Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001- Ciclo C

6º domingo de pascua
(GEP 20-05-01)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 14, 23-29
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que vosotros oísteis no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho. Os dejo la paz, os doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquietéis ni temáis! Me habéis oído decir: "Me voy y volveré a vosotros". Si me amarais, se alegraríais de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Os he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, creáis»

SERMÓN

            Las últimas crónicas del viaje del Papa a Oriente consignan, entre otras cosas, en Siria, el primer ingreso de un obispo de Roma en una mezquita. Se trata de la mezquita de los Omeyas en Damasco, del siglo VII, una de las más antiguas del mundo árabe y, ciertamente, el gesto resulta sin precedentes en la historia de la cristiandad y del diálogo interreligioso.

Lo que no parece haberse destacado lo suficiente es que, si bien Juan Pablo II ha aprovechado este viaje para limar asperezas con las iglesias hermanas de Oriente y el Islam, su intención primordial fue la de peregrinar no solo por territorios recorridos en sus viajes apostólicos por San Pablo, sino visitar sitios en donde, antes del devastador y pauperizante ingreso de los musulmanes, la Iglesia Católica pastoreaba extensas cristiandades, civilizaciones fastuosas y prósperas poblaciones.

Al fin y al cabo la mezquita visitada por el Papa no era sino una antigua iglesia cristiana construida sobre la tumba de San Juan el Bautista usurpada y depredada por los musulmanes. No hay que olvidar que el Bautista, para el ingenuo Corán es uno de los tantos profetas de Alá, como Cristo y Mahoma. De todos modos el diálogo interreligioso no llegó a tanto que el Papa y el gran Muftí pudieran rezar juntos, cosa que los fundamentalistas musulmanes impidieron. El Papa, en el fondo, rezó en la vieja iglesia cristiana; el Imán, en su aljama.

Bajo la pax romana y cristiana Siria había gozado de una estabilidad política y de una prosperidad económica no igualada en los siglos pasados y que no alcanzaría nunca más, ni aún en nuestros días, después del expolio islámico.

Su riqueza era debida al cultivo en gran escala de los cereales, de la vid y del olivo, esenciales para el abastecimiento de los grandes centros urbanos del Imperio.

Los vinos de El-Bara y de Kermin eran muy apreciados en Roma y en las Galias. La vasta región de Horán , al sur de Damasco, era uno de los graneros del mundo. En cuanto al aceite de oliva, que figuraba en todos los intercambios comerciales de la época -como vuelve a comprobarlo la arqueología submarina en donde no hay barco comercial hundido en donde no se encuentren decenas de ánforas de aceite-, se sabe que era la base de la alimentación de entonces. No solo: también se utilizaba para la lubricación e iluminación nocturna de las grandes urbes. Antioquía, por ejemplo, estaba orgullosa del alumbrado de sus pórticos y calles durante la noche, que rivalizaba con la claridad del día. " Aquí, - escribe Libanikus en su Antiochikós-, la noche no se distingue del día si no es por la naturaleza de la luz ". Y por lo menos Éfeso, Alejandría, Constantinopla y Roma tenían sus calles iluminadas. Estamos en el siglo III. Piénsese que en Buenos Aires la iluminación nocturna, también mediante lámparas de aceite y solo en el centro, la introdujo recién el Virrey don Juan José de Vértiz y Salcedo a fines del siglo XVIII. Aquella época, pues, consumía fabulosas cantidades de aceite y este se producía, precisamente, en el norte de África y en Siria. El aceite llegó a ser como el petróleo de hoy, un producto indispensable en la economía mundial. A finales del siglo VII cuando los musulmanes asolaron Siria y se paralizó la navegación en el Mediterráneo Oriental, Europa se quedó sin él. Fue como una especie de súper crisis del petróleo. Es entonces cuando en la iluminación de viviendas, palacios e Iglesias se sustituyó el aceite de oliva por la cera. Una de las consecuencias de la falta de aceite sirio en Europa es pues el que aún actualmente utilicemos velas en la liturgia católica. Vamos a ver qué cambios veremos en nuestro mundo cuando se acabe el petróleo.

