Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1993 - Ciclo A

domingo de pascua

SERMÓN
(Mt. 28, 1-10)

Es difícil, a la lectura del evangelio de hoy, escapar a la sensación de irrealidad, de sueño, de ambiente feérico, que nos pinta Mateo. En el resto del evangelio todo es normal, cotidiano -a pesar de los milagros, hechos con la naturalidad majestuosa de Jesús-: los personajes son creíbles, las situaciones imaginables, repetibles, cer­canas, previsibles. Podemos representarnos los lugares, casi escuchar las palabras, reconstruir los paisajes.

Oír los relatos de la Resurrección, en cambio, evoca otro tipo de sensaciones: reales, si, pero distintas, preñadas de símbolos, de algo mágico, flotante, impreciso, difícilmente fotografiable ni reproducible.

Relámpagos, temblor de tierra, aparición de un ángel, vestiduras blancas como la nieve, espanto de los guardias, temor de las mujeres... Cosas que, ciertamente, ninguno de nosotros ve todos los días.

Y uno no puede sino preguntarse ¿cómo sucedieron estas cosas? ¿qué pasó allí? ¿Qué hay de rasgos simbólicos en el relato, qué hay de imaginación, qué de objetiva realidad?

Para entender estas narraciones y hoy, especialmente, a Mateo -el evangelista que nos ha hecho llegar el trozo que acabamos de escuchar- es necesario ubicarse en su situación.

Veinte años después de los hechos Mateo ha de comunicarnos, el acontecimiento magno de la Resurrección, que marcó el comienzo de la historia de la Iglesia y del interés universal por la figura de Jesús.

Es consciente de que, sin ese hecho de la Resurrección, nada hubiera luego pasado: el minúsculo movimiento cristiano se hubiera disuelto y desaparecido como tantos otros más, dejando quizá una que otra enseñanza moral, a lo Confucio, a lo Sócrates, a lo Mahatma Ghandi...

La Resurrección es, en cambio, el centro del mensaje cristiano, es la usina de fuerza y luz que mueve a la iglesia, es la explicación sorprendente del para qué de Israel; más aún: del para qué de la historia del hombre y del universo.

Eso Mateo tiene que transmitirlo, con su pobre lenguaje, de alguna manera.

Y los testimonios que le llegan de las apariciones del Resucitado son contundentes, palmarios, inconcusos... y, sin embargo, nadie los relata como una experiencia periodística detectable. Cuando llega el momento de referir los detalles, éstos se escapan, como si fueran in­descriptibles, más allá de la humilde realidad de este mundo, como una irrupción de una dimensión que no pertenece a la cotidianeidad, a lo normal.

Impresiones de estupor, de incredulidad, de miedo, de alegría incontenible... Y, por otra parte, una realidad objetiva, pero casi inasible. Apariciones fugaces, impresionantes, que luego se recuerdan como inefables, pero que después vuelven a dejar al discípulo solo.

El Señor ha Resucitado, si, pero, estrictamente, no ha vuelto a convivir normalmente con nosotros. No se trata de Lázaro, no está otra vez Jesús tomando mate con los suyos al caer de la tarde. Y sin em­bargo no es tampoco una 'aparición', en el sentido común de la pala­bra, ni una visión espectral, ni un fantasma, ni una alucinación: es una realidad: consistente, densa, maciza realidad, imponente certidum­bre, señorial presencia.

Y es que la Resurrección ya no pertenece a esta materialidad escurridiza y cíclica de nuestro tiempo, de nuestra historia, de nuestra vida, en donde el vivir y la existencia se esfuminan en segundos, se despliegan en fugitivos instantes sucesivos, se proyectan desde nuestro yo en abscisas de tiempo y de espacio numerados, se evaporan y disuelven en calendarios que van tachando días y arrancando hojas, se concretan en cuerpos que envejecen, en pelo que encanece, en epidermis que se arruga, en encuentros que se hacen recuerdos y se amarillean en fotografías muertas.

No: la Resurrección pertenece a una dimensión en donde todo es presente, en donde no hay vejez ni morir, ni momentos que se atropellan para sucederse, ni espacios que necesitan recorrerse, ni caminos que han de dejarse atrás. La Resurrección es el panorama permanente y luminoso de valles y montañas entreverados, de soles y de estrellas abrazados, de ahoras persistentes, de juventudes tenaces, de descubrimientos y gozos renovados, de amores frescos y lozanos, de vínculos indestructibles, que vive el mismo Dios en la algazara y júbilo eternos del intercambio trinitario.

