Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2002 - Ciclo A

4º domingo de pascua
(GEP 21-04-02)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     10, 1-10
En aquel tiempo, Jesús dijo: «Les aseguro que el que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino por otro lado, es un ladrón y un asaltante. El que entra por la puerta es el pastor de las ovejas. El guardián le abre y las ovejas escuchan su voz. El llama a cada una por su nombre y las hace salir. Cuando las ha sacado a todas, va delante de ellas y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz» Jesús les hizo esta comparación, pero ellos no comprendieron lo que les quería decir. Entonces Jesús prosiguió: «Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos aquellos que han venido antes de mí son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los han escuchado. Yo soy la puerta. El que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento. El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia»

SERMÓN

A un descendiente de David, como lo era Jesús, hijo de José, el dávida de Belén, la imagen del pastor debía despertarle asociaciones especiales. No las de un simple pastor de aldea, no solo la figura de los pastores trashumantes que conducían a sus pequeños hatos hacia los buenos pastos según las épocas del año y los distintos tiempos de seca y de humedad. Cualquier israelita, pero sobre todo un dávida, encontraba en el término "pastor" las resonancias mágicas de la añorada monarquía, de la figura ya idealizada -olvidados sus pecados y sus abusos por el tiempo- del Buen Rey David. No solo porque la alegoría del pastor había sido ampliamente usada en la antigüedad, en al antiguo oriente, para calificar a los reyes de Asiria, de Babilonia, sino porque grabado estaba en todos los judíos el hecho de que el joven David había efectivamente ejercido el oficio de pastor en su juventud, en su Belén natal, y, de en medio de sus ovejas, había sido llamado por el profeta Samuel para que se convirtiera en pastor de Israel. Y aún cuando David, luego, conquistándola a los Jebuseos, había transformado a Jerusalén en su capital, hasta la desaparición de la monarquía davídica una de las ceremonias indispensables de la coronación de sus descendientes, del nuevo ungido, era trasladarse a Belén para recibir allí el homenaje de vasallaje de los pastores que cuidaban las ovejas que, generación tras generación, seguían siendo las ovejas de David, rebaños de su heredad. El mismísimo Jesús recibirá, muchos siglos después, el homenaje de los pastores de la casa de David, y tomará así simbólica posesión de los rebaños reales.

Es muy probable que en su niñez, siguiendo la tradición, José haya sido pastor en Belén -ejercitándose en las armas con alguna espada de madera o usando el cayado a guisa de lanza mientras cuidaba su rebaño- antes de dirigirse al norte en busca de trabajo, a Nazareth, donde conoció a María, su mujer. Es de todos estos recuerdos que se nutren las imágenes del pastor y sus ovejas que guarda Jesús en su cabeza. Es presumible, en cambio, que en Galilea, en los alrededores de Nazareth y del lago de Tiberíades, donde luego desarrolla su actividad de adulto, hubiera menos ovejas: tierras ricas, de cultivo de cereales, de vides, de olivos, más propicias en todo caso al ganado mayor. Casi todo su saber respecto a las ovejas, le habrá venido, pues, a Jesús sobre todo de labios de José. De su padre debe haber Jesús niño escuchado, en brazos de María, antes de dormirse, una y cien veces el relato de la oveja perdida.

Sin duda que, ya Jesús más grande, José, como buen dávida orgulloso de su estirpe, habrá teñido sus relatos con resonancias políticas. No hay que olvidar que los mismos libros del antiguo testamento que recuerdan a David como pastor -e incluso llaman Pastor de Israel un par de veces al mismo Dios- reservan ese título, en los escritos de Ezequiel, Miqueas, Jeremías y Zacarías al futuro único pastor, nuevo David, esperanza de los monárquicos nostálgicos como José, al Ungido, al Mesías que reuniría a todas las ovejas dispersas bajo su único cayado y los liberaría de toda sujeción. Y, sobre todo, les haría olvidar de los falsos pastores que, siglo tras siglo, traicionando a Dios y a su pueblo, habían esquilmado y diezmado a las ovejas de Israel.

Justamente es esta última imagen de los malos pastores la que, como trasfondo de nuestro discurso de hoy, hay que asociar con las palabras de Jesús. Recordemos que, mientras las pronuncia -capitulo 10 de Juan- estamos en la gran explanada, enorme patio de catorce hectáreas y media que rodea al templo de Jerusalén. Allí, bajo el pórtico occidental, la columnata cubierta que da al oeste, Jesús, como de costumbre, está hablando a la gente. Voz poderosa sin duda, porque no solamente tiene que desplegarse sin ninguna caja de resonancia hacia la inmensidad del atrio, sino que lo rodea un bullicio constante y rumoroso. Sin duda la gente que entra y sale del templo del lado del zoco en medio de discusiones, negocios y vociferaciones. También los cantos más o menos lejanos, y arpas y tamboriles de los levitas, que provienen del templo. Sobre todo el lastimero grave mugido de las reses, el zureo inquieto de las palomas y, más que nada, el desesperado agudo balido de las ovejas y corderos destinados al sacrificio.

