Sermones de NAVIDAD

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

Nochebuena (noche)
Navidad (aurora)
Navidad (día)
2º Domingo después de Navidad
Sermones del Prólogo al Evangelio de San Juan

1975. Ciclo B

2º DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD
Prólogo al evangelio de San Juan

Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
Al principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio del Verbo y sin él no se hizo nada de todo lo que existe. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibie­ron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. El Verbo era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. El estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: «Éste es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo.» De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.

SERMÓN

Si Vds. visitan una biblioteca cualquiera de teología, como la del Seminario de Villa Devoto, donde se preparan los futuros sacerdotes bonaerenses, verá que cuenta, además de los en español e idiomas modernos, con una enorme cantidad de libros escritos en latín –y también unos cuantos en griego y hasta en sirio‑. Libros llenos de sabiduría, de belleza intelectual y literaria, de pensamientos nobles y profundos, de reflexión y sapiencia. Un tesoro de inteligencia acumulado a través de siglos por hombres dedicados a meditar las cosas del espíritu, indagar sobre la realidad de Dios y del hombre, gustar las maravillas de la Revelación.
Lamentablemente ese tesoro, poco a poco, se va alejando cada vez más del alcance de los que entran a dicho recinto. No porque se muevan los estantes y anaqueles, sino porque nos va faltando la llave, la combinación de su ingreso: el conocimiento del latín –y del griego y del sirio‑ que, cada vez menos son los que lo entienden.
Cuando ningún estudiante sepa ya latín, todos esos libros se convertirán en papel inútil, lleno de garabatos incomprensibles. Abriremos sus páginas y sólo veremos trazos de tinta negra. No seremos capaces de descubrir su sentido, su significado. El tesoro –aunque los libros estén allí‑ se habrá perdido.

Recuerdo que, no hace mucho, visitando a un seminarista, noté que tenía la cama rota y, para sostenerla, utilizaba unos extraños ladrillos. Cuando me fijé mejor, vi que los que parecían ladrillos eran cuatro tomos de una estupenda edición latina de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. ¡Claro! Un libro escrito en latín incomprensible –en chino, para la ignorancia contemporánea clerical‑ ¡qué mejor servicio podía prestar que el de ladrillo! O leña, o papel para el cartonero.

Lo mismo el idioma hablado: una hermosa poesía de Schiller, Goethe o Rilke, para uno que no sepa alemán, es una serie de ruidos desagradables. Porque ¿ven? en la palabra, una cosa es el ruido o sonido que golpea nuestro tímpano y percibe nuestro oído, otra el sentido, el significado que capta la inteligencia. Una cosa es el dibujo de la letra que perciben nuestros ojos, otra el significado que, en esos dibujos, descubre nuestra mente. Si no conocemos la clave, el idioma, la voz y las letras quedan en ruido y garabato.
He recibido en estos días tres o cuatro tarjetas navideñas de amigos sacerdotes que conocí en Polonia con noticias al dorso. Las conservo porque alcanzo a distinguir el remitente e indudablemente son saludos, pero, para mí, son como misivas mudas, porque no entiendo un ápice de polaco.

Claro que, al fin y al cabo, no saber polaco, o latín, o griego o sirio, para las cosas comunes de la vida no interesa demasiado. Con tal que sepa hablar y  leer argentino y me entienda con los que me rodean y pueda leer los diarios, es suficiente.
Sin embargo, hay un libro y un lenguaje importantísimo que pareciera que el hombre moderno cada vez es menos capaz de entender. Un libro enorme de letras mudas que ya no le dicen nada –porque ignora como leerlas‑ el libro de la naturaleza, de los sucesos y las cosas, escrito por Dios para nosotros.
Dios nos ha escrito y escribe la estupenda carta de la creación y nadie más allá de la descripción de las letras ‑sus átomos y trayectorias‑ parece apto para leer su mensaje. Nos habla constantemente en las pequeñas cosas que nos pasan y las circunstancia que nos rodean y los menudos acontecimientos de nuestra vida –una misiva tras otras‑ y somos ciegos para leer en ellas lo que nuestro Dios quiere decirnos.

El hombre contemporáneo ya no ve más, detrás de la naturaleza creada, la presencia del Creador. Es incapaz de amar a Dios en la belleza de una flor, adorarlo en la majestuosa imponencia de una montaña, agradecerle en la brisa que refresca el ardor del verano, abrazarlo a través del silencio plateado de una noche llena de estrellas.
Tampoco sabe descubrir el idioma de su presencia en nuestra vida a través de los acontecimientos grandes o minúsculos. Si aumentan los precios todos sabemos que es culpa de la inflación, del caos administrativo, de la ley de contratos de trabajo, de la falta de estímulos a la producción. A nadie se le ocurre pensar que, para cada uno, puede ser también un modo que quizá tenga el Señor de decirnos que vivamos más la pobreza evangélica y ambicionemos las cosas celestiales.
Si nos aqueja la enfermedad, bien sabemos atribuirla a diversas clases de bacilos y bacterias, arterias y coronarias. A nadie se le ocurre leer en ella un llamado de Dios a la cruz o a la conversión.
Nos va mal en el examen y sabemos el por qué: tuvimos mala suerte, el profesor nos tiró a matar. No se nos ocurre escuchar, en el fracaso, un pedido de Dios a la humildad o al mayor esfuerzo.

En el lugar de los reyes magos, nosotros hubiéramos enfocado la estrella con nuestros telescopios, medido su densidad, calculado su trayectoria y su distancia. Ellos, sencillamente, leyeron su significado más profundo, la siguieron y hallaron a Jesús.
Nos quedamos con la realidad bruta del libro de las cosas: su peso, su tamaño, sus dimensiones físicas, su precio en pesos. Nos sirve de ladrillo o leña o papel. Pero ya no tenemos capacidad para leer su mensaje, su sentido, ni de comunicaros con su Autor.
Y así la realidad de nuestras vidas se torna banal, mediocre, superficial, chata, carente de misterio y profundidad.

Porque toda la creación, señores, todo lo que sucede, además del hecho físico medible, es un gran mensaje de Dios a los hombres. Un Dios que quiere hablarnos, hacerse nuestro amigo, comunicarse a nosotros. Como se comunica el novio a la novia en una carta, la madre al hijo en un gesto de cariño, el autor a su público en una novela o en un ensayo. El mundo, las cosas, los acontecimientos, lo que nos sucede, son –si sabemos leer y escuchar‑ ‘palabra de Dios’‑ de un Padre que nos ama.

Pero, porque tempranamente el hombre se hizo ignorante y perdió el lenguaje de las coas, se hizo ciego para el libro de Dios y sordo para sus llamados, Dios buscó la manera de que Su presencia no pasara inadvertida y, entonces, no le bastó escribir el libro de las cosas, ni enviarnos cartas o misivas. Se presentó El mismo, personalmente. No mensajero sino visita. No telegrama sino Presencia. No a través de sus obras, sino Él mismo: Jesús de Belén.

Eso quiere decir en griego la palara Epifanía: ‘manifestación’ de Dios. Dios que se muestra y presenta visiblemente en Jesús. En Jesús nos habla, y nos enseña el lenguaje perdido de las cosas, nos traduce los libros y misivas incomprensibles por nuestra ignorancia, nos descubre el sentido misterioso y sublime de nuestra existencia de hombres y cristianos.

 

En esta época, por decisión del episcopado la fiesta de Reyes se pasaba a domingo.

 

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