Sermones de pascua

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2005 - Ciclo C

2º domingo de pascua
(GEP 03/04/05)

Lectura del santo Evangelio según san Juan    20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan» Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!» Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe» Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.


SERMÓN

Este domingo -en el cual en la primitiva Iglesia finalizaba la octava de festejos de Pascua y los que habían sido bautizados en la Vigilia Pascual dejaban de lado sus vestiduras blancas, para retornar, a partir del lunes, a sus tareas cotidianas- era aprovechado por los obispos para hacer una exhortación, a los nuevos cristianos, a la fe católica. De allí el evangelio elegido -ya en aquellas épocas- para este domingo. De hecho profundísimas piezas sobre el concepto de la fe se encuentran en sermones de teólogos de la envergadura de un San Basilio, Cirilo, Gregorio, Ambrosio, Agustín, precisamente comentando el evangelio del incrédulo Tomás.

Empero, si leemos esas homilías con atención, nos encontraremos con la sorpresa de que, lo que se encomia en ellas no es solo ni principalmente la razonada y razonable confianza que han de tener los ausentes en el testimonio fidedigno de los que fueron testigos elegidos. -Confianza absolutamente necesaria, ya que sería imposible que el Cristo Resucitado se estuviera apareciendo a todo el mundo y en todos los momentos y lugares de la historia. Ello se dará recién en el cielo y constituirá parte, precisamente, de la visión beatífica, cuando nuestros sentidos y cerebros estén adaptados para verlo.- Lo que, en cambio quiere destacar el Evangelista y sus comentadores no es en primer lugar la confianza subjetiva del supuesto creyente, ni mucho menos cualquier credulidad boba y sin análisis, sino, machaconamente, la realidad objetiva de la Resurrección. "Tócame, ve las llagas de mis manos y mis pies, soy yo mismo." Lo cual se percibe, también, en pasajes paralelos recogidos por los otros evangelistas, donde Jesús pide de comer, se hace tocar, aparece realísimo como lo contrario a un espectro: "Soy yo, no un espectro. Un espectro o alucinación no tiene huesos y carne como yo tengo".

Así es. El encuentro con Dios no es una experiencia meramente subjetiva, una iluminación interior, un fogonazo cálido que surgiera de mis sentimientos o de mi fervor, mucho menos un vuelo parapsicológico, histérico, carismático, una visión indemostrable. El evangelio de hoy, como todos los evangelios que narran la resurrección, pretende referirse a algo que sucede como acontecimiento realísimo, prescindiendo del que yo pueda creer o no creer en él, tenerlo por cierto o no. Es decir que se enmarca en los parámetros de lo que entendemos como real, histórico, objetivamente acontecido, sucedido. O, desde el punto de vista del que conoce, en lo que entendemos como verdadero. Esa noción de verdadero o de verdad que cada vez más se ha ido perdiendo en el mundo moderno y contemporáneo y apenas es conservado en el terreno de las ciencias duras, o en los restos de sentido común que impone, aún al más obtuso o ideológicamente desviado, la realidad en la vida cotidiana.

Contrariamente al resto de las religiones y aún de las desviaciones cristianas no católicas, el catolicismo se precia, más allá de lo sentimental o subjetivo, de poder probar con razones sólidas, constatables, verificables, rigurosas, la objetividad -más allá de lo que uno piense o deje de pensar de ella- de su conocimiento, de su fe. La católica es la única concepción religiosa que no teme a la razón y que acepta todo lo que sea cierto. Ni teme -al contrario- a la investigación, y acepta en su totalidad los primeros principios del pensar -como el principio de no contradicción y la existencia no onírica de la realidad universal- junto con los datos incontestables que pueda aportar cualquier auténtica ciencia humana. Al revés de las gnosis orientales y la filosofía moderna que o declaran a la realidad engañosa, ilusoria -el 'maya' budista, la 'doxa' de Parménides- y a los primeros principios falsos, identificando el ser y la nada -Hegel, Marx-. Pero, en fin, no es momento ni hay tiempo de entrar en estas cuestiones.

Lo cierto es que, acercándonos a nuestra historia contemporánea, el gran destructor de esta convicción intelectual de que la inteligencia era capaz de conocer la realidad y que ésta tenía existencia objetiva, fue el protestantismo, encabezado por Lutero. Para Lutero lo objetivo, lo real, no tiene ser propio: no es sino la proyección de la iluminación interior. La verdad no la configuraría la estructura sólida de una realidad o una revelación existente antes de que nosotros la miremos, sino que es creada por nuestro conocimiento, por nuestro sentimiento subjetivo, por nuestra mirada, por nuestra interna luz. La verdad la haría surgir omnipotentemente la opinión de cada individuo.

