Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1995 - Ciclo C

2º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

Una y otra vez, cuando se plantean problemas de moral o de principios, algunos suelen aducir que todo eso depende de la religión; y, que la religión no es sino una posición personal, de índole puramente subjetiva, en la cual reinaría total libertad de adherir a cualquier creencia; con lo cual no existen ni principios, ni ética, que sean válidos para toda la humanidad y, menos, que se puedan imponer a una sociedad.

Polvareda levantó en Europa la última encíclica del Papa, en donde éste afirma que ninguna ley, por más votada que sea por las mayorías o por las legislaturas, es ley, si se opone a las normas de la ética. Interferencia, dicen, de la religión en lo político.

O las discusiones que se están armando en nuestro país, a nivel educativo, porque, desde el ministerio de Educación, influido, ya desde gobiernos anteriores, en el área específica por un grupo de facciosos de izquierda, se pretende imponer a nuestros pobres educandos un programa de estudios en donde, amén de otras barbaridades, se ignora a Dios y a la noción por lo menos occidental, si no se quiere decir cristiana, de persona. Cuando algún obispo insinúa alguna crítica a esta carencia se replica que esas son cuestiones religiosas en las cuales la educación oficial no tiene porqué meterse.

Hay católicos mal formados que se desconciertan ante estos argumentos esgrimidos por los enemigos de la Iglesia: "¿No tendrán razón en eso de que Dios y la moral son opinables, cuestión de fe?"

Ese desconcierto parte, lamentablemente, del desconcepto de pensar que lo religioso es un fenómeno puramente sentimental, en donde se implica el corazón humano, pero no su cabeza.

Y así quizá lo sea, de hecho, para la mayoría de la gente que apenas conoce alguna noción de su catecismo de infancia; o por los que viven su fe, como dicen, solo "si lo sienten".

Pero eso no es lo que sostiene la Iglesia católica. La religión, si quiere ser un asunto serio, tiene que justificarse por la razón con tanto o más rigor -por cuanto allí se juega el mismo sentido de la vida- que cualquier otra verdad del orden del saber humano.

Porque tanto en religión como en física o química, una afirmación o una hipótesis son verdaderas según reflejen o señalen una realidad existente y la capten como es objetivamente.

Si entre lo que yo pienso sobre las cosas y lo que las cosas son en si mismas no hay coincidencia, mi pensamiento es erróneo, por más que lo sienta, por mejores intenciones que yo tenga y por más sentimientos de convencimiento o de adhesión surjan de mis fibras sensibleras.

La religión como cualquier otra ciencia humana no es una cuestión de sentir, sino, antes que nada, un problema de verdad, de interpretación de la realidad.

Y así como ningún conocimiento falso es transformado en verdadero por la buena intención del investigador o del estudioso, así tampoco ninguna religión.

Decir que todas las religiones son iguales es, pues, tan necio como afirmar que tiene tanta razón el que afirma que la tierra es redonda, como el que dice que es cuadrada o el que sostiene que es triangular.

Si la Iglesia Católica basara su enseñanza en simples opiniones, en sentimientos, en afirmaciones incomprobables, asibles solo por una adhesión fideísta, o por el sometimiento de la razón a la voluntad, sería falsa desde el principio, porque nadie, ni Dios mismo, puede pedir al ser humano que abdique de su razón, de su capacidad de pensar y de su saber.

El que muchísimos cristianos pacíficamente ignoren las razones de su fe, el que también muchísimos mezclen en su piedad personal verdades católicas con supersticiones o doctrinas mal asimiladas e incluso falsas, el que aún este sacerdote o aquel obispo puedan decir macanas, eso no obsta para que lo que la Iglesia oficialmente, institucionalmente, enseñe como tal, no esté construido sobre solidísimas bases intelectuales, acontecimientos probados, hechos constatables... Y es importante saber que, como la doctrina de la Iglesia versa sobre asuntos que atañen al hombre también en su vida terrena, a la vez que hace afirmaciones respecto de verdades estrictamente reveladas, que el hombre nunca hubiera descubierto con sus microscopios o telescopios, también hace muchas afirmaciones que pertenecen al orden natural y, por lo tanto, al plano de las afirmaciones puramente racionales, pasibles de ser demostradas, discutidas y elucidadas por la pura razón.

