Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005 - Ciclo A

4º domingo de pascua
(GEP 17/04/05)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 1-10
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz» Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: «Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia»

SERMÓN

Suele decirse que todos nuestros males vienen de la falta de respeto por la Constitución y las Leyes. Como si una nación se forjara a partir de papeles redactados en los escritorios de pensadores iluminados o, peor, de la suma de voluntades caprichosas de grupos casi anónimos de legisladores orientados por intereses dispares tanto de orden ideológico, como faccioso o partidario. Como si esas leyes, por el hecho de ser escritas en folios y publicadas en boletines oficiales, pudieran no solo imponerse a leyes mucho más hondas de la realidad anteriores al voluntarismo legiferante, sino ser aplicadas automáticamente por ciudadanos, jueces y policías perfectamente impermeables a ellas, sin tener en cuenta sus costumbres, su virtud o falta de ella, sus pulsiones hereditarias y ancestrales.

Véase nuestra constitución del famoso 53, con su llamada Organización Nacional que, supuestamente, suplantó a los caudillos. Desde los grandes principios de su preámbulo, pasando por su teoría de la división de poderes y sus leyes de acceso a ellos, cayendo, luego, en su aplicación reglamentaria, instrumentada después por la partitocracia, una y otra vez reformada, la última en sentido demagógico, véase si tiene alguna posibilidad de vigencia en una sociedad que, tanto en sus gobernantes como gobernados, ha dejado de lado la virtud, y cuyo sentido común ha desaparecido, deformado por los grandes medios al servicio de poderes inconfesables.

Nadie duda de la necesidad de la ley, de la justicia, de los jueces. Pero ni la ley puede reducirse a lo que elucubren legisladores que se creen Dios; ni la justicia es un concepto abstracto, sino una 'virtud cardinal'; ni los buenos jueces se logran solamente en las facultades de derecho y el conocimiento de los códigos, sino, sobre todo, en el ejercicio de 'la prudencia', también 'virtud cardinal'.

Es cierto que en la concepción griega y romana, desde la salvaje ley de la venganza, en la persecución a Orestes por el asesinato de Egisto y Clitemnestra, -venganza personificada por las Furias luego transformadas en Euménides-, Esquilo exalta el paso a la Ley de la Ciudad , representada por el Areópago. Es cierto que, desde el salvaje Lamek, heredero de Caín, el Antiguo Testamento propondrá, como ideal, a partir del siglo VI el imperio de la Torah , la Ley , en desmedro de la figura del Rey. Pero es verdad, también, que ambos ideales utópicos se mostraron ineficaces. Uno, el griego, desembocó en la demagogia y la suicida guerra del Peloponeso, cayendo luego en la tiranía Alejandrina -así como, luego, la República Romana no tuvo más remedio que acabar en Imperio-.

El otro ideal, el judío, desembocó en la proliferación farisaica de la Ley , su inaccesibilidad a las mayorías y su utilización facciosa por políticos y abogados, los senadores del sanedrín y los escribas, que la terminaron por hacer tiránica e instrumento de poder de minorías rapaces. Sin contar los poderes mundiales de su tiempo, los romanos, y el despotismo de los jefes idumeos de la dinastía de Herodes.

Pero es que, desde programaciones animales anteriores al jurásico, la auténtica autoridad no solo viene de leyes no inventadas sino 'inscriptas' en el corazón del hombre, en su ADN, sino también, naturalmente, de jerarquías paternales. Es la figura del padre, del patriarca, la que ha ido configurando, en la historia del hombre, la estampa del caudillo, del jefe, del rey, de tal manera que, en casi todas las lenguas conocidas, los términos que se utilizan para designar al rey tienen las mismas raíces etimológicas que la palabra padre. Y es natural al hombre el que, más allá de la ley, tienda a buscar, para bien o para mal, figuras paternales que la personifiquen y la hagan cumplir. Sin lo paterno la ley se convierte en una abstracción. Los seres humanos necesitan caras y rostros que lleven adelante la ley y sean capaces de introyectarla en sus gobernados e hijos para que sea asumida como norma liberadora, no como superego castrador.

