Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1997- Ciclo B

6º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan 15,9-17
Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros»

SERMÓN

Para el mundo griego, que ponía toda la dignidad del ciudadano, del verdaderamente hombre, en la libertad, en el ser dueño de uno mismo, en el poder disponer de si a su antojo, no había nada más ignominioso en cambio que ser esclavo, siervo, doulos , en su idioma. Eso no era propio de griegos, sino de extranjeros, de bárbaros; tanto es así que la diferencia entre griegos y no griegos, es decir entre griegos y bárbaros, era prácticamente sinónima a la que existía entre hombres libres y esclavos.

Y no era que servir a los demás no fuera elogiado entre los helenos, pero una cosa era servir libremente, para lo cual se usaban otros verbos, diakonein -de donde viene nuestra palabra diácono- o liturgein -de allí nuestra palabra liturgia- y otra servir servilmente, por obligación, por imposición.

Es verdad que Platón por ejemplo puede llegar a usar el término esclavo, siervo, en buen sentido como cuando, paradojalmente, habla de que el ciudadano, para ser verdaderamente libre, debe ser "esclavo de la ley", y lo decía precisamente para limitar la arbitrariedad de la libertad de los sofistas -que eran los anarquistas o liberales de su época- libertad que para Platón no era sino libertinaje. También entre los estoicos se llega a hablar positivamente de 'servir a los dioses', sin embargo tan despreciable es el término esclavo que jamás se habla de ser esclavo de los dioses.

Asimismo Israel, cuyo nacimiento como nación ha consistido raigalmente en la liberación de la esclavitud de Egipto, tiene clarísima conciencia de la dignidad de su libertad.

Pero, en Oriente medio, el término doulos , esclavo, no sonaba tan mal porque servía también para expresar la relación del súbdito con el rey. Y hasta los empleados de mayor categoría son, frente al rey, siervos, esclavos. El visir del Rey de Babilonia lleva como título "siervo o esclavo del rey". Es justamente por ese lado que el título de esclavo, de siervo, puede recibir una connotación honorable y, de hecho, en el AT lo llevan hombres importantes como Moisés, David o los profetas: ellos tampoco dudan en llamarse "siervos o esclavos de Dios".

Esta terminología ceremonial y cortesana, pues, termina por utilizarse en el lenguaje religioso de Israel para determinar la relación del hombre con Dios. El israelita expresa su conciencia de la infinita distancia y a la vez de la completa sumisión a su Señor, designándose a si mismo doulos , siervo, esclavo de este Señor. Pero este Señor, Dios, no sale al encuentro de los suyos como un déspota oriental, sino como su guía, su juez, su salvador. Por esto el concepto de 'siervo de Dios' aunque conserva la idea de sumisión, pierde en Israel el carácter de indignidad. De hecho Israel se da cuenta de que la condición de su libertad frente a los tiranos y poderes y esclavitudes de este mundo, se basa justamente en reconocerse servidores, esclavos, únicamente del Señor, de Dios. Servir al verdadero Dios los protege de ser esclavos de cualquier otro diosesito o poder de esta tierra.

El nuevo testamento conoce por supuesto el significado negativo del término esclavo como realidad sociológica, aunque frente a Dios ya se haya acabado según San Pablo todo distingo entre judíos y griegos, hombres y mujeres, esclavos y libres. El término esclavo, siervo, empero, alcanza su especial perversidad cuando esa esclavitud se refiere a acciones o hechos que quitan en lo hondo la libertad del cristiano: de allí que sea totalmente contrario a la libertad, dice el mismo Pablo, ser esclavos del pecado o esclavos de las pasiones o esclavos del estómago o esclavos del miedo de la muerte e incluso esclavos de la vieja ley. En cambio Pablo se siente bien orgulloso de llamarse a si mismo esclavo, doulos, siervo, del Señor Jesús. Más aún, por amor a Cristo, dice, me he hecho esclavo de todos.