Por ejemplo, la base misma de toda auténtica religiosidad, la existencia de un Dios trascendente a la materia y al universo, personal, creador y providente, no es algo que pertenezca necesariamente al ámbito de la fe, sino que puede ser probado con rigor por la razón. Ese no es el campo propio de la revelación, de la teología, sino simplemente del pensamiento, de la ciencia, de la filosofía. Y por supuesto que también de la política y de la educación.

La bondad de determinadas normas de comportamiento, las afirmaciones de la ética, son tan estudiables y comprobables científicamente como la psicología, la sociología, la economía o la etología. La Iglesia les presta además su autoridad magisterial -no solo por la asistencia del Espíritu santo sino por los 20 siglos que tiene de experiencia y sabiduría- y es hoy, lamentablemente una de las pocas instituciones que defiende esas normas, pero ellas valen por si mismas, prescindiendo de toda confesionalidad religiosa, y hacen concretamente al bien común, a la prosperidad de la sociedad y a la felicidad de los ciudadanos. Ir contra las leyes de la ética es tan enfermizo para la sociedad y las personas como para la salud corporal ir contra las leyes de la medicina. Y esas normas de higiene moral pueden, y deben, ser estudiadas, probadas y enseñadas en el ámbito de la pura educación humana.

Por supuesto que, amén de estas verdades y leyes de orden natural, científico, racional, la Iglesia, porque instrumento de Dios para llevar al hombre a superarse hacia la misma vida divina, toca un ámbito de la realidad -el de Dios y su vida íntima- al cual no accederíamos sin su intervención, más allá de esas fuerzas naturales. Pero aún esta intervención y el mensaje que conlleva es verificable antes -y luego interpretable- por la razón humana. Así lo demuestran dos mil años de teología y filosofía cristianas.

El suceso de la Resurrección, por ejemplo, que además de ser la irrupción de lo sobrenatural, lo celeste, en el cosmos, en nuestro tiempo y espacio, sustenta la fiabilidad de la revelación cristiana, es tan verificable como cualquier acontecimiento histórico: mediante los testigos o testimonios fidedignos que esos acontecimientos han dejado.

El cristianismo pues, desde el punto de vista intelectual, se muestra como una comprensión global del sentido del mundo, del hombre y de la realidad que, aceptando absolutamente todo lo que las auténticas ciencias naturales descubren, las completa y sublima en lo que tiene de incompleto, mediante lo que fidedignamente, verificablemente, nos transmite la revelación; ayudando a nuestra inteligencia y promoviéndola, no sometiéndola, no aplastándola.

Es una desdicha el que la tesis protestante de que la fé es una cuestión de sentimiento, no de inteligencia, haya contagiado a muchos católicos.

No es así: es absolutamente vital, y más en nuestro mundo ideologizado y anticristiano, y más para nuestros jóvenes que han de enfrentarse y convivir con este ambiente, tratar de entender, justificar, probar, dar razones de nuestra fe. A lo último que tenemos que renunciar es a nuestra inteligencia.

Y la inteligencia avanza estudiando, leyendo, observando la realidad, cuestionándose, preguntándose, planteándose porqués... Tanto en aquello que pertenece al orden de las ciencias profanas, como en lo que pertenece al ámbito de la revelación...

Algunos piensan que el evangelio de hoy, a través de la figura de Tomás, es una advertencia contra la incredulidad, entendida como un querer ver, tocar a toda costa, y una instancia a creer cerrando los ojos... Pero no es así.

Nuestro evangelio de hoy no hace de ninguna manera un llamado a una fe obtusa, irracional. Nada de eso hicieron los apóstoles. Y aunque la figura de Tomás nos deja algo perplejos fíjense Vds. que, el evangelista Juan la usa con mucha sutileza e ironía: al fin y al cabo lo de querer meter la mano en el costado de Jesús era solo una fanfarronada. Y al final, Tomás, no solo cree como todo el resto de sus compañeros, que llaman a Jesús su Rabí, su Maestro, el Mesías, sino que de sus labios sale la proclamación de fe en Jesús más plena que aparezca en todo el nuevo testamento. Precisamente porque ha dudado, porque ha tenido que estrujarse la mente y el corazón para pensar, él es el primero de todos en entender finalmente que su Maestro, que su amigo Jesús, el resucitado, es nada menos que su Señor y su Dios.  

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