Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004 - Ciclo C

4º domingo de pascua
(GEP 02-05-04)


Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 27-30
Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa.

SERMÓN          

Hay términos que, siendo originalmente de significado positivo, alegre, por su asociación con momentos difíciles, con circunstancias dolorosas, terminan por connotar tristeza o, aún, causarnos rechazo. Así como el olor a las glicinas, inmediatamente me atrae el recuerdo amable y nostálgico de la vieja mansión de mi tía abuela en Lobos, -había criado a mi padre, y su marido, consignatario de hacienda, tenía allí una enorme casa con un inmenso jardín lleno de glicinas y azahares-, así también, en cambio, entrar en una florería mal ventilada, atiborrada de flores, me lleva al ambiente psicológico de un velorio. Las florerías distinguidas, como La Orquídea, por ejemplo, tienen muy en cuenta estas asociaciones y climatizan el ambiente.

Y todos sabemos de esos lugares en donde, por una razón u otra hemos sufrido, y que nos cuesta volver a visitar, porque es como si nos hicieran regresar a esos momentos dolorosos, sus paredes rezumando malos recuerdos.

También pues, hay palabras que, siendo de por sí plenas de rico significado, en su uso se han cargado de sentidos peyorativos, tristes, ambiguos... Uno de esos términos, sin duda, es el de 'eterno', 'eternidad'. También con aroma a velorio. Lo hemos oído demasiado en Misas de muertos, leído en lápidas funerarias, escuchado en responsos... "Dale Señor el descanso eterno". Y las lágrimas se derramaban automáticamente de nuestros ojos...

Oír hablar de vida eterna pues, no nos causa particular entusiasmo. Difícilmente pidamos eternidad, más bien queremos que se nos prolongue el tiempo de nuestro vivir aquí.

Y sin embargo, el hombre antiguo era del tiempo de lo que quería escapar. De la figura mítica de Cronos, el padre antropófago que devoraba insaciablemente a sus propios hijos. El hombre primitivo tenía la plena conciencia de que, desde que alcanzaba el uso de razón y experimentaba reflejamente su vida, ésta se le escapaba de las manos, al compás del tiempo, en flujo constante, imparable. "El tiempo implacable mueve su piqueta", cantaba nostálgico Baldomero Fernández Moreno cuando la desaparición de su viejo Colegio: "¿dónde está mi viejo Nacional Central?; este gran palacio no me dice nada, muchos semejantes tiene la Ciudad". -Todos los ex alumnos del Nacional Buenos Aires sabíamos de memoria estos versos-.  "Y no hubo tiempo de soñar despiertos. Sólo hubo tiempo de abrazar la vida" ... "y no hubo tiempo de apresar el tiempo. Sólo hubo el tiempo de la despedida...", escribía nuestra fina poetisa Malena Caride en su 'Canción del tiempo'.

 

Para el hombre clásico -Platón, Aristóteles-, el tiempo tenía una breve curva de crecimiento, pero, desde que el hombre, en corta preparación, alcanzaba la adultez,  la curva comenzaba a descender, la cuenta regresiva  -diez, nueve, ocho ... hacia el cero, de incierta data pero seguro arribo- no admitía descanso.

 

Como los sacerdotes de la antigüedad, casi todos astrólogos, medían el transcurrir de la horas y los días por lo que, desde observatorios abiertos al cielo observaban, el término 'templo' con que terminó denominándose a esos observatorios -y, de allí, 'con-templo'- se transformó, perdiendo la 'ele', en 'tiempo', la porción de cielo, limitada, que cada ser humano tenía asignada para vivir. En cambio los dioses, habitando precisamente lo celeste sin límites, y retornando, en su giro, una y otra vez, al mismo lugar, vivían perpetuamente.

 

Sea lo que fuere de esta valoración del tiempo, desde los antiguos mitos de Adapa, Gilgamesh, de Atra Hasis,  el hombre ha percibido siempre angustiosamente su finitud, lo inevitable de su envejecer, el desgaste cósmico que condena aún al Universo un día -todo lo lejano que se quiera, pero inevitable-, a acabar sus giros. Cuando la serpiente que surge del océano arrebata a Gilgamesh la rama del árbol de la vida que con tanto trabajo ha conseguido, resuenan en sus oídos las palabras de Siduri, la cervecera divina: " La vida que persigues no hallarás. La vida los dioses la retuvieron para ellos; para los hombres reservaron la muerte." Y es que el dilema no era entre lo temporal y lo permanente e inacabable, sino entre la vida y la muerte.

 

La noción de eternidad como lo que no tuvo principio y no tendrá fin, una especie de tiempo prolongado hacia delante y atrás infinitamente, es ajena a la mente tanto primitiva como bíblica.

