Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2000 - Ciclo B

domingo de pascua

SERMÓN
Mc 16, 1-7 (GEP; 23-04-00)

Es sabido que entre agosto y septiembre del año 70, después de haber caído la Fortaleza Antonia y, luego, el Templo -que es incendiado-, la parte occidental de Jerusalén es finalmente tomada por los romanos luchando casa por casa y la resistencia judía cesa allí por completo. Si dentro de los muros todo es destrucción, fuera de ellos -sobre todo cerca de los lugares más abruptos, por donde Tito , hijo del emperador Vespasiano y comandante en jefe de las tropas imperiales, no había intentado el asalto- se conservaban sitios fundamentalmente preservados. Entre ellos un grupo de tumbas rodeadas por un amplio jardín cerca del lugar de las ejecuciones públicas. No eran tumbas en tierra, como las nuestras: las tumbas judías, excavadas en la roca, constaban de una antesala -en donde los deudos se reunían para llorar a sus muertos o rezar o participar de los banquetes funerarios- y del sepulcro propiamente dicho, que solía ser un amplio espacio con dos o tres camas de piedra talladas en la pared de la roca en donde se acostaban los cadáveres semiembalsamados de los recientemente fallecidos, junto a osarios de madera o de piedra donde con el tiempo los reducían.

En el jardín que menciono había una tumba especialmente venerada por la nueva comunidad de los cristianos y que se había ya transformado en lugar de peregrinación. Un sepulcro excavado en la roca y que estaba compuesto por antesala y sala con un solo lecho de piedra, al costado, bajo un arcosolio, más, antes del ingreso, un atrio descendente escalonado que iba a dar al vano de acceso. Este era protegida por una pesada piedra en forma de rueda que se deslizaba frente al hueco y que debía ser desplazada al costado para permitir la entrada. Hacia esos años esa piedra ya estaba permanentemente corrida, puesto que se trataba de una tumba vacía. Tumba nueva y que había sido utilizada una sola vez y apenas dos días, albergando precisamente el cadáver de nuestro Señor Jesucristo.

Hasta entonces la tumba había permanecido indemne puesto que los romanos, al comienzo, protegían a los discípulos de Jesús. El mismo Poncio Pilato que había estado tanto tiempo en Judea y conocía bien las internas judías se había mostrado especialmente benévolo con los cristianos y, a pesar de que no tuvo valor para impedir la condena a muerte de Jesús, porque con las influencias judías en Roma se jugaba su propia carrera, mientras él estuvo en el cargo los judíos no pudieron hacerles nada. Es recién en el momento en que se va, en el año 36, cuando las autoridades judías provocan el asesinato del primer mártir cristiano, Esteban, y más tarde de Santiago, en un período en que el gobierno de Judea está temporariamente en manos de Herodes Agripa y no de los romanos. Curiosamente, basados en esto y algunas otras tradiciones apócrifas, Poncio Pilato es venerado como santo en la Iglesia copta.

Pero, ya fuera de la tutela de los romanos, los judíos de tal manera persiguen a los cristianos que éstos deben abandonar Jerusalén. Recién podrán regresar, luego de la guerra, retomada Judea y convertida en provincia imperial romana, y se instalan en las proximidades de la tumba vacía, cuya localización fue relativamente fácil no solo porque había cristianos que la conservaban en su memoria sino porque las autoridades judías se habían encargado de impedir allí cualquier tipo de culto y con ello doblemente preservado su localización.

El desastre sobrevino sesenta años después, en la segunda y última revuelta judía del año 132 en tiempos del emperador Adriano y en donde otra vez cuatro legiones romanas deben acudir a Judea bajo el comando del general Julio Severo para terminar con los rebeldes. Esta vez los romanos fueron implacables, no solo tomaron Sion sino que la arrasaron hasta el suelo. Transformaron a Jerusalén en colonia bajo el nombre de Aelia Capitolina y la reconstruyeron por completo con todas las características urbanas de una ciudad romana. Se prohibió la entrada a los hebreos -incluidos los cristianos- y se vedaron las celebraciones de unos y de otros. No solo el nombre de Jerusalén fue borrado del mapa, mutado en Aelia Capitolina, sino que el nombre tradicional de Judea fue sustituido por el de Palestina, derivado del nombre de los filisteos que antaño habían ocupado su zona sur-occidental.

Ya habían pasado las épocas de Poncio Pilato: ahora los cristianos se habían transformado a los ojos de los romanos en enemigos públicos número uno. Y en medio de las persecuciones se cierran y destruyen todos sus lugares de culto. Entre ellos la famosa tumba vacía del Señor, a donde continuaban concurriendo multitud de cristianos, bajo la mirada de la décima legión, Fúlminis, que tenía su campamento, ahora permanente, en la vecindad. Finalmente Roma decide terminar con ese foco de fe cristiana y, en el año 136, manda rellenar la tumba, aplanar todo el jardín levantando el nivel un metro, solidificarlo con grava, pavimentarlo y, sobre esos fundamentos, construir un templo nada menos que a Venus, a Afrodita. Allí permanecerá oculto el sepulcro, y a la vez protegido, durante casi doscientos años, hasta que Constantino , impulsado por su madre Elena, ordena su volver a sacarlo a luz en el año 326.

