."

Imagen de Dios, pero solo semejanza, porque Israel sigue sin dejarse amar por su Dios. No le alcanza dice Ezequiel (36, 16-28) su "corazón de piedra", habrá de recrear en él un "corazón de carne, rociado por agua pura, infundiendo su espíritu"...

El hombre, a través del pueblo judío, sabrá en esa su historia de adhesiones y apostasías, de encuentros e insumisiones, que todo el acontecer del universo no es más que el escenario del drama o tragedia de amor, que Dios ha creado y modela, para que su imagen plena se refleje en el hombre y pueda devolver amor por amor, embeleso por embeleso, beso por beso...

Y, finalmente, llega la plenitud que estalla de luz en el Gloria que esta noche canta la Iglesia entre sonares de campanas, cuando encendemos todos las velas y los focos y los vitrales y nuestros ojos se despabilan por tanto brillo. La luz que ilumina el inmaculado vientre de una virgen, y que se hace palabra y que se hace hombre, ahora si imagen no semejanza, puro icono de Dios en su hijo Jesucristo.

Velado todavía en ropajes mortales de hombre, hermano nuestro, será capaz todavía el ser humano, contra Dios, en el enroscarse de su rebeldía serpentina, de intentar deformar esa intocable imagen: "golpeado y escupido, sin forma ni hermosura, el fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades... como cordero llevado al matadero...(Is 52, 13-53,12)", leíamos el viernes santo. Pero ya en él, imagen del Dios invisible, había algo definitivo e intangible, y aún su cruz, el patíbulo, sus sufrimientos y su muerte, se trocaron en ese árbol de la vida que el hombre buscaba sin encontrar, porque solo Dios se lo podía regalar.

María Magdalena y la otra María encuentran esta madrugada la tumba vacía. La semejanza, el esbozo es ahora pura imagen. Dios ha terminado su obra y el hombre ya no la puede malograr. En Jesús resucitado, luz que ilumina desde hoy al mundo, Dios llama a todos los hombres a realizar el sentido de sus vidas, el único propósito de toda la creación. No hay otro camino, no hay otra vía, no hay otro destino: la imagen, la luz, la verdadera vida; o la torpe semejanza, el remedo, la oscuridad, el morir.

Ni siquiera el viernes santo pudo dañar a nuestro Señor; solo a quienes lo entregaron, lo vendieron, los que se lavaron las manos, los que lo crucificaron. Por eso el arte de los viejos cristianos -piensen Vds. en las cruces bizantinas, en las del arte románico- gustaban poner en la cruz ya a un Cristo glorioso, con los ojos abiertos, casi en gesto de bendecir y regir. Aún en la cruz, el cristiano, ya recreado por Cristo en las aguas del bautismo, iluminado por su luz, sabe vivir el espíritu imperecedero de Jesús, conservar su imagen, promover coloquio de divino amor, abrirse a la gracia que para siempre lo recreará.

No hay dolor, pobreza, enfermedad, absurdo humano, Judas, traidores, políticos corruptos, ladrones que de un día para otro nos confisquen nuestros bienes, que puedan, si nosotros no queremos y si vivimos el vivir de Cristo, torcer el propósito de amor que impulsa omnipotente, desde el mismo origen de la creación, nuestro crecer hacia su perfecta imagen, hacia la santidad, hacia el verdadero vivir en idilio de amor con Él y conseguir lo único importante, la Resurrección, el árbol de la Vida, la eterna felicidad.

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