Siria, pues, estaba en aquel entonces cubierta de ciudades riquísimas, unidas por calzadas romanas, algunas de las cuales aún siguen en uso después de diecisiete siglos. Baste recordar que en el centro de la inmensa estepa oriental, región hoy casi deshabitada y estéril, florecían en la época cristiana, en medio de tierras cultivadas que se extendían hasta el borde del desierto, mucho más al este de los límites actuales, las importantes ciudades de Palmira, Rasafe, Anderín..., centros caravaneros y emporios de riqueza. Hoy deSpués del azote musulmán, no son más que inmensos campos de ruinas, vestigios de un pasado glorioso. Ruinas, entre otras edificaciones, de monasterios e Iglesias.

Quizá no sea tan conocido entre nosotros el que, paralelo al movimiento monástico de Egipto -en la opinión común origen del monacato-, fuera Siria uno de los lugares de inicio y florecimiento de la vida eremítica y de cenobios. En realidad es allí en Siria donde aparecen esos originales santos que, para los lectores de las viejas hagiografías, aún hoy nos llenan de un algo risueño asombro. Por ejemplo, monjes que vivían en las copas de los árboles -los dendritas-, y que, para no caerse, se ataban de una pierna a las ramas, de tal modo que si perdían el equilibrio durante la noche quedaban colgados de ella. Mucho más cerca de nosotros, el mismo San Antonio de Padua, que había oído hablar de éstos dendritas, se hizo construir una especie de cabaña entre las ramas de un gran nogal y allí paso los últimos días de su vida.

Estaban también los estacionarios que se condenaban a la ' statio ' o inmovilización absoluta. Se imponían como regla estar siempre de pie, sin hablar ni alzar los ojos, ni extenderse para dormir. Cuando ancianos, se valían de bastones como sostén o apoyaban su cuerpo en la pared. Muchos de ellos al fin de sus días no podían más y terminaban sus vidas de rodillas.

Otros eran los acemetas -del griego ' akemetoi ' o 'los que no duermen', que vivían en comunidad y se turnaban por grupos en el coro con el fin de asegurar, día y noche, la laus perennis -la alabanza perenne-, o la recitación continua del oficio divino. Algo así como la adoración perpetua de nuestros días. Interpretaban a la letra las palabras de Jesús: " Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer " (Lc 18, 1). El tiempo no ocupado por la oración lo empleaban en el apostolado y en el servicio de los necesitados.

El cenit de la más ruda ascesis fue alcanzado por los monjes-pastores - boskoi , en griego-, que según el historiador Sozomeno vivían a la intemperie caminando en cuatro patas como los animales y alimentándose de hierbas que pacían a la manera de las ovejas.

Otros desconcertantes anacoretas que poblaron las soledades sirias fueron los dementes , dementes por Cristo - saloi en griego-. Para practicar la humildad y el desprecio de si mismos vagabundeaban de día por los pueblos haciéndose pasar por débiles mentales. La noche la consagraban a la oración solitaria e intensa. El más famoso de ellos fue san Simeón el Loco, cuya vida fue escrita por su contemporáneo Leoncio, obispo de Neápolis. Recordemos que muchos siglos más tarde San Francisco de Asís, para que no lo tomaran por santo, se hacia a veces pasar por loco, intentando ser despreciado por la gente.

No dejemos de nombrar tampoco a los hipetros, monjes que vivían a la intemperie encerrados en recintos sin techo, hechos de piedra, en donde el sol los asaba en verano y el hielo les torturaba en invierno. El más famoso de los cuales fue San Marón que vivía al aire libre en el períbulo de un templo pagano.