Pero, desde muy antiguo también, la figura del jefe, del rey y del padre fue asociada a la del pastor.

Sin embargo, habría que precaverse de una concepción excesivamente bucólica, pastoril, 'pacífica', del papel de pastor a la cual nos tiene acostumbrados una iconografía pseudo evangélica. Tampoco asociarlo exclusivamente a las ovejas, vocablo algo denigrante para los que recibimos el nombre. Estrictamente el término pastor, tanto en castellano como en hebreo, viene de 'pasto', 'comida', que se buscaba para alimentar toda clase de animales domésticos, no solo ovejas, a las cuales nunca se alude exclusivamente, sino también cabras, pero de la misma manera mulas, toros, becerros, dromedarios. Animales fundamentalmente mansos y sociales; pero no siempre. A los cuales había que mantener en orden y con energía, a veces incluso castigándolos. Lo de las 'ovejitas', amén de no ser buena traducción del texto original, no siempre es una representación exacta de la mansedumbre o falta de ella de aquellos a quienes el pastor debe conducir.

Por otra parte, la imagen del pastor -ya presente en todas las civilizaciones antes de la edad del bronce- de ningún modo debe configurarse con la del pastorcito de un paisaje moderno tipo portugués o beduino. El pastor no era 'pastorcito': era un hombre en la plenitud de las fuerzas que debía tener un estado físico excepcional, ser particularmente alerta y utilizar armas contundentes.

Piénsese que, hasta las grandes cacerías del imperio romano -que en eso se demostraron muy lejos de ser gente con inquietudes ecológicas-, los leones infestaban no solo África -como estamos acostumbrados a imaginarlo, con nuestras películas de exploradores y safaris- sino todo el mundo conocido. Aún en Europa, en el siglo segundo antes de Cristo, no era difícil pasar el mal rato de tener que enfrentarse, en algún camino, con uno de esos felinos, sin contar otros de la misma familia, como tigres y panteras, amén de lobos. Un buen hato o rebaño de animales herbívoros relativamente mansos era un irresistible atractivo para esas bestias depredadoras. Y, por supuesto, para otros grupos humanos amigos de la ajeno.

No cualquiera podía ser pastor, y las viejas representaciones mesopotámicas y egipcias nos los muestran armados hasta los dientes. Un casco con cuernos, un largo 'cayado' que a la vez que con su parte curva podía servir para contener un miembro insumiso del rebaño, por el otro extremo, llevando una aguzada punta, lo hacía servir de lanza o jabalina. También se los ve munidos de una fuerte porra o garrote redondeado en la punta y endurecida con alquitrán y, añadida a ella, normalmente, un arma arrojadiza, una honda, a lo David, cuando no directamente arco y flechas. La honda era más funcional porque servía no solo para mantener a distancia a las fieras, sino para acicatear a algún animal remolón o que se alejaba demasiado de la seguridad del rodeo. Y, además de otros pastores armados de la misma manera, como compañeros inseparables, los perros.

De la figura del pastor a su ampliación a la del jefe o cabeza del grupo humano y, a partir del neolítico, del rey, no había más que un paso. No solo como comparación, sino como realidad. Era el mismo que decidía cuando mover el ganado y buscar mejores tierras e implementar las estrategias de defensa de las reses, quien debía conducir, al mismo tiempo, a la tribu o al clan que había de desplazarse con ellas. No solo pues valiente, sino previsor, conocedor de su tierra, sagaz. No solo para prever el acoso de los enemigos, sino anticiparse a los fenómenos atmosféricos, sequías, tempestades. Conocedor de su gente y animales, unificador de pareceres y pacificador de disidentes. Poniéndose siempre al frente de los suyos y, a la vez que conduciendo, enfrentando el primero los riesgos y peligros.

No es extraño pues que una de los títulos más antiguos de los jefes de los pueblos sea el de pastor. En los antiguos bajorrelieves asirios se menciona a sus reyes como pastores y se los representa en sus carros de combate precisamente en cacerías de leones. La caza del león ha sido tradicionalmente no solo el deporte favorito del rey sino el de su consagración como pastor.