La Resurrección, mediante la Pascua, ha llevado a lo humano al plano y dimensión de lo divino. Cristo no solo ha vencido a la muerte: ha alcanzado para nosotros el mundo inmarcesible, florido y jocundo de Dios.

Desde esa plenitud incandescente, bella, de suprema realidad y gozo, dimensión divina y, por ello, aún para nosotros intangible, inalcanzable, Jesús, el Señor, exaltado, transformado, resucitado, se asoma a nuestro mundo en la forma de apariciones que centellean, a los ojos opacos de los discípulos, la realidad directamente aún impercep­tible, de su promoción, de su exaltación.

Los sentidos de los discípulos no están todavía preparados para ver lo que realmente sucedió. Esa transformación que ningún esfuerzo humano podía conseguir, ni ninguna técnica, ni progreso, ni revolu­ción. Eso que solo podía regalar el mismo Dios y que se había hecho anticipadamente carne en Jesús, ocultado en la encarnación, y ahora plasmado plena, fulgurante, y por eso casi invisible, en la Resurrec­ción.

Es como el instante de éxtasis y de arrebato que luego a nadie podemos describir; es la impresión incomunicable del enamorado; es el embeleso del alma frente a una música o poema sublimes; es el gozo rendido del espíritu que luego se nos hace trabajoso relatar a los demás.

Algo de eso sucede a los místicos, cuando, como Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz, intentan comunicar sus experiencias inefables de encuentro con Dios en sus escritos. No saben como hacer, se dan cuenta de que traicionan la realidad que han vivido y, sin embargo, lo han de contar y, para ello, recurren a comparaciones, a símbolos, a figuras.

¿Cómo decir que en la realidad acontecida de la Resurrección se ha asomado a nuestro tiempo, a nuestra prosaica vida, el tiempo de Dios, la dimensión celestial? ¿Qué vio María Magdalena? ¿qué entendió que podía escribir Mateo? ¿No era acaso, en el antiguo Testamento, el 'ángel del Señor' el encargado de abrir a los hombres los secretos del cielo, la dimensión de Yahvé, de aquello que está más allá de las po­sibilidades de lo natural? ¿No es el Ángel del Señor aquel que en la simbología hebrea acerca nuestra ofrenda desde el altar de la tierra al altar del Cielo? ¿Como visualizar, sugerir, que más allá de la cerrazón del tiempo y del espacio y de los límites de las leyes de la física y de la biología, Dios se acercaba a los hombres a través del misterio pascual de Jesucristo? ¿cómo relatar que la vida divina había embargado a Jesús y lo había rescatado y promovido de la muerte, de lo puramente humano?

Y entonces Mateo escribe: "el Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella". Se sentó sobre la lápida de la muerte, con imperio, como el Rey se sienta victorioso en el sitial de su trono.

¿Y cómo describir que todo el universo, que toda la tierra, en esta Resurrección se plenificaba, como sufriendo dolores de parto, como haciendo renacer de si misma aquello para lo cual desde el principio había sido formada? ¿Qué eran, en la literatura apocalíptica, terremotos y tempestades sino el rugido de la Creación anhelando el ser consumada?

"Y se produjo un gran temblor de tierra y el aspecto del Ángel era como el del relámpago". Relámpago y nívea blancura que representan la pureza y luminosidad del cielo que se derrama sobre la tierra.

Y el terror de los guardias es el temor de los hombres cuando más allá de las cosas de la tierra, se abre su mente al abismo de la infinitud de lo divino, de 'lo fascinante y lo tremendo', de lo sublime celeste, de lo abismal de aquello que está más allá de nuestros telescopios y computadoras...

Pero el "no temáis" del Ángel a las mujeres fieles es la caricia cuidadosa de Dios a sus elegidos, para que no nos asustemos de nuestra vocación, ni nos abrumemos por nuestra condición de cristianos, por nuestro don de cielo, por nuestro llamado a caminar hacia Dios. Pequeñas creaturas, habitantes de chozas de arrabales, invitados a vivir en el palacio del Rey.

En un lenguaje preñado de reminiscencias e imágenes del antiguo Testamento, Mateo nos alcanza, en idioma que podamos comprender, el hecho maravilloso e inasible de la Resurrección.

Esa Resurrección que abre nuestro horizonte de vejez y de muerte a la luz inextinguible de la Vida de Dios; esa Resurrección que, me­diante el bautismo, ha implantado, en nuestra existencia de hombres, semilla de existir divino; esa Resurrección que, abriendo el tiempo y el espacio del universo, de la historia y de nuestra vida a la aristocracia trinitaria, nos compromete, a nosotros, bautizados, a encarar noblemente el cotidiano combate pascual, hasta el día feliz y pleno de nuestra propia gozosa Resurrección.

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