Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1991 - Ciclo B

2º domingo de pascua

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.

SERMÓN

La costumbre del día de descanso semanal es relativamente nueva en la historia de la humanidad y ciertamente invento judío. Entre los pueblos primitivos el trabajo o el descanso se regula simplemente de acuerdo a las necesidades. Cuando en el neolítico se comienza a vivir en ciudades hay, empero, determinadas fechas en las que por diversas razones no se trabaja.

En antiguos textos cuneiformes babilónicos, -hemerologías, calendarios, confeccionadas por sus sacerdotes-astrólogos-, se designan como días "nefastos" a los 7mo, decimocuarto, vigésimoprimero y vigésimoctavo del mes. Y los textos dicen, con alguna variante, que en tales días "el pastor de los pueblos -e.d. el rey- no debe comer carne cocida ni pan cocido, no debe cambiarse los vestidos ni ponerse vestidos limpios, no debe ofrecer sacrificios, montar en su carro ni ejercer la soberanía. El sacerdote no debe proferir oráculos, el médico no debe tocar al enfermo. Es día que no conviene para hacer ninguna acción deseable".

También se ha hallado en esos calendarios que se habla de un día, contrariamente a los anteriores, fasto, propicio, "día de apaciguamiento del corazón de los dioses", en el cual cualquier acción emprendida llegará a buen término. Dicho día es el de plenilunio, el de luna llena y la palabra acádica que sirve para designarlo es 'sápattu'.

Algunos estudiosos querrían hacer derivar de allí la costumbre judía de el descanso hebdomadario, el shabat, ya que en los más anti­guos textos de la Biblia el sábado se pone en paralelo con la luna llena. Más aún las dos grandes fiestas de Israel, la Pascua y la fiesta de los tabernáculos se celebraban en la luna llena del primer y séptimo mes, como luego la de los purim en la luna llena del duodécimo.

Se afirma, entonces, que en el primitivo Israel solo se conocería el sábado, el shabat, de mitad de mes y sería recién en la época del exilio en Babilonia, seis siglos antes de Cristo, cuando el profeta Ezequiel y los sacerdotes hebreos, aprovechando los días nefastos babilónicos de cada siete días, quisieron hacer de éstos séptimos días, llamándolos también sábados, ocasión para defender la idiosincrasia del pueblo judío, obligándolo a asistir al culto, a la escucha y lectura de la Escritura, a la reunión en oración. De hecho la institución del sábado cada siete días -desvinculada a partir de allí de los ci­clos lunares- fue la que, en el destierro, en medio de gente y costumbres extranjeras, despojados de su rey, de su tierra, de sus leyes y de su templo, mantuvo el espíritu nacional judío.

Para lograr esto, más allá del descanso que imponía a los babilonios su supersticiosa astrología, los teólogos judíos lo transformaron en uno de los mandamientos más importantes del decálogo y lo llenaron de sentido religioso. Aprovecharon un antiguo poema metafísico de creación que dividía a ésta en ocho obras de Dios, ocho días, y lo comprimieron a seis días de modo de dejar el séptimo sin ninguna acción y, así, por medio del descanso divino legitimar el reposo sabático.

Pero reposo encaminado a la conmemoración, a la meditación porque "el séptimo es día de descanso en honor del Señor, tu Dios....porque en seis días el Señor hizo todo pero el séptimo descansó. Por eso el señor bendijo el día sábado y lo declaró santo" dice la versión de los diez mandamientos del Cáp. 20 del Éxodo; en la otra, la del Deuterno­mio cap.5, dice algo parecido: "Observa el día sábado para santificarlo, como el Señor, tu Dios, te lo ha ordenado.... así podrán descansar tu esclavo y tu esclava como lo haces tú. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor te hizo salir de allí con el poder de su mano y la fuerza de su brazo". Pero en esta segunda versión el motivo del reposo es la liberación de la esclavitud en Egipto.