Los exégetas que desmenuzan y analizan este discurso de Jesús, cuya primera parte hemos escuchado, se muestran desconcertados al ver como el Señor salta de la imagen del pastor a la imagen de la puerta. Tan pronto dice "yo soy la puerta" tan pronto "yo soy el pastor"; mejor: "yo soy el buen pastor". El desconcierto proviene justamente de no ubicarse en ese contexto del templo donde las ovejas multitudinarias, atadas con cordeles o encerradas en corralitos desarmables, esperan a los que han de adquirirlas para llevarlas a ser degolladas y descuartizadas en el altar del templo. Tampoco tienen en cuenta estos exégetas el flujo constante de estos pequeños animales que, para las grandes fiestas, entran al templo por centenares, franqueando la "puerta de las ovejas". Hay que pensar que si los sacrificios públicos comunes consistían en el ofrecimiento sangriento de trece becerros, dos carneros, catorce corderos y un macho cabrío, a ellos había que sumar los sacrificios particulares, consistentes en palomas, corderos y ocasionalmente terneros, que los devotos entregaban a los sacerdotes para su inmolación y que ascendían a millares de animales inmolados, sobre todo en las grandes fiestas, cuando los peregrinos llenaban la ciudad. Y sabemos que el número de peregrinos en Pascua podía sobrepasar la cifra de 100 000, cada grupo con sus animales.

Y es precisamente a través de la llamada "puerta de las ovejas" que menciona el libro de Nehemías por donde eran introducidos a empellones o arrastrados por cuerdas los pobres bichos (Neh 3, 1). Lejos estamos aquí de la imagen bucólica del pastor que cuida sus ovejas: son brutales servidores levitas quienes, una vez llevadas a la ciudad desde los campos de cría de las acaudaladas familias sacerdotales, empujan y arrean a gritos a los desconcertados rebaños. Allí nadie conoce a nadie: un número más, como en nuestros corrales de campo donde, en la manga, pechamos con nuestros caballos a las reses para ser marcadas, castradas, vacunadas, o hundimos a las ovejas con largas pértigas en los bañaderos para desinfectarlas. (No hablemos de los mataderos) Las ovejas, los novillos, huyen de nuestros gritos, rebenques, perros y palmadas, y, si no pueden huir, se aprietan contra el alambre llenos de temor.

Es frente a este espectáculo del templo-matadero, en donde Jesús no solo está mirando a las ovejas conducidas a la matanza sino a ese pobre pueblo suyo engañado y explotado por sus dirigentes, por una casta sacerdotal que, en vez de ofrecerles consuelo y justicia, los esquilma, una clase política que los explota y envilece, y un trato anónimo que los ordena, también a ellos, como masa, entrando por la triple puerta llamada "la hermosa" a la derecha, avanzando luego girando en sentido contrario a las agujas del reloj todo a lo largo de la extensión del patio y, luego, del templo, saliendo otra vez por la puerta doble a la izquierda de la puerta Hermosa, ganado humano, masa sudorosa y sin nombre. Pagando sus onerosos impuestos, estafados por la voracidad del fisco, ellos mucho más en el corralito que las propias ovejas que deben sacrificar, sin rey, sin ungido, sin verdaderos conductores, ocupados por la omnipotente Roma, engañados por sus propias cabezas y falsos pastores, abiertos al halago de los demagogos, de por si sumisos, prontos empero a la reacción brutal, a la protesta caótica... En realidad ya al borde de la rebelión que los llevará, no tan lejos en el tiempo, a la destrucción de su ciudad y de su patria... A ellos dirige Jesús sus palabras llenas de misericordia y consuelo divino...

Contra esa imagen brutal de la multitud anónima, de las ovejas atropelladas hacia el sangriento fin del sacrificio, de la soberbia y dureza de la tramposa justicia y despótica autoridad de los falsos pastores, espurios políticos, "ladrones y asaltantes" -dice Jesús- "extraños que solo vienen para robar, matar y destruir" y meter en corralitos a su pueblo y condenarlo a la desesperación... Jesús contrasta la imagen de "la puerta de las ovejas" que es, no la que conduce sin salida al corral, al matadero, sino la que, una vez transpuesta, hará encontrar el alimento: "Yo soy la puerta. El que entra por mi se salvará, podrá entrar y salir, y encontrará su alimento".

