Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1976 - Ciclo B

domingo de pascua
18-IV-76

SERMÓN

¿Quién no sabe que, normalmente, la vida se desarrolla en medio de contrastes cambiantes de momentos más o menos felices y más o menos tristes? Qué las alegrías no son excesivamente duraderas; y que las penas y problemas acechan en cualquier recodo del camino. El que es campeón hoy, mañana ha de retirarse vencido. Las bellezas habrán tarde o temprano de borrarse a golpes de canas y de arrugas. Los bienes que tanto nos cuesta conseguir apenas un tiempo satisfacen. Todo pasa, se va o se muestra inconsistente. Como dicen los franceses: "Tout passe, tout lasse, tout casse".
También todos sabemos que, cuando la vejez acecha, cualquier cosa cambiaríamos por recuperar la juventud perdida. Y, sin embargo, también en eso nos equivocamos, porque tampoco la juventud, de por sí, es felicidad. Claro, ¡si pudiéramos recuperarla con la experiencia y sabiduría que nos dieron los años! Pero, no es así; y resulta que esos años jóvenes que añoramos también estuvieron –aunque ahora censuradas por el recuerdo que suele recoger solo los momentos felices‑ preñados de aflicciones y pesadumbres. ¡Cuántos complejos, timideces, celos, pequeñas envidias, penas de amor, exámenes, bochazos, tonterías que, siendo jóvenes, transformábamos en problemas enormes!
¡Oh sí! ¿Quién será capaz de mostrarme un solo muchacho o adolescente sin su pena oculta? Pero, es claro, al menos la juventud puede ser feliz en la ilusión o la esperanza: “cuando terminen las clases”, ¡entonces sí! “En las vacaciones”, “cuando me reciba”, “cuando me compre el departamento” “cuando me case”… Y la esperanza, siempre, de alguna manera embellece mi presente.
Pero los años pasan y el tiempo nos dice que ni las vacaciones, ni el título, ni el departamento, ni el matrimonio, ni el auto, ni el gran puesto, ni nada, vienen sin sus correspondientes nubarrones, sin sus fatigas, sin sus problemas. Y, a medida que los años pasan, cada vez nos hacemos menos ilusiones. Y, aun cuando todo vaya de la mejor manera –cosa que nunca pasa, porque los que no tiene problemas se los inventan‑, aun así, todo se demuestra pasajero, fugaz, porque los años vienen sin prisa y sin pausa y, aunque tratemos de no pensar en ello, allá en la esquina final nos aguarda de postre el bochazo final de la muerte.
En el mejor de los casos, digo. Porque basta abrir los diarios para darnos cuenta, la mayoría de nosotros, lo privilegiados que somos en cuanto a felicidad humana. Hambre, terremotos, guerras, espantosas tiranías, odios raciales. Y ‑esto no tan lejos‑ secuestros, atentados, villas miserias, violaciones, bombas, enfermedad.
Si pusiéramos en un platillo de la balanza todas las desgracias de la humanidad y en el otro las alegrías ¿quién duda cuál saldría ganando?

Y uno tendría, entonces, que llegar a la conclusión desalentadora de que el mundo es más bien triste que feliz. Y que aún esa porción de felicidad es perecedera, porque aventada por los años y, finalmente, borrada por la ineluctable muerte.
Y, así, el dolor y la nada parecen constituirse en señores de la historia humana, a pesar de la técnica, a pesar de la ciencia, a pesar de la medicina, a pesar de la ONU, a pesar del futuro que me prometen las revoluciones.
Porque hablar de la Humanidad que progresa o a quien se ofrece el paraíso de las modernas utopías, en nada me consuela a mí, que mañana tengo que enfrentar mi propia, personal y exclusiva muerte.

Amén de que sabemos que ni siquiera la Humanidad pervivirá. Si no destruida por la contaminación o alguna atómica guerra, aunque nos escapemos a otros planetas, paralizados al remate por la entropía.
Y, entonces ¿qué es la vida? ¿Para qué? ¿Solo un diabólico juego de azares y evolución en los cuales por casualidad hemos surgido conscientes a la existencia para enfrentarnos con este panorama más bien triste que debemos recorrer en nuestros largos o cortos años de vida para a la postre morir?

Y si, reflexionando, razonando, llegamos a la conclusión de que hay un Dios ¿quién será este Ser distante que juega con nosotros y nos arroja a este tiempo sin sentido en donde hay tanto sufrir, tanto penar, tanta injusticia, tanta maldad que parece contemplar insensible ‑¡quizá divertido!‑ desde su alto trono? ¿Para qué este dios malvado nos ha puesto en este mundo grisáceo, y, para peor –como burlándose de nosotros‑, insertándonos en el corazón un hambre insaciable de vida y felicidad?