Sobre el conjunto del sepulcro desenterrado y el lugar de la crucifixión Constantino ordena construir un complejo monumental. Para facilitar el acceso a la tumba sus arquitectos hacen excavar la roca, eliminando así el atrio con su escalera y abren al aire libre el ámbito de la antesala haciéndola casi desaparecer. Lo único que dejan intacto es el sepulcro propiamente dicho con su lecho de piedra.

Aquí no termina la historia del santo sepulcro. En el año 614 el monarca sasánida, rey de Persia, Cosroes II , en su fulminante embestida contra el Imperio Romano conquista Jerusalén y entre otras cosas destruye por completo los lugares santos. Reconquista de los romanos, el emperador Heraclio al frente, en el año 629 y vuelta a reconstruir. Pocos años más tarde, el 637, toma de Jerusalén por los musulmanes y nueva destrucción. En el 800 Carlomagno logra, mediante negociaciones con el Islam, el protectorado de los santos lugares y renueva el complejo, añadiendo monasterios, un hospital y varios edificios más que subsisten hasta el año 1010, cuando el intransigente Califa fatimita Al Hakem ordena abatir todas las iglesias de Jerusalén. Del santo Sepulcro y el Gólgota no solo destruye sus edificaciones sino que manda pulverizar a golpes de pico y martillos la misma roca. Es allí cuando desaparece definitivamente la elevación del monte calvario y el techo de piedra del santo sepulcro. De éste solo quedan las paredes y el lecho mortuorio.

La historia posterior se complica entre construcciones y reconstrucciones. Los reyes cristianos de Jerusalén -luego de la reconquista cruzada- reforman completamente el lugar, levantan la basílica cuya fachada aún se conserva y tapizan las paredes y el lecho del sepulcro con lajas de mármol, dividiendo el ámbito en dos. Más o menos esto es básicamente lo que del lugar primitivo llega a nuestros días, guardado dentro de la basílica en un gran tabernáculo de estilo ruso. Allí conmovedoramente estuvo recientemente en su viaje a Tierra Santa Juan Pablo II y casi todos habrán visto el lugar por televisión.

Sea lo que sea de esta azarosa historia del santo sepulcro ella demuestra la veneración que los cristianos han tenido siempre a este signo de la Resurrección. 'Signo', digo, porque lo que la sepultura vacía atestigua es mucho menos de lo que allí de hecho sucedió. Podría conservarse el cadáver de Cristo y ello no hubiera constituido ninguna prueba en contra de la resurrección. Un cadáver, es sabido, no es más que la masa desorganizada y putrescible de moléculas orgánicas e inorgánicas compuestas por los átomos que integraron durante los cinco últimos años de vida a la persona viviente. Es sabido que cada cinco años renovamos totalmente la composición atómica de nuestro cuerpo. No son los electrones y los protones cambiantes los que hacen a nuestro ser, sino nuestra persona.

La Resurrección no es pues la reviviscencia de un cadáver. Lo que afirma el cristianismo con el acontecimiento pascual de la Resurrección de Cristo es que la individualidad humana de Jesús, con toda su identidad, ha trascendido las fronteras de este mundo mediante su muerte asumida voluntariamente como ofrenda de si mismo, y alcanzado, por ello, la vida misma de Dios, más allá de este tiempo y de este espacio, inaugurando los nuevos cielos y la nueva tierra a la cual estamos todos llamados. La desaparición de su cadáver es solo una señal milagrosa de esta triunfal superación de la muerte -ya que nosotros la asociamos siempre con un cuerpo muerto- y signo de la victoria definitiva de la vida.

En realidad lo que hace manifiesta la Resurrección, no es la tumba vacía, sino las apariciones de Jesús, la evidencia de su nuevo estado al asomarse a este mundo ante los ojos de los discípulos y la vida nueva que insufla en espíritu a los cristianos y a la Iglesia.

La Resurrección no es un acontecimiento pasado, porque en el nuevo estado de Cristo no hay pasado ni futuro, sino permanente presente. Por eso hoy mismo, aunque nuestro cerebro no pueda percibirlo en su estado actual hasta que nosotros mismos no hayamos sido transformados y resucitados, podemos alcanzarlo en los sacramentos, en la oración, en su presencia viva entre nosotros, en los signos de los milagros y, sobre todo, en la vida de los santos y de la Iglesia.

Pascua significa, para nosotros, que no estamos definitivamente atrapados en la trampa de nuestra biología, en el límite de nuestras penas y enfermedades, en los tironeos mezquinos de nuestra naturaleza llena de rencores, envidias y egoísmos, en los padecimientos que nos infieren las incomprensiones o maldades de los otros o los que inferimos a los demás, sino que, en unión de amor con Jesús en la entrega de si mismo, podemos también nosotros alcanzar, mediante su gracia, el verdadero vivir y la felicidad.

El sepulcro vacío de Cristo hoy nos señala que, aunque nuestras tumbas se hayan de llenar de nuestro polvo, la muerte puede no ser nuestro definitivo destino, si con júbilo pascual nos unimos en la fe, la esperanza y la caridad al mismo poder del amor de Dios que sentó hoy a su derecha e hizo rey del universo al Señor Jesús.

Felices pascuas.

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