Es decir: creación y liberación, los dos acontecimientos fundantes del pueblo de Israel, son los que dan al sábado su carácter sagrado. Esta sacralización del sábado, tiempo bendito instituido por Dios al crear al mundo y memorial de la liberación de Egipto, lo transformó en la institución más santa e intangible del pueblo de Israel y la que lo salvó de perder su personalidad nacional en medio de la diáspora durante siglos y siglos. Custodiada luego por innumerables reglamentos que tejieron los rabinos, pero que participaban y participan de esa misma intangibilidad divina, aún hoy es un signo temporal de pertenencia al pueblo judío. De allí esas polémicas que hoy leemos extrañados en el evangelio respecto del cumplimiento o no del sábado por parte de Jesús. El horror judío ante las transgresiones de Jesús provenía de que al arrogarse Cristo el derecho de modificar la ley sa­bática se estaba atribuyendo los poderes propios del creador, de Dios: no era simplemente una cuestión de precepto, un problema de interpre­tación de la ley: se trataba de una blasfemia.

En el ámbito grecorromano en realidad no existía un día especial dedicado al descanso ni al culto. Si había infinidad de fechas dedica­das a diversas divinidades. Algunas eran jornadas nefastas en las cua­les resultaba de mal agüero comenzar nada; otras eran días festivos en los cuales el poder de lo divino se introducía en el tiempo humano y permitía el goce de sus favores. Orgías, bacanales, saturnales, comi­lonas, borracheras, hierogamias, desenfreno sexual, éxtasis alcohólico o histérico, anarquía moral, inversión de las jerarquías sociales, solían ser el recurso para encontrarse con lo divino. Por supuesto en esos días los que festejaban no trabajaban.

Pero por feliz coincidencia, derivada de los conocimientos astronómicos de la época, también los romanos tenían una semana de siete jornadas dedicada cada una a uno de los siete planetas conocidos en­tonces: el lunes a la luna, el martes a Marte, el miércoles a Mercurio, etc.. Y por aún más feliz coincidencia el sábado judío vino a caer el mismo día del dedicado a Saturno, astro, divinidad, considerado maligno, de mala ventura, aciago. Más valía en ese día, como una especie de martes 13, quedarse en casa. Es posible que los mismos ju­díos fomentaran esta superstición para proteger su propia costumbre, porque ya Séneca, hacia los años 60, se queja diciendo: "Hasta tal punto se ha difundido la costumbre de ese pueblo criminal" -obviamente Séneca no quería a los judíos- que ya ha sido recibida en toda la tierra: vencidos han dado leyes a los vencedores... Pero al menos ellos conocen el motivo de su rito; la mayor parte del pueblo en cambio no sabe porqué lo hace".

Los primeros cristianos, surgidos del judaísmo, continúan obser­vando el sábado, pero ahora el sábado les sirve de preparación para la verdadera celebración que presidirá desde entonces el tiempo de la Iglesia, y que será la de la Resurrección del Señor. Dicho día es, se­gún narran los evangelistas, el primero de la semana, el primero des­pués del sábado. Pero no que la resurrección haya caído en un día de la hebdómada. La Iglesia primitiva tiene plena conciencia de que la Resurrección de Cristo no es una vuelta, un regreso de Jesús al tiempo de este mundo; es la inauguración de una nueva dimensión temporal definitiva, es la ascensión de Cristo a lo eviterno y permanente, es la introducción de lo humano en el eón divino. No se trata del tiempo me­dido por la rotación de la tierra, por el preciso cronómetro de los astros o el más preciso aún de la radiación del cesio; es la tempora­lidad definitiva de la tierra nueva y los cielos nuevos que inaugura el Señor Resucitado. No se trata pués de volver al primero de los siete días de la semana, se trata de un día que está más allá de ésta, se trata, como ya asi lo nombra Bernabé y luego Agustín, del octavo día, del que está allende nuestra cotidianeidad y donde ya reina plenamente el Señor, el Resucitado.

De allí que ya en el Apocalipsis se lo denomine el día del Señor, en griego, 'he kiriaké hemera', 'el día señorial' o simplemente  'kiriaké', el 'señorial'  o en latín 'dominicus dies' o, simplemente, 'dominicus', 'señorial'. Y de ahí, de dominicus, señorial, viene nuestro nombre domingo. Prefigurado en el primero del poema de la creación donde Dios crea la luz y la separa de las tinieblas. Por eso, dice Jerónimo, no es coincidencia que los paganos atribuyan este día al sol -como todavía el inglés y el alemán -'sunday','sontag'-, porque hoy Cristo brilla como la luz del mundo, como el cirio pascual que no se apaga, como el sol de justicia en cuyas alas viene la paz.