Pero a esta valoración del concepto de esclavo se ha llegado porque el mismo Jesús se ha aplicado a sí el término de esclavo. 'Cristo se revistió' llega a decir la epístola a los Filipenses, de la condición de esclavo ' y aún termina por morir como un esclavo en el suplicio propio de los esclavos que era, en aquella época, la cruz.

Cruz que Jesús mismo interpreta como un acto de servicio cuando, en la última Cena, lava los pies a sus discípulos, trabajo propio de esclavos, prohibido a los judíos, como expresión del amor de servicio que caracteriza su vida de hombre entregado a los demás.

El servicio mutuo, la diaconía, el ayudarnos los unos a los otros, se sublima en el cristianismo como la más noble de las actividades, la traducción concreta y palpable del amor. "Servir es reinar", terminará por afirmar la Iglesia; donde su autoridad suprema se honra con el nombre de "siervo de los siervos de Dios".

Sin embargo aún cuando la palabra servicio, esclavitud, alcance en estos contextos esta carga noble y positiva, ni siquiera así quiere caracterizar finalmente Jesús sus relaciones con los suyos. "Ya no os llamo siervos, doulous , sino amigos".

Aquí sí que entramos ya no solo en un terreno novedoso, sino sorprendente. Alguna vez, excepcionalmente, en el AT se había hablado de Abraham y de Moisés como amigos de Dios, pero que esa amistad ahora se extienda a todos aquellos que tiene fe en Jesús, a sus discípulos, indiscriminadamente, esto ya pasa a ser una de las afirmaciones más inconcebibles del cristianismo.

¡Ser amigos de Dios! Ya sabemos que el amor es el precepto más grande de la ley y que en él se resume todo el vivir cristiano. No nos choca decir "amar a Dios"; aunque sepamos que nuestro corazón no pueda educir jamás un acto de amor suficiente hacia El, porque también podríamos decir que un súbdito ama a su soberano, un servidor a su dueño. Tampoco nos asombra -aunque en realidad deberíamos asombrarnos- de que Dios nos ame y nos quiera a pesar de nuestra pequeñez. También nosotros podemos querer a nuestros inferiores, a nuestros criados, a nuestros dependientes, y aún a nuestros animales domésticos... Pero ¡¿amigos?!: la amistad supone mucho más que el amor: supone amar y ser amado, -bien lo sabemos nosotros que tantas veces amamos, desesperadamente, sin ser correspondidos-; supone, también, una cierta igualdad entre los amigos, -¡cuántas amistades de chicos no hemos tenido que después de grandes no pudieron continuar porque se abrieron entre nosotros diferencias enormes de posición, de clase, de educación, de dinero!- igualdad no solo de rango, sino de caracteres, de aspiraciones, de gustos... La amistad, finalmente, supone objetivos comunes y una cierta convivencia.

¿Es posible, pues, ser amigos de Dios en este amor mutuo, 'amatio' et 'redamatio' decía Santo Tomás, en esta igualdad, comunidad de fines, convivencia con el Señor, que supone la amistad?

Y quizá, antes todavía, ¿de qué amor se trata? ¿el amor de atracción de un hombre por una mujer? ¿el de padre a hijo? ¿el deseo o el sentimiento que nos lleva a apegarnos a alguien?

¿Acaso Dios puede ser atraído por alguien, sentir deseo de poseer algo o a alguien? Querer algo para uno ¿no es ya síntoma de pobreza, de carencia?

No, el amor de deseo, el need love como le llamaba Lewis, no es propio de Dios. A Dios, plenitud del ser y la belleza, nada pueda perfeccionarlo, nada se le puede añadir, nada puede necesitar. Su amor es pura donación, afirmación del otro, búsqueda del bien ajeno: amor de benevolencia, como lo denominaba Aristóteles, el gift love de Lewis. Con ese amor Dios ama a todo lo que no es su propio ser y que Él asienta en la existencia precisamente mediante ese amor que nos crea, amor extravertido de pura donación. Somos porque Dios nos ama, no que nos ame Dios por lo que somos. No es lo bueno en nosotros lo que motiva a Dios a amarnos, sino que es el amor de Dios el que nos hace buenos.