Pero, para terminar este muestrario -que, por supuesto, era contemporáneo y paralelo a movimientos monásticos más regulares y razonables que pululaban por toda Siria en las regiones de Antioquía, Calcis, Apamea, Ciro, Zeugma, Harran, con cientos de monasterios de los cuales hoy subsisten imponentes ruinas-, nombremos finalmente a los famosos estilitas , es decir los que vivían sobre columnas, stylos , en griego, que contrariamente a los que hemos nombrado y se apartaban al desierto, vivían alejados del mundo pero hacia arriba, en medio de poblados o en la vecindad de las ciudades, donde, al mismo tiempo que aislados para orar, podían, desde su altura, de tres a dieciocho metros, predicar a los que se reunían para escucharlos a sus pies. Hoy vemos los restos de estas columnas diseminados por toda Siria. Empezando por la base de la columna de San Simeón el Estilita sobre la cual hacia el fin del siglo V los emperadores de Bizancio erigieron una grandiosa basílica cuyos vestigios aún permanecen en pie. O la columna entera, aunque caída de Kimar, 16 metros y medio. O la de Radwe de 14 metros, precipitada al suelo por la violencia de un terremoto. En estas columnas, antiguas o nuevas, levantadas a propósito para ese fin, con su base, su fuste y su capitel, los estilitas construían, en su extremo superior, una base de madera con barandas, unida al suelo por una escalera por donde podían ascender, uno a uno, visitantes y penitentes. Desde esa plataforma, de donde nunca se movía, el monje predicaba a las multitudes o curiosos que se reunían a su alrededor. Simbólicamente les hablaban desde el cielo, de donde ellos, sin techumbre alguna, recibían o los rayos candentes del sol o las nevadas y celliscas. Más de un estilita murió fulminado por un rayo o apedreador por el granizo. Pero su testimonio admirable de ascetismo, su vida de oración, su conocimientos de las Escrituras, impresionaba a las multitudes, que veían el contraste entre la vida muelle y rumbosa de la ciudad, con la pobreza y despojo de estos verdaderos testigos, mártires de Cristo.

Hoy todo esto nos parece singular y uno se pregunta cómo puede condecir con una verdadera vida cristiana hecha, sin desmedro de la oración, de compromiso con los demás y ayuda a los necesitados. Pero aunque esto no fuera ajeno al propósito de estos anacoretas -ya que, además de su predicación y testimonio, su fama atraía la protección y benevolencia de los pudientes de los cuales siempre conseguían ayuda para los menesterosos, conmoviendo sus corazones-, lo que los llevaba a estas, para nosotros, extrañas vidas de oración eran precisamente pasajes como los que hemos escuchado hoy del evangelio de San Juan.

Sabido es que en el esquema más simplista de los evangelios sinópticos la muerte y glorificación de Cristo iniciaba la espera de su segunda gloriosa venida cuando llegaría a inaugurar definitivamente el Reino de los últimos tiempos. La espera de esta su definitiva epifanía era la esperanza misma de los cristianos. Mientras tanto había que vivir en el mundo integrado a la Iglesia y bajo la guía y autoridad de obispos y presbíteros.

El evangelio predicado por Juan, el discípulo amado, vive de otras expectativas. Para Juan, aunque se espera la revelación plena de los hijos de Dios que se producirá más allá de la muerte de cada uno, ya de alguna manera todo está realizado. El Señor no solo ha resucitado y ha sido glorificado, sino que ya ha regresado mediante su Espíritu. De alguna manera, para Juan, el Reino ya está presente entre nosotros.

Cristo ya ha vuelto en la figura del Paráclito.

Paráclito era un antiguo término griego, transliterado sin traducir al hebreo por los rabinos, y que designaba al que era llamado al lado de uno para ayudarlo, asesorarlo, especialmente en procesos judiciales. Convocado al lado, 'ad-vocatus', abogado, defensor, instructor. En el nuevo testamento el término solo aparece en los escritos de Juan. Y es que la veneración que tenía la comunidad johánica por el discípulo amado hizo que, una vez muerto Cristo y resucitado, pensaran que era él, Juan el Cohen, quien, como paráclito, es decir abogado, representante, reemplazaba vicariamente la añorada presencia de Jesús.