Es la opinión o conciencia de cada uno -identificada por Lutero con el Espíritu Santo- la que determinaría la verdad, la realidad. El mundo sería no lo que investiga y descubre -ya puesto allí- el saber humilde del hombre, sino lo que éste proyecta 'a priori' hacia fuera de su yo. De allí que toda estructura -incluso la de la realidad- que pretenda ejercer sobre el hombre cualquier tutoría o imposición de determinada visión de las cosas, automáticamente será tiránica, autoritaria, cercenadora de los derechos del hombre, enemiga de la libertad.

Esto es lo que Lutero vio en el Papado. Torpemente la gente suele tragarse la historia de que la revuelta protestante se debió a abusos de la Iglesia Católica y especialmente de Roma y, por lo tanto, fue un legítimo retorno a las verdades evangélicas primitivas. De ninguna manera. Por más que pecados de eclesiásticos y aún de Papas, obispos y clérigos -y laicos- haya habido siempre, no fue eso lo que sublevó a Lutero y levantó, a gran cantidad de príncipes apóstatas de Europa, contra Roma. Lo decía explícitamente el mismo Lutero: "aunque el Papa fuese tan santo como San Pedro, lo tendríamos por impío y nos rebelaríamos contra él".

Y ya en aquella época fue la clase política la que, encantada con la doctrina luterana, apoyó al reformador que los liberaba de Dios y de su ley, y se volvió contra Cristo y su Iglesia, para reivindicar los derechos absolutos de la autoridad humana sobre todo intento de subordinarla al Creador y a la verdad.

Por ello, tanto bajo la tiranía de los príncipes de la Reforma como, luego, bajo el despotismo de la democracia surgida de la revolución francesa -heredera de esa reforma luterana- o la de los nacionalismos no católicos o la de los bolcheviques, o la de los poderes mundiales inspirados por la masonería, siempre, el adversario único ha sido y es la Iglesia Católica. No el resto de las religiones, incluidas las cristianas heréticas. Todas ellas, de una u otra manera, declaran la divinidad del hombre -y, lamentablemente, en esta tesitura debemos incluir a muchos que hoy se dicen católicos, incluso obispos-, son aliadas del hombre alzándose contra Dios y la ley natural. El único contrincante de la autodivinización y apoteosis del hombre es y será siempre y exclusivamente la auténtica Iglesia Católica, la que defiende la soberanía de Dios y la reyecía de Cristo. Mediante el magisterio plasmado antonomásticamente en el Papado.

Es por ello que, si hay algo que será universalmente abominado y atacado por el mundo contemporáneo, con sus derechos humanos y la divinización de su conciencia autónoma, será el Papado.

El Papa cuando actúa como Papa -no cuando, como hombre, bendice cualquier dislate humanista y democrático- de por si será invariablemente atacado por el mundo. No siempre grosera y payasescamente a lo Bonafini; no siempre, tampoco, mediante la persecución sangrienta; sino también sutil, mediáticamente, como cuando se pretende rebajar su figura a la de un buen hombre, o un luchador por la igualdad y la democracia, un defensor de los pobres, un guardián del orden y de la moral, un combatiente por la ecología y por la paz. pero sin reconocerlo como lo que es: Vicario de Cristo el Rey del Universo, de quien proviene toda legítima autoridad aquí en la tierra, y por quien, en medio de las oscuridades de esta tierra, hay que dejarse iluminar en el pensar y el obrar para conservar auténtica libertad. A Cristo, en humilde y absoluta obediencia; a Su Vicario, el Papa, cuando se pronuncia infaliblemente en materias de dogma y de moral y cuando prudentemente gobierna a su Iglesia -atando y desatando en nombre de Cristo-.

Vivimos -unos más, otros menos, algunos hipócrita otros sinceramente- el dolor de la muerte del Papa que nos tocó en los últimos veintiséis años de historia de la Iglesia. Aún en medio de la alegría de la Pascua no podemos dejar de lado la pena humana de esta desaparición. Juan Pablo II, uno de los tantos cristianos que han ocupado, a lo largo de dos mil años, el cargo de Vicario de Cristo.

Muchos hombres, de distinto carácter, envergadura, cualidades, incluso santidad, han ejercido ese ministerio. Algunos lo han hecho mejor, otros peor. Ninguno falló jamás -fueran lo que hayan sido en sus opiniones y vida privada- cuando se trató, como Vicarios de Cristo, de pronunciarse dogmáticamente en asuntos doctrinales y morales.

A esos hombres, legítimamente se les fue reservando el título que, al comienzo de la historia de la Iglesia , se daba a casi todos los obispos: Papa, del griego 'pappas', onomatopeya que utilizaban los niños para nombrar a sus padres, y casi idéntica a nuestro 'papá', salvo la acentuación. San Agustín, cuando se dirige a un obispo algo mayor que él, le dice 'mi querido papa'. Título de la autoridad natural y benévola que existe en la familia y que, llevada a la sociedad, supone que el que manda ha de ser de alguna manera padre de su pueblo. Así lo entendieron casi todas las antiguas civilizaciones que llamaban padres a sus reyes. Así también se llaman las autoridades en los monasterios, aunque utilizando raíz aramea: Abad, de 'Abba', padre, el epíteto cariñoso con el cual Jesús llamaba a Dios.