Así deberíamos amarnos también entre nosotros, para realmente amar. El cristiano que ama -y que ama aún a su enemigo- lo recrea con su amor, obliga al amado a ser bueno, lo hace bueno con su querer. También nosotros deberíamos querer a los demás no porque son más o menos buenos, sino para hacerlos buenos.

Todo otro amor -de búsqueda, de placer, de sentimiento, de afectividad, de interés- es amor inferior -y a veces malo-. Es el amor de benevolencia -el que quiere, afirma y promueve el bien y la perfección del ser amado- el que, integrando los demás amores, aún el de deseo, como por ejemplo en el matrimonio, los lleva a su perfección.

Pero ¿podemos así nosotros querer a Dios, para que ese amor asegurado e incondicionado que el nos tiene, se transforme en amistad, en amor que se entrecruza? ¿acaso puedo querer el bien de Dios? ¡Por supuesto! porque la benevolencia no solo es buscar el bien del amado, sino gozarse en su bien cuando alcanzado, regocijarse en su perfección, en su gloria. ¡El amor orgulloso de la madre aún analfabeta cuando se recibe su hijo el doctor!

¡Claro que puedo y debo amar a Dios, gozarme de su gloria, buscar los mismos fines que el busca cuando ama a sus criaturas, tratar de compartir en gozo ese su amor! " Os he dicho esto para que mi gozo sea el vuestro, y ese gozo sea perfecto "

Ciertamente que para eso no me alcanzan mis fuerzas naturales, el límite finito de mi pericardio, el débil amor de mi humano querer, pero precisamente el evangelio de hoy sigue inmediatamente a la parábola de la vid que escuchamos el domingo pasado: el amor de Dios que nos crea no es solo una fuerza que nos sostiene en el ser; mediante el bautismo se hace savia potente, en nosotros sus sarmientos, y tomando nuestros tibios afectos y libidos los hace capaces de ser vehículos del vendaval de amor de su propio existir. El amor cristiano no es cualquier amor, es la virtud ¡es decir la fuerza! teologal de la caridad, que ya no es puramente humana, sino participación sobrenatural del mismísimo querer divino.

Realmente Dios se hace, en Cristo, amigo mío porque, ya asegurado su amor por mi, me da la posibilidad de amarlo a mi vez desde su rango, su posición, su riqueza, que ha hecho míos por la gracia, por haberme adoptado como hijo, hermano de Cristo el Señor. Y no es que Dios, como un rey que sale de su palacio, como el patrón que se digna visitar la matera de los peones, condescienda a visitarnos en nuestras villas miserias; no: nos eleva a la nobleza de su Hijo y nos invita a vivir en su casa.

Tampoco el de esta amistad es un amor cualquiera, porque está medido por el bien que Dios quiere para los suyos: no cualquier bien inferior de esos que nosotros, obtusos, buscamos ansiosamente, sino nada menos que acceder a su propia gloria, a su propia perfección. Como no es al amor cualquiera aquel a que me impulsa cuando nos dice "que os améis los unos a los otros". El amor que nos manda que nos tengamos es el que busca la perfección y la santidad para el amigo, para el hermano, para el hijo, para el marido, para los demás...

¡Que tragedia que la palabra amor sirva para designar tantos afectos bobos, tantas tonterías, tanta estupidez sentimental, tanta atracción frívola!

Dejémonos amar por Dios, por Jesús. Que Él, que nos ha elegido antes que nosotros lo amemos y elijamos a El, nos ayude a devolverle ese amor en amistad, en ese servicio de hombre libre que devuelve el querer del otro en lealtad, compromiso y frutos. Y que esa amistad llene de gozo nuestra vida cristiana, nos impulse a cumplir los deseos del amigo y, en la oración -coloquio de los amigos- nos siga revelando sus secretos y nos inunde, contagie, enferme, de su amor.

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