 

Porque de lo que se trataba era de medir no la longitud sino la intensidad y permanencia de la vida. Y si la palabra 'tiempo', viene de 'templo', y de lo limitado por la contemplación u observación del sacerdote, la palabra 'eterno', deriva del griego 'evo' que pasando por la palabra 'evi-terno' termina en 'e-terno' y designa lo joven, lo vigoroso -de la raíz etimológica indoeuropea aiu o iu, que designa la médula espinal, la fuerza vital y, de allí, pasa también al término 'ju-ventud', 'iu-ventus'. El concepto de eternidad está pues emparentado no con el de un tiempo interminable, sino con el de una juventud que no envejece, una vitalidad que no tiene límites ni desgaste, una frescura que no se marchita.

 

La vida del hombre está acotada en el límite del giro del tiempo, que, a la vez que le marca un principio y un término en el giro de las estrellas lo desgasta, oxida -hoy, lo sabemos, literalmente; por eso tomamos antioxidantes-, marchita, enferma, hace morir.

 

La Vida de Dios, en cambio, no transcurre, no se desparrama en tiempo y espacio, no admite mengua ni crecimiento, porque es la vitalidad plena e infinita a la cual nada puede añadirse, porque nada absolutamente le falta y nada puede perder ni disminuir, ni envejecer. No se trata de un "fue, es y será". Sino de un "es" presente e infinito. Un existir sin ocaso ni alborada. Un perpetuo ahora. El concepto escapa totalmente a nuestra imaginación, porque está más allá de la dimensión témporoespacial que procesa naturalmente nuestro cerebro. Y, aún, más allá de cualquier definición, por más que la Iglesia acepte la definición de Boecio, "la eternidad es la posesión entera, simultánea y perfecta de una vida sin límites." Concepto que el mismo Boecio distinguía de la 'sempiternidad', que, ella sí, es el transcurrir temporal sin principio y sin fin. Sempiternidad que de ninguna manera puede aplicarse a Dios que está fuera del tiempo y del espacio.

 

Por eso, si a Dios no lo mide ningún tiempo, tampoco se encuentra en ningún espacio. Él es su propio continente y su medida, de tal manera que hablar de Dios, de Eternidad y de Cielo, es hablar de la misma cosa. Dios no está en el cielo: es el Cielo; Dios no se encuentra en la eternidad, es la Eternidad; Dios no vive, Dios es la Vida. Tiempo, espacio, vida humana, no son más que participaciones finitas, -proyecciones umbrátiles, diría Platón-, dimensiones creadas de acuerdo al nivel limitado de la esencia humana, de la suprema Vitalidad, de la Existencia pura, que solo posee  Dios.

 

Pero el que los dioses hayan querido reservarse la vida para ellos y la hayan negado a la humanidad como en los viejos mitos, no resulta finalmente verdad. Porque Dios quiere realmente hacer que el hombre, de alguna manera, acceda a Su existencia divina, a Su suprema plenitud y felicidad y por lo tanto a Su cielo y eternidad.

 

Esa Vida divina y, por lo tanto, Eternidad, Dios la alcanza a los hombres mediante Jesucristo. Ese es el único sentido del cristianismo, la razón de la existencia de la Iglesia: no la moral, no la justicia social, no el mejorar las relaciones entre los hombres en esta tierra, no suprimir el hambre ni el dolor, no el hacernos más buenitos, sino permitir que el hombre se encuentre con Cristo, su verdadero Pastor. El pastor que conduce a sus ovejas al alimento capaz de otorgarles la Vida verdadera. Ovejas que han de seguir libre y voluntariamente su voz, porque -como Juan escribe inmediatamente antes-, los que no reconocen su voz y no le siguen se quedarán encerrados en el tiempo, en su feble vitalidad humana, en su encaminarse en desgaste y decurrir temporal hacia la extinción final, hacia el abismo de la nada.

 

Son los que oyen su voz y le siguen los capaces de recibir de él la Vida eterna. Y es capaz Jesús de dar la Vida verdadera, porque, como osadamente le hace afirmar el evangelio de San Juan, "Él y el Padre son Uno".

 

Tanto es así que no es que la eternidad, para el cristiano, sea algo que se inicie después de la muerte en tiempo inacabable. Es algo vital y maravilloso que, ya desde el bautismo llevamos en nosotros y se identifica con el Vivir divino, con la Gracia, con su Espíritu. Jesús no dice yo les 'daré' la Vida eterna; sino yo 'les doy' Vida eterna. Y los que la tengan "no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos". Excepto, por supuesto, por el propio pecado: una especie de suicidio en que matamos en nosotros el verdadero Vivir, el existir divino que ya en germen anida en nosotros.

 

A pesar, pues, de nuestra biología humana que se deteriora y oxida,  el cristiano sabe que, si oye la voz de Cristo, nuestro verdadero y único pastor, conservará y hará florecer para siempre la juventud plena de su adopción como hijo de Dios, de su pascual bautismo, cuando el tiempo que Dios nos haya dado para crecer en la escucha de Cristo, nuestro único Pastor, realizando obras de santidad, de Vida sobrenatural y eterna, se complete, y podamos asumir plenamente, en el Reino de los Cielos, nuestra condición de bautizados, de hijos y hermanos de Jesús, partícipes de su inmarcesible y plena Juventud.

Menú