Desde la civilización griega, en donde Homero pinta a Agamenón a la manera de Heracles, vencedor del león de Nemea y como 'pastor de hombres', pasando por los reyes mesopotámicos y cananeos y arribando a los faraones, todos ellos llevaban el título de 'pastores'. El símbolo de su poder: un casco con cuernos o con rayos solares; el cayado o directamente la lanza: y la masa, estilizada en cetro. De allí a que, por fin, a las mismas divinidades se las agraciara con el título de pastores, había un solo paso. Y así fueron pastores Baal, Marduk, Horus, Ra, Hermes, con lanzas y cetros de rayos y relámpagos en sus manos.

Precisamente por estas asociaciones paganas la Sagrada Escritura es algo renuente en atribuir este título -el de pastor- tanto a Dios como a sus reyes. Por supuesto que lo hace y casi únicamente a Dios. Acabamos de escuchar, justamente, el hermoso salmo "El Señor es mi Pastor". Lo que sucede es que aquellas civilizaciones, más allá de las legítimas asociaciones e imaginería, terminaron demoníacamente por identificar al rey con dios de tal modo que. llamar a sus reyes pastores era atribuirles en la práctica una condición divina que la religión judía vedaba totalmente.

Sin embargo unánimemente la tradición señala que, antes de tomar el poder, Moisés y David habían sido pastores. Y, ciertamente, las imágenes de la acción providente del pastor defendiendo a los suyos y conduciéndolos a pastos abundantes, a paz y prosperidad, se extendieron no solo a sus reyes sino a la acción de Jahvé.

Empero, el fracaso de la monarquía, tanto del Norte como del Sur, y la denuncia que de sus excesos de poder profieren -quizá algo exageradamente- los autores deuteronomistas ; como, luego, la requisitoria terrible que hacen los profetas no solo a los reyes sino a toda la dirigencia de Israel -políticos y sacerdotes- fustigados como 'falsos pastores' por Ezequiel y Jeremías; harán que los teólogos que sucedieron a la caída final de la monarquía, hacia el siglo VI AC, propongan como guía del pueblo ya no la figura paterna y pastoril del Rey, sino -a la manera de Esquilo- la Ley, la Torah. Se pinta la época poco conocida de antes de los monarcas como un tiempo legendario en donde no existían reyes y lo que imperaba era la ley. Se magnifica con rasgos heroicos y portentosos el personaje de Moisés. Se legisla abundantemente en los libros del Deuteronomio y el Levítico, -las intragables leyes que apenas pueden leer actualmente los eruditos-. Se redacta un pequeño resumen, para que lo recuerde hasta el judío más analfabeto, en el Decálogo, los 'diez mandamientos' y lo pongan en cada uno de sus dedos.

Estos pensadores, algo utópicos, pensaban que, existiendo la Torah , la Ley , no serían necesarias ya más autoridades o pastores prepotentes y arbitrarios. La idea era la de un pueblo igualitario, en el cual esa legislación escrita sería suficiente para que la sociedad funcionara: sin reyes, sin autoridades, sin desigualdades flagrantes.

Como toda utopía no funcionó. Aparecieron los sacerdotes que se hicieron dueños de la Ley. Ellos la cambiaban y acomodaban de acuerdo a sus intereses y, para peor, les daban una consistencia divina, inapelable, que solo ellos podían obviar o interpretar hacia sus intereses de clase. Más tarde, la casta de los abogados o escribas, fuertemente influidos por los fariseos, que hacían de las leyes y las interpretaciones de sus escuelas verdaderas trampas para la pobre gente. Todo ello hizo que, finalmente, a pesar de la buena intención de los redactores del Pentateuco, el pueblo terminara más tiranizado que en la época de los reyes, porque, finalmente, no tenían a quien apelar ni, enredados en los codicilos de las reglamentaciones, recurrir al buen sentido y la prudencia de un buen juez, del buen rey o pastor. La ley, así, adquirió una especie de autonomía propia; voluntad abstracta de un Dios lejano. Los judíos eran huérfanos, sin padre, solo con un 'testamento', una 'Constitución', pero que nadie podía cumplir ni hacer cumplir.

