Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1991 - Ciclo B

3º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     24, 35-48
Los discípulos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes» Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo» Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto»

SERMÓN

          Todos conocen la cantidad de interpretaciones sobre la resurrección de Cristo que han tejido los adversarios del cristianismo. Quienes 'a priori', antes del examen objetivo de los hechos y de los documentos, no están dispuestos a aceptar la divinidad de Jesús de Nazareth, habrán de encontrar alguna interpretación pretendidamente razonable para explicar el porqué de esta afirmación en el ámbito de la Iglesia. Desde la teoría del robo del cuerpo por parte de los discípulos -que ya propalaban los judíos del siglo primero-; pasando por la de Paulus de la muerte aparente, cataléptica del Señor; o las de Strauss de la apoteosis mítica o de la alucinación; o la de Reitzenstein de la fusión de mitos paganos y judíos; hasta la de Goguel sosteniendo que la adhesión que había suscitado la personalidad de Jesús fue tan fuerte que aún después de muerto continuaron sus seguidores esperando en él y pensando que había ya entrado al cielo. Desde esa fé sentimental habría surgido la afirmación de la tumba vacía y nacido las escenas de las apariciones. Algo semejante quiere sostener, ya a mediados de nuestro siglo, desde una perspectiva existencialista, Bultman, en el marco del pensamiento protestante.

            No vamos a ocuparnos ahora de la ingente cantidad de estas teorías que van desde lo puramente panfletario a lo más o menos serio, -quien se interese por ello puede recurrir a la abundante literatura al respecto-; nos importa hoy empero destacar, no para hacer apologética, sino para intentar comprender mejor el significado de la Resurrección, que, lejos de ser ésta una especie de colofón, tipo 'happy end', 'deus ex machina', desenlace absurdo del director de la película que no quiere hacer que ésta termine mal, colofón -digo- a la vida de ese personaje extraordinario, Cristo, que embobó a todo el mundo con sus enseñanzas morales y sus poderes milagrosos, pero que terminó ignominiosamente, como Sócrates, condenado a muerte, lejos de ello, de ser epílogo, apéndice corrector, añadido, aditamento, anexo tardío, muy lejos de eso, la Resurrección es el punto de partida de la Iglesia, su única razón de ser y su única fuerza.

            Quienes quisieran admirar a Cristo por su doctrina bien harían. Pero no fue su doctrina lo que creó, ni la sociedad de los cristianos, ni el impulso formidable que la llevó en pocos decenios a conquistar el mundo. Quien buscara enseñanzas morales similares a las de Jesús -no digo que iguales ni tan sublimes, es verdad, pero aproximándose- podría encontrarlas tanto en el ámbito de muchas grandes religiones y filosofías de la humanidad -el estoicismo o el budismo, por ejemplo como especialmente en el medio judío, en donde nombres como el de Gamaliel o Hillel, más o menos contemporáneos a Jesús, aún unen su recuerdo al de enseñanzas magníficas que han llegado a nosotros. A nadie se le ocurrió sin embargo hacerlos revivir después de muertos. Por otro lado, en este sentido, en ese medio judío, la resurrección de los justos al final de los tiempos era común creencia ¿a quién le interesaba la anticipación temporal a uno solo, de esa realidad que todos los buenos iban a vivir?  Y aún en el caso de una apoteosis, de un intento de divinizar míticamente a un hombre, el hecho de una reviviscencia de entre los muertos está muy lejos de probar la divinidad de nadie.

            De todos modos si las cosas hubieran sido de ese modo el examen literario de las fuentes, el análisis de los textos del nuevo testamento, tendrían que dar como resultado algo así como que a una serie de enseñanzas y hechos relacionados con la vida del maestro se hubiera añadido tardíamente, modernamente, el apéndice, el fin artificial, mítico, fantasioso, de la resurrección.

            Pero precisamente la investigación muestra exactamente lo contrario: en el análisis de la composición del nuevo testamente -que tanto en los evangelios, como en las cartas de los apóstoles descubre cuáles son los pasajes más antiguos y cuales los más recientes- los estudiosos determinan, sin lugar a dudas, que los documentos más antiguos, las noticias más primitivas, los pasajes y versículos más tempranos de estos escritos se refieren precisamente a la Resurrección.

            Esa resurrección que -como tantas veces lo hemos dicho-, no es simplemente una vuelta a la vida, como la de Lázaro, sino una promoción a un señorío, a una calidad divina, a un nivel espiritual -pneumático, como dice San Pablo- absolutamente superior a lo humano. No es un regreso, una vuelta, es una escalada, un ascenso, una promoción transformante de Jesús. Tanto es así, la mutación, el medro, la mejoría, la superioridad, la excelencia es tal, que a los discípulos les cuesta trabajo al principio ligar a este Señor, el dominador del universo, el sentado a la derecha del Padre, con el recuerdo de aquel Jesús anterior que ellos conocieron y había muerto penosamente en la Cruz. La identificación de ese Señor, de ese Hijo de Dios, de ese Resucitado con el Jesús de Nazareth les costó. Si Vds. leen atentamente el relato del evangelio de hoy verán que el primitivo problema de los discípulos no era dudar si estaban viendo una alucinación. No: la presencia del Señor es contundente es la presencia del que derriba de su caballo a San Pablo camino a Damasco, es la presencia del que con su palabra poderoso -como dice la epístola a los Hebreos- sostiene a todo el universo. Su estupor, su incredulidad, se dirigen a vincular esa presencia majestuosa y divina con el Jesús que ellos habían conocido y visto morir en la Cruz. "No teman. Soy yo mismo. Miren mis manos y mis pies".