Y allí también la imagen del pastor que ha oído de labios de José su padre. No el levita que a los gritos empuja y grita a todas por igual, cuanto mucho persiguiendo especialmente a la que se sale de la fila, no las largas colas, el trato indiferente, el contestador telefónico, la indiferencia sin rostro del cajero automático, el número de documento, el número de CUIT, apenas un voto más, la multitud apretujada en el subterráneo, la segunda cama de la derecha en la tercera sala del hospital, que pase el que sigue, la sonrisa estereotipada siempre igual -cuando hay sonrisa- del profesional empleado que te atiende, lo siento señor... No: Jesús, el buen pastor no es así, "el llama a cada una por su nombre." Ese nombre que, en labios de papá, de mamá, desde que tenés conciencia te distingue aún de tus hermanos; del que te sacó el primer cimbronazo cuando, en el colegio, por primera vez, te tomaron lista por tu apellido y empezaron a quitarte el nombre. Ese nombre que, dicen los psicólogos, es uno de los sonidos más lindos que uno puede escuchar de labios de nadie; ese nombre que, cuando yo era chico, se compartía solo entre los amigos y estaba reservado a los íntimos; ese nombre que, en todos los pueblos antiguos era como la quintaesencia de uno mismo, el develamiento de la personalidad, el retrato o signo más profundo del yo, donde uno es uno mismo, no un número más... Allí me nombra Jesús. Así me conoce Dios, y me llama y me susurra y me seduce y me alienta y me consuela...

Nunca seré para Dios un número, uno más. Aunque en las grandes iglesias me acerque como uno de tantos a la fila de la comunión, ya no seré uno más cuando, cerrando los ojos, él tome posesión de mi boca, de mi corazón...

"Todo lo conduce Dios para bien de aquellos que ama", para bien de aquellos que nombra. Aunque no te conozca ni siquiera el que está al lado tuyo -y hoy en día cuántos de los que vivimos juntos, aunque pronunciemos nuestros nombres, en realidad apenas nos nombramos porque en el fondo apenas nos conocemos, ¡tantas veces hoy soledades en familia: los hijos solos, la mujer sola, el padre solo, confinados en las paredes de lo que apenas puede ya llamarse hogar! o perdidos en los distintos corralitos de este mundo, del trabajo, o de la falta de trabajo, de la lucha de todos contra todos, de la indiferencia, del sálvese quien pueda, de los falsos conductores, de las palabras vacías, de los mendaces pastores...- ¡que bueno saber que Dios te llama siempre por tu nombre! Que no estás solo, que aún los errores de los hombres, sus pecados, sus latrocinios, la protervia de sus acciones, el caos que provocan los políticos embusteros y sus banqueros cómplices, la justicia estrecha y para pocos, todo, finalmente, "lo maneja Dios para bien de aquellos a quienes nombra".

Dios sabe tu nombre. Jesús sabe quien sos y lo que tenés adentro, lo que crees que sos y lo que de veras sos, y no te deja solo. Él te llama y te quiere hacer salir de tu corralito, de tu estrechez, de tu confín pequeño de miras humanas y, aún hoy, en estas circunstancias y penas y dificultades y tristezas, tu país destruido y ocupado, tu familia apremiada, muchos en fuga a pastos extraños, aún hoy, sin pastores -esperando, sin embargo, que aparezca algún verdadero pastor o pastores- aún hoy Jesús quiere hacerte salir, ir delante de vos y llevarte a la vida, hacerte santo. Hoy, más que nunca, "convertite", como termina en la primera lectura de hoy su primer discurso Pedro a los judíos. Y -en la segunda lectura- como escribe en su primera carta " si a pesar de hacer el bien, vosotros soportáis el sufrimiento, esto si es una gracia delante de Dios. A esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros. Y os dejó un ejemplo a fin de que sigáis sus huellas"

Porque Jesús no te empuja por atrás, a gritos, a impuestos, a leyes y acordadas... "cuando las ha sacado a todas, a sus ovejas, a las que llama por su nombre, a las que escuchan su voz, el va delante de ellas, el lleva como cayado y estandarte su cruz.

Sigámoslo, para que podamos escuchar como dirigidas a nosotros, las gozosas palabras finales de la carta de Pedro: "si antes andabais como ovejas perdidas, ahora, finalmente, habéis vuelto a vuestro pastor y guardián ".

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