Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1977 A

Nochebuena

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 1-14
En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Angel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Angel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Angel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»

SERMÓN

Once de la noche.

Enorme excitación en la ciudad del Gran Monarca.

El pueblo inquieto y alborotado se agolpa frente a los grandes portones de oro que hienden el marmóreo muro del sublime recinto.

En el patio de honor, formados, doce mensajeros, los yelmos empenachados, empuñan sus largas trompetas de plata.

Han sido elegidos entre los mejores, los más apuestos, los más aguerridos, los más valientes, los más gentiles.

El que está al frente apenas puede mantener quieto al poderoso padrillo blanco que monta. El soberbio animal caracolea y resopla fuego de sus ollares.

Fuerte mancebo el adalid. Una arruga en la frente, empero, indica la preocupación que lo embarga. La misión es honrosa, pero la responsabilidad enorme. La orden ha sido lacónica y escueta: encontrar al hijo del Rey en su triunfal ingreso y anunciarlo.

Las once en punto. El clamor cesa. Se abren los portones con apenas susurro sobre los enormes y pulidos goznes. El ancho y largo puente levadizo cae sin ruido sobre el foso.

Una seca orden y los doce caballeros se lanzan al viento, flameando sus penachos y sus blancas capas azotando el viento. Las grandes alas de los corceles reman potentes al unísono. Siguen el mismo camino que hace nueve meses trazara aquel otro garrido mensajero.

Seis y seis formando una alba cruz que se confunde con las constelaciones de los astros.

Como un cometa surcan raudos el espacio. Atrás van quedando las estrellas.

Abajo, noche serena. Reflejo de luna y plata en los remansos de los lagos y la fosforescencia de los mares. Negra tinta la tierra, salpicada de la gualda y pálida luz de las aldeas y ciudades.

 Los ojos del capitán horadan las tinieblas perquiriendo. Pasan los minutos en el feudo del tiempo. Las espuelas de oro salpican de rojo los ijares.

Allá abajo, bullicio de los palacios imperiales y de los nobles y los ricos. Brillan las antorchas en el jolgorio de las fiestas palatinas. Rebullir de funámbulos y volatineros; menearse de danzas de cortesanos y bayaderas. Cantar de juglares, risas de beodos, regüeldos de estómagos satisfechos.

Nadie mira el cielo.

 Los doce palafrenes se alejan capas al viento.

Los minutos pasan.

Repiqueteo de monedas en los foros. Banqueros y comerciantes cuentan el saldo de la jornada. Ya planean el negocio de mañana. Ávidas miradas ciegas para todo, excepto el oro y los talegos.

Nadie mira el cielo.

 Duermen los cuerpos sus miembros entrelazados en pequeñez de amores o en agrios sudores de burdeles.

Nadie mira el cielo.

 Sudor y sangre en los costados, baten los cascos herrados de plata la negra noche.

Los ojos del capitán horadan las tinieblas.

Fuegos de campamentos y de torres de vigilancia. Afuera de las vallas, la siembra de los soldados muertos. Centellean los sangrientos trofeos, lanzas y espadas.

Generales y centuriones ciñen sus coronas de laureles. Mentón erguido. Pero los laureles ocultan las estrellas.

Nadie mira el cielo.

 Nadie mira el cielo. Nade oye el murmurio de las alas batiendo, ni el tintinear de las herradas campanas de los remos.

Nadie observa la estela de plata que surca el firmamento.

 

Quedan atrás las ciudades grandes y los palacios y los bancos y los cuarteles y los sueños de oro, de carne, de gloria.

 Los ojos del capitán ahora escudriñan los desiertos, los campos yermos, las aldeas pobres, los gabinetes de los sabios.

 Pero allá, en el horizonte, extraño resplandor lo atrae. No luz amarilla y sucia de aceite o de fogatas, no brillo de sables, no refucilos de monedas. Extraño resplandor de plata, cascada de estrellas.

 
 

Casabindo, Angel Arcabucero

 Otra seca orden. Reverbero áureo de las espuelas, último galope penachos y capas al viento. Allí por fin esta la Dama con su fiel escudero. El hijo del Rey, el heredero, acaba de llegar.

Sin laureles, sin manto de púrpura, sin clámide ni tizona.

Duerme en los brazos de la madre y ella lo mira. No necesita levantar la vista. Ya tiene al cielo en su regazo.

Desmontan los doce caballeros e hincan su rodilla en tierra.

Ninguno de los tres los ve, pero María y el niño han oído el ruido de las alas y sonríen.

 Restalla nueva orden del capitán. Hay que cumplir con la misión del Gran Monarca.

Saltan a sus monturas y otra vez al viento.

Ahora sí, hay alguien que mira al cielo, son los pobres, son los solos, son los tristes y sufrientes, son los sabios, son los pastores, son los que poco esperan de la tierra.

 Y allí, por fin, las doce trompetas de plata resuenan en la noche en notas que son como luces de bengala:

¡”Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres que ama el Señor!” 

Hugo van der Goes. Angeles y pastores, (panel central del altar Portinari). 1476-1478. Uffizi, Florencia

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