¡Ah! ¡Qué preguntas! Y, sin embargo, son las preguntas fundamentales que ha de hacerse un hombre. Porque sea una u otra la respuesta cambiará radicalmente su actitud frente a la vida. Desde la del escéptico “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, pasando por la del que, hastiado de todo se pega un tiro, hasta la del monje que, puesto que ha hallado el sentido, se enclaustra en un convento o se va a curar leprosos a Sumatra.

Por eso, hoy, en este día de la Resurrección del Señor, los cristianos hemos de reflexionar especialmente en estas cosas para poder cantar, con inmenso gozo, el triunfo de Cristo, que es la respuesta final a todos los interrogantes, a todos los sufrires, a todas los penares.


Pontormo, La Resurrección, 1523-1525. Certosa del Galluzzo, Florencia

Sí, cristianos, el mundo, mi vida, tiene sentido porque es fruto del amor inmenso de Dios. No el azar, no la casualidad, no fatídica conjunción de astros, sino el amor de Dios me ha llamado a la existencia. Y la prueba de ello no son las cinco vías del Aquinate, ni mis pobre reflexión o filosofía, sino el hecho maravilloso de que Dios se ha hecho hombre y, como hombre, ha entregado y recobrado su vida por mí. No el dios lejano, no el dios de los filósofos, no el dios de mis eruditos libros, sino el Dios a quien Jesús me enseña que he de llamar con el nombre de ‘Abba’, ‘querido padre’.

Mi vida, mi existencia es fruto del amor del Padre. Por eso existo: porque Dios me ama. Y para eso existo: para amar. Y si mis obras humanas, mis éxitos mundanos, mis edificios y mis cuentas, caducarán indefectiblemente en ruina y en polvo, sé, empero, que, porque Dios es eterno amor y mi vida es fruto de su amor, todo lo que haga con y por ese amor participará de Su misma eternidad.
Y así ni el odio, ni la envida, ni el poder, ni el dinero, ni la astucia, ni la traición triunfarán, porque todo eso se sustenta en el vacío de lo que no es Dios. Dios es amor y solo el amor, pues, permanecerá.

Por eso, para el cristiano, no existe ninguna otra calamidad sino el pecado, que es lo único que nos aparta del amor.
Sí: es verdad que el mundo está lleno de horrores e injusticias y que aún la vida del cristiano se mueve entre espinas y desiertos y que muchas veces parece triunfar el mal y hasta da la impresión que es más útil ser, en este mundo, malo que bueno, pero es que el amor de Dios no se detiene en estos bienes terrenos disputados por el egoísmo de los hombres y amenazados por el tiempo, los microbios, las calamidades. El amor de Dios no tiene los límites de la tierra, ni del cosmos, sino su propia e inabarcable infinitud y, más allá de esta caduca vida, nos ofrece Su propia eternidad.
Al Cielo estamos llamados, cristianos. Ese Cielo que es lo único que explica y hace coherente nuestra vida y la creación.
Cielo al que hemos de pasar ‑como Cristo‑ por la muerte, porque solamente muriendo como hombres podremos renacer como hijos de Dios. ¿Cómo cabrá, si no, la inmensidad de Dios en nuestros corazones si antes no los vaciamos de nuestro propio yo, en la abnegación, en el morir?
Porque Cristo muere en la cruz en su cuerpo humano, por eso puede resucitar divinizado.
No la resurrección de Lázaro, para seguir arrastrándose unos años más en este mundo; no la resurrección de la medicina ni del trasplante de corazón ni de la penicilina; sino la resurrección a la Vida divina es lo que Dios nos ofrece en la Resurrección de Jesús.

Sí, hermanos, la vida tiene sentido, aunque envejezcamos, aunque enfermemos y penemos, aunque triunfen los malos, aunque muramos, porque el Señor Jesús, que nos habló del amor del Padre, nos ha probado que ese amor no tiene límites y que con ese amor se vence el propio morir.
¿Quién podrá entonces quitarnos desde ahora la alegría? ¿La pobreza, el odio, la opresión, la soledad, mi cuerpo enfermo, el abandono, la muerte? ¡Si Cristo, asumiendo todo eso sobre sus propias espaldas, lo ha extenuado y vencido!
Hoy al menos, en la alegría del triunfo de Jesús ‑aunque después el enfrentarlos nos cueste y nos retuerce de sufrir‑, burlémonos del mal y de los malos, riámonos de cánceres y accidentes, mofémonos de los años que quieren envejecernos y de los esfuerzos torpes de los microbios que quieren destruirnos, miremos sobradores, despectivos, cruces y desgracias, saquémosle la lengua al demonio vencido, guiñémonos con parcas, erinias y euménides, enjuguemos lágrimas y riamos y cantemos.

¡Aleluya! ¡Mi vida tiene sentido! Mis penas, mi propia muerte, significado. Y por eso amaré. Aún crucificado, aún sentenciado, amaré.
Porque el amor hoy ha triunfado.
¡Aleluya, Cristo ha resucitado!

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