Esa veneración, a medida que pasaba el tiempo y el discípulo amado alcanzaba patriarcal ancianidad -tanto que se pensó que no moriría-, creció exageradamente. Seguramente Juan habrá sufrido horrores ante esta desmesurada consideración de sus seguidores que, en realidad los apartaba de sus enseñanzas. Como ya hemos dicho en anteriores domingos, la iglesia que Juan concebía era fraterna, igualitaria, sin más autoridad que la del único pastor, Cristo Jesús. En principio ninguna potestad humana debía mediar esta relación directa entre el cristiano y el Señor. El Espíritu del Padre y del Hijo debía ser quien, enseñoreándose de los discípulos, inspiraría directamente las decisiones a tomar, enseñaría a los corazones, precisaría las dudas doctrinales, sin necesidad ni de Pedro ni de Juan ni de ningún otro maestro. El, el Espíritu, sería el único paráclito, el único doctor, el único obispo.

Por eso, cuando Juan percibe que, a pesar de todo, es a él a quien se consulta para todo y que, en lugar de depositar su confianza en la oración y la reflexión, todos se le acercan para solventar sus dudas, se preocupa terriblemente. Es aquí donde, casi en tono de reproche, nacen estos pasajes únicos de los capítulos 14, 15 y 16 en donde Juan rechaza para si el apelativo de paráclito y afirma que el único y verdadero paráclito, abogado, es el Espíritu Santo, el espíritu de Jesús.

Y, aunque luego los discípulos de Juan, unidos al resto de las iglesias apostólicas, entraron a formar parte de la gran Iglesia, asimilando también la autoridad humana, la jerarquía, el magisterio, es este dinamismo impreso por el discípulo amado a la vida interior, al contacto con Cristo, a la vida superior del espíritu, la que inspiró el nacimiento del monacato, de la vida religiosa, ese mundo casi aparte, separado de la Iglesia jerárquica y de la vida común de los cristianos agrupados en estamentos eclesiásticos, diócesis y parroquias.

Es que, para Juan -tal cual lo hemos dicho-, los últimos tiempos han llegado ya y Cristo está presente, mediante su Espíritu, sin necesidad de ninguna segunda venida futura, en la vitalidad de su Pueblo, de sus discípulos. Eso lo vivenciaban monjes y anacoretas llevando vida singular, extraña a las convenciones de este mundo ya caduco, vetusto, y viviendo, con apariencias exteriores anormales, casi extravagantes, la dimensión definitiva del espíritu.

Muerto ya para esta tierra en la pura atmósfera del amor a Dios, el monje, a la intemperie de los cobijos del aquende, vivía esa habitación que el Padre y el Hijo prometían a quienes hicieran su voluntad. Al mismo tiempo disfrutaba de esa paz -en hebreo shalom , plenitud de bienes-, que Jesús le daba y que ni comparación tenía ni tiene con todos los bienes que pudiera regalar este mundo. Paz y bienes "no como las da el mundo": Desde esas alturas simbolizadas en sus torres, campanarios, columnas, monasterios edificados en las cumbres, alejados de la ciudad, los monjes nos hablan de ese cielo que ya ellos viven en la tierra y frente al cual este mundo -aún la riquísima Siria de entonces, aún nuestra opulenta sociedad del consumo-, se torna despreciable.

No todos los cristianos están llamados a vivir en concreto de esta manera, ni siquiera al modo mitigado como los religiosos y monjes de hoy viven sus desataduras de este mundo, pero todos -a pesar de nuestras tareas, inquietudes terrenas y estudios-, hemos de intentar, en sacramentos y plegaria, en intensa vida de oración, llevada cotidiana y largamente, albergarnos en esa paz y comunión con Dios que es fruto de la inhabitación del Espíritu de Cristo, nuestro único Paráclito.

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