Si Vds. leen atentamente el nuevo testamento verán que todas las apariciones de Cristo suceden en domingo, -el primer día de la semana, relata hoy Juan y ocho días después-. También Pentecostés, la efusión del Espíritu será domingo y también la parusía. Es la dimensión nueva del tiempo donde ya reina Jesús.

En este día el reloj definitivo del resucitado se inserta en nuestro tiempo. O, mejor: el domingo, para el cristiano es un hiato, un cese del tiempo que transcurre y un estar ya en lo consumado y final, en el nuevo mundo enseñoreado por Jesús.

Por eso en el día domingo los cristianos no se ponían nunca de rodillas. "En el día del Señor no nos arrodillamos en signo de resurrección", decía San Ireneo. Y el Concilio de Nicea en el 321 prescribe a los fieles el quedarse erguidos durante la oración hecha en domingo. Las Decretales de Gregorio IX textualmente imponen: "De ninguna manera deben los fieles arrodillarse para orar el día Domingo a no ser por devoción privada y en secreto". "De pie oramos los domingos -escribe Agustín- como signo de nuestra propia resurrección".

Del mismo modo aún en épocas penitenciales como la cuaresma se prohibía el domingo que se hiciera ayuno y se obligaba a respetar el carácter dichoso, festivo y alegre de este día.

Y si es posible se deja de trabajar en las labores necesarias a la existencia temporal y se vive en el ocio fecundo de la convivencia y la comunión con Dios y con los hermanos. Pregusto de lo que será el definitivo gozo del octavo día, plenitud espiritual que surge de la paz de Dios.

Ese día el cristiano deja su traje de trabajo, de diario y se viste de fiesta, se endominga, se pone sus ropas de gala. Ese día el cristiano se dedica especialmente a la oración, al encuentro con el sentido de su vida, con lo que da significación plena a su existencia.

Así antes se vivía el día del Señor.

La costumbre judía de comenzar el día la tarde del que hoy llama­mos el anterior, hacía que los cristianos de los primeros siglos ya la tarde del Sábado se reunieran a festejarlo como domingo en el encuen­tro y rezo de las primeras vísperas. Al despuntar del sol se celebraba en la eucaristía y al atardecer se despedía con algo de tristeza -la tristeza de las tardes del domingo- con las segundas vísperas. Las familias se reunían en oración, en conversación de las cosas importantes, en alegría de compartir la Misa y la mesa, en meditación y lectura.

Hoy ya sabemos que la cosa no es más así. Entre otras cosas tam­bién el domingo ha sido destruido en su significado señorial. Y es urgente que lo recuperemos a ese sentido sacral, porque la descristianización de la sociedad -que mal que nos pese de una u otra manera a todos nos influye- no podrá ser enfrentada sin las fuerzas espirituales que manan del domingo.

Salvémoslo de la parranda, de la bacanal, de la orgía de los sábados a la noche, salvémoslo del caos del tráfico apiñado, embote­llado, en el acceso norte, salvémoslo de la televisión, del cine y aún, si es posible, del fútbol. Dediquémoslo a encontrarnos con Dios, a encontrarnos con los nuestros. Recuperemos su sentido trascendente, señorial, dominical. Oremos y leamos. Festejemos. No nos dejemos ven­cer por un ambiente que en el domingo quiere entretenernos y distraer­nos para poder luego fatigarnos, esclavizarnos, alienarnos, explotarnos y sumergirnos en los días pedestres del negocio, el estudio, la competencia y el trabajo. Tratemos de encontrar nuestra identidad cristiana mediante el domingo; en esa embriagante dimensión del resucitado, tiempo ya suyo, donde reconociéndolo como nuestro Dios y Señor, nos de la paz, nos sople el Espíritu Santo, perdone nuestros pecados y así como lo envió el padre así a nosotros nos envíe, a reconquistar al mundo.

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