Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1989 - Ciclo C

domingo de pascua

SERMÓN

¡Cristo ha resucitado! Anuncia gozosa la Iglesia. Y, sin embargo, no es tan fácil predicar sobre este acontecimiento único. Estamos más cómodos en la Navidad -el niño, la madre, José, el buey y el asno-; es más transparente hablar del Jesús ya grande, en su conocida figura, caminando por sus parajes palestinos, enseñando el bien, curando tantos dolores. El acontecimiento de la Resurrección supera nuestro lenguaje, nuestra posibilidad de asombro, nuestra comprensión. A menos que lo reduzcamos a una simple vuelta a la vida, al mero dejar atrás el episodio poco grato de la muerte, o a la compensación final, milagrosa y algo increíble de los padecimientos sufridos en esa vida.

Se nos escapa el hecho de que la Resurrección es, en el pregón cristiano, el núcleo mismo de su mensaje, sin el cual todo lo demás -enseñanzas, moral, sacramentos, primeras comuniones y casamientos- carecería totalmente de sentido, de significado.

Porque la Resurrección no es simplemente la victoria de Dios sobre la muerte y el comienzo de una vida apacible sin temor a morir. Quiere ser mucho más. Es la superación de lo humano, es el alcanzar por parte del hombre el nivel encandilante de lo divino, es la transformación metamórfica mediante la cual lo humano se hace totalmente permeable a lo divino, en donde las capacidades humanas, sus sentidos y sus quereres se abren al poder gozar no solo felicidad humana sino la felicidad misma de Dios. Es no solamente el espíritu sino la felicidad misma de Dios. Es no solamente el alma sino el cuerpo del hombre transubstanciándose, bañándose, impregnándose de alegría y poder de Dios. Es el paso no a una vida humana interminable sin muerte, sino al gozar jubiloso del convivir trinitario. Todo ello en un mecanismo transformante que supone el abandono y recuperación sublimada de lo anterior y, por ello, la Cruz y la Resurrección.

En realidad la Resurrección es la verdadera Navidad; porque es el nacimiento del hombre nuevo, definitivo, del verdadero adán, hacia el cual apuntaba desde el principio, desde toda la eternidad, el propósito creador de Dios.

La humanidad tal cual nosotros la conocemos es solo una etapa -como en la evolución lo fueron los trilobites o los dinosaurios- hacia la humanidad definitiva de la cual Jesucristo es el primogénito y que inaugura hoy en su nacimiento Pascual.

Tenía razón Konrad Lorenz cuando -aunque en otro sentido- decía: "He encontrado el eslabón perdido entre el mono y el homo sapiens: es el hombre de hoy".

Sí, nosotros somos, modestamente, en nuestra vida actual, el eslabón aún imperfecto, sujeto a dolor y a pecado, a tristeza e ignorancia, a enfermedad y muerte, entre el universo que nos precede en el tiempo de la materia y de la biología, y 'la creación definitiva' que se inicia hoy en la Resurrección de Jesús.

Pero creación definitiva, mundo nuevo, humanidad perfecta que se encuentra no en el futuro temporal de nuestra historia de aquende, -futuro que nos promete la utopía de los políticos o los sueños de la ciencia y de la técnica; futuro en el cual los aquí presentes ciertamente no estaríamos y que lo mismo acabaría un día en la asfixia inexorable de la entropía en aumento, en oscuridades insondables de galaxias apagadas para siempre-, sino que lo nuestro es futuro 'ya presente' en la dimensión trascendente del 'octavo día', del 'domingo perenne' en donde ya reina el Cristo glorioso, y que se nos acerca, en el tiempo y en el espacio, a través del milagro de los sacramentos, y se planta, germinal y luminoso, en cada uno de nosotros, en el renacer de nuestro bautismo. Y al cual se accede finalmente, -Jerusalén celestial, 'nuevos cielos y nueva tierra'- a través del mecanismo transformador de nuestras propias pascuas, de nuestras propias muertes en Cristo Jesús.

La Resurrección, pues, inaugura, prendidas todas sus luces y con salvas y fuegos artificiales, la estación terminal de nuestro propio destino, da luz a todas las estaciones precarias e intermedias de nuestro camino, alienta las fatigas del viaje, consuela las lágrimas de nuestros sufrires y nuestras penas.

Cristo ha resucitado. Allá vamos también nosotros, hacia nuestra terminal de gloria. ¡Aleluya!

¡Felices Pascuas!

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