            Y vean que los más arcaicos pasajes del nuevo testamento nunca llaman a Jesús "Señor" durante su vida terrena, es hecho "Señor" -en su sentido fuerte- por la Resurrección. Solo más tarde cuando se relea la vida terrena de Jesús a la luz de la Resurrección muchos títulos como el de Señor o el de Hijo de Dios que se daban al Resucitado empiezan a aplicarse también al Jesús de antes de la Pascua.

            Pero, una vez aceptada esta identidad, inmediatamente los discípulos se dan cuenta de que el momento exacto de la transformación, de la glorificación de Jesús al estado de Señor Resucitado han sido los acontecimientos de la Pasión, la muerte en la cruz. "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir, y resucitar de entre los muertos al tercer día". Y eso será desde entonces, comenzando por Jerusalén, el punto de partida y el centro de la predicación cristiana respecto de Jesús y respecto de nosotros.

            Así pues, se podría reconstruir la historia de la redacción de los textos que poseemos y que llamamos los evangelios de esta manera: Lo primero, el hecho de la presencia viviente del Señor en su Iglesia, del hombre sentado a la derecha del Padre, del Dios hecho hombre. Experiencia vivida permanentemente en la Iglesia pero especialmente atestiguada en las primeras apariciones del Señor o en hechos como el de la conversión de Pablo. Inmediatamente, vincular esta presencia con el Jesús de Nazaret: se trata no de la aparición de un hombre-Dios a partir de la nada, sino de la Resurrección del hijo de María de Nazaret, el carpintero que estuvo con nosotros. Luego, vívidamente, recoger por escrito los detalles de las últimas horas de este Señor Jesús en su estado anterior a la Pascua, entendiendo que fueron precisamente esos acontecimientos los que lo condujeron a su transformación, a su metamorfosis, a su gloria. De tal modo que el relato de la Pasión pertenece al eje más primitivo de nuestros evangelios.

            Y recién después -y porque se trataba de hechos y dichos de aquel que se transformaría en Cristo el Resucitado-, lentamente, comenzaron a recogerse y juntarse los recuerdos de todo lo que había dicho y realizado mientras había estado entre los suyos, antes de la Resurrección. De ninguna manera -insisto- se hubieran conservado ni dado importancia a estos dichos y hechos si, antes, no hubiera existido el acontecimiento del Resucitado, presente y viviente en la Iglesia.

            Y, para terminar, bastante después se preguntaron también los cristianos como habrían sido las circunstancias de su nacimiento y pusieron por escrito los relatos de la infancia, que son por lo tanto los menos antiguos, los más recientes de nuestros evangelios.

            Y, para confirmar todo esto, si Vds. recorren las cartas de los Apóstoles, reflejo de la predicación de las primeras generaciones cristianas, éstas casi nunca se refieren al Jesús de antes de la Pascua: el centro de la predicación es el Señor Jesús, el Resucitado.

            La crítica científica de los textos evangélicos y de los escritos apostólicos, nos muestra, pues, que la primitiva prédica cristiana, los primeros anuncios gozosos, se referían al Resucitado, al Señor: éste es a quien rezaban, en quien creían, de quien esperaban la salvación y la vida. Esa era la buena noticia, -el 'eu-angelium', en griego-.

            Lejos, pues, de ser la Resurrección un colofón, un apéndice, añadido a la vida de Jesús para mejorar su imagen y confirmar su doctrina, es el núcleo mismo, el punto de partida, el tuétano, del anuncio apostólico y de toda la fe y la vida cristianas. La iglesia nacerá de esa promoción, de esa transformación lograda por Jesús y que se hace oferta poderosa a los hombres en la palabra apostólica y en los sacramentos.

            Tener fe en el Señor Jesús capaz de transfundirnos su vida resurrecta: eso es lo fundamental de la actitud cristiana. Las enseñanzas morales serán una consecuencia de este hecho, pero de ninguna manera la esencia de la enseñanza eclesial. Jesús no es un gurú, un rabino, un maestro, un consejero que haga competencia a Sócrates, o a Sidartha Gautama, o a la sabiduría de los Vedas o de Freud o de Rousseau -en todo caso todo lo que de verdadero hay en ellos es asumible por el cristianismo- pero Jesús, es, antes que nada, el hombre divinizado, porque Dios hecho hombre, que mediante su humanidad promovida es capaz de contagiarnos, de traspasarnos, de trasegarnos, de alcanzarnos, esa misma vida, ese mismo Espíritu que lo transmutó, lo vivificó, lo encumbró, a Él.

            Quien no entienda esto, quien no entre en comunicación amical y entusiasmante con el Señor mediante los sacramentos, mediante la oración asidua, mediante el contacto personal, con la fuerza que emana poderosa de la presencia del resucitado, y viva su cristianismo solo como una enseñanza moral, una opción de ética, una normatividad individual o social acompañada de una cierta ideología o filosofía, ése jamás comprenderá lo que significa ser cristiano y participar desde ya, en la alegría, de la vitalidad exuberante de Dios, capaz de promovernos, también a nosotros, un día, a su gloria.

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