No había ningún personaje paradigmático, ejemplar, paterno, que la hiciera carne en su vida y actitudes, y sirviera de ejemplo, de enseñanza viva y testimonial de lo que la ley hubiera querido significar. En esta confusión la única norma era la realidad del poder económico, de la fuerza de las armas, de la prepotencia de los poderosos. Sacerdotes, sanedrín, romanos, tiranos idumeos de la dinastía de Herodes, ejercían sobre la gente omnímodos poderes sin que ni la ley mosaica -y apenas la ley romana que solo alcanzaba a los ciudadanos romanos- protegiera los derechos de nadie.

La opción parecía o elegir un caudillo, un pastor, un rey que, sin ley -o burlándose de ella- podía convertirse fácilmente en tirano y él mismo depredador de sus ovejas -opción que espontáneamente suelen preferir los pueblos ignaros aún en nuestros días-; o seguir insistiendo en una ley sin caudillo, incapaz de adaptarse a la realidad, mover desde adentro; soñar impotentemente con una ley que pudiera integrar a la nación sin coacción violenta, ni sometida a jueces venales y abogados y escribas chicaneros, una ley al servicio de la gente y no de los delincuentes y los poderosos.

Ya sabemos que, finalmente, nuestro verdadero Pastor y Rey, ni se inclinará por un caudillismo sin ley, ni por una ley sin caudillo. La verdadera ley, la torah, no será un código, una reglamentación, un tratado de ética o de moral, una constitución, sino antes que nada la vida y las palabras de una persona: Jesús de Nazaret. Y Él mismo vendrá no como autor de ukases, leyes o reglamentos, no como un rabino o profesor de derecho para interpretar hasta el infinito los vericuetos de la ley, sino que, al contrario, los reducirá en los mandatos fundamentales del amor a Dios y a los demás. Que tampoco serán mandatos sin forma ni confusos, sino encarnados en su propia vida. Él será al mismo tiempo Ley y Pastor, Torah y vida, norma y padre, sendero y Rey. Su vida de servicio a Dios y a los demás será la esencia de la ley. En Él se encarnará el Camino capaz de llevar a todos a las fuentes de agua y de pan, y a la Vida verdadera.

Eso se prolongará en la Iglesia. Ella tendrá, sí, sus normas, su moral, su derecho canónico, todo ello como contexto y defensa de la auténtica libertad. Pero, sobre todo, tendrá su evangelio, el único principal y definitivo mandato de la Caridad que a todas las normas habrá de dar su forma y, sobre ello, sus caudillos, sus pastores, sus padres, sus santos ejemplos que, aunque no siempre lo hayan sido ni sean, así lo ha querido desde el inicio la Iglesia y así lo han exigido y pedido los fieles, y así lo ha instituido Nuestro Señor. La Iglesia no ofrece solo documentos, decretos, encíclicas, cartas apostólicas, discursos, sino, sobre todo, padres y pastores y, si estos no fueran idóneos, ofrece, sobre todo, santos. Ellos sí caudillos, y padres y madres: con su vida, con su ejemplo, con su palabra.

No solo Ley: Evangelio y Vida y la autoridad de los pastores subordinada a la de Cristo, el Buen Pastor. Por eso dice el evangelio de hoy que, al mismo tiempo que él es el único Buen Pastor, es, también, la única puerta del redil. Solo puede ser pastor y padre en la Iglesia , quien ingresa en ella a través de la puerta que es la imitación de Cristo y la autoridad de Cristo.

Esto en épocas cristianas había bajado incluso hasta la conciencia de la misma autoridad política. Recuerden la famosa exclamación de Enrique V, en el primer acto de la obra del mismo nombre de Shakespeare, respondiendo al embajador de Francia: " No somos ningún tirano, sino un rey de Cristo, a cuya gracia nuestras pasiones están tan sometidas como nuestros malhechores encadenados en nuestras cárceles. "

Que así, pastor, rey, padre y santo, sea el nuevo Papa, papá, que nos regalen, a través de la puerta que es Cristo, esta semana, nuestros cardenales.

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