Pero ya sabemos que, para la revolución contemporánea, aún la palabra 'padre', sobre todo en su acepción peyorativa de 'paternalismo', se ha convertido, después de Freud, en algo casi insultante: el superego castrante, el que impide a la libido abrirse y florecer en libertad, el que, más allá del 'principio de realidad', produce cuanta represión enfermiza, complejo o trauma enferman la psique del hombre y le impiden ser persona. "¡Fuera el paternalismo de la sociedad, de las escuelas, de las familias, de la Iglesia !", clama la soberbia revolucionaria. "¡Cada uno ha de ser padre, progenitor de si mismo!" Por lo tanto, y antes que nada, eliminada la figura de Dios Padre, eliminar la del Papa, el 'santo Padre'. Comenzando por transformarlo, dentro de la Iglesia , en un obispo más, sometido al 'colegio' de los obispos privado de cabeza.

O, como decía Lutero: "¡Basta de Papa, cada cual debe ser Papa de si mismo!" ¡Basta de autoritarismo romano!, ¡arriba los concilios sin primado!, ¡a instaurar la democracia dentro de la Iglesia , transformar al Obispo de Roma en una figura cuanto mucho decorativa, dentro del marco fastuoso de los museos Vaticanos, un objeto más de esos museos, un representante de una de las tantas religiones a poner en el mismo escenario con el Dalai Lama, con el gurú Maharayi, con el Pope de Esmirna, con el Primado Anglicano de Inglaterra -pronto será la primada, si siguen así- con el Califa de Bagdad y con el Jefe de los mormones!

Lo estamos oyendo en estos momentos en los lacrimógenos noticiosos oficiales, cuando, dada la solemnidad del momento y el respeto debido a todo recién fallecido, nadie se atreve, salvo uno que otro desubicado, a atacarlo de frente. Pero nadie lo pondera por lo que fue: el representante de Cristo en la tierra, el Primado de la Iglesia Universal , el sucesor de Pedro, sino -nos harta escucharlo- el que reivindicó a los judíos, el que pidió perdón por las cruzadas, el que en la práctica consideró a todas las religiones iguales, el gran defensor de la democracia y los derechos del hombre, el que ayudó a voltear el comunismo, el que impidió la guerra con Chile. Todas ponderaciones ambiguas y aprovechadas, que no solo no tocan los substancial de su pontificado, sino que pretenden avalar, deformando los hechos, el sometimiento del papado a lo 'políticamente correcto', a la 'animación espiritual de la democracia universal' y, para peor, sutilmente, criticar a los Papas anteriores y a la Iglesia de siempre.

Nosotros lloramos, en cambio, al que tuvo, en dificilísimas circunstancias del mundo y de la Iglesia , que asumir un papel que está por encima de la capacidad de cualquier ser humano. Al que tomó sobre sus hombros la tarea ciclópea de intentar gobernar a la Iglesia con todas sus complejidades en un mundo en revuelta. Extrañaremos al que siempre dio testimonio personal de fe y de piedad rezando y celebrando la Misa y sacramentos con altura y convicción. A quien siempre vimos varón sereno, bondadoso aún con sus peores contrincantes. A quien, cuando tuvo que hacerlo, en materias doctrinales graves, no se calló aún cuando ello le atrajera la crítica de la prensa y de los poderosos del mundo. A quien reaccionó cuando, según su leal saber y entender, se tocaban materias doctrinales, o se desviaban las normas morales, o se profanaba a Cristo en la sagrada liturgia. Y aunque sabemos que en esas materias gozaba de la asistencia del Espíritu Santo, no por ello podemos dejar de agradecerle filialmente el que, como padre valiente, no haya dejado en esos casos de escribir y de hablar. Aunque, justamente cuando tocaba esos temas, lo silenciaba la prensa, no dando a luz sus palabras, o, peor, tergiversándolas. Le agradecemos, finalmente, el que continuamente haya dado muestras de su devoción profunda a nuestra Madre, a María y que la haya tenido -"Totus Tuus"- como su Dama y Señora.

Pero quizá sea hora ya no solo de rezar por él, para estar a su lado en estos momentos cuando está dando cuentas de su vida a su Señor, sino por el próximo Papa, para que los cardenales sepan elegir a alguien que esté a la altura de los tiempos borrascosos que se precipitan sobre la Santa Iglesia. De manera que, sea quien sea, mantenga con mano firme la barca de Pedro y a nosotros, leales cristianos, siempre en ella y junto a él.

Para que, con nuestra inteligencia iluminada por su testimonio fidedigno, podamos proclamar siempre a Jesús: "¡Señor mío y Dios mío!".

Menú