Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1994. Ciclo B

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-94)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

Es sabido que el título de Madre de Dios, dado a María, si bien atestiguado a partir del siglo III, adquiere la categoría de una invocación universal recién a partir del concilio de Éfeso en el 431, ante la negativa del heresiarca Nestorio de querer concedérselo. "No" –decía- "María es solo madre del hombre Jesús, no de lo divino que hay en El"

En realidad esto equivalía a negar la unidad de Cristo y por lo tanto su divinidad. Como definir  más tarde el concilio de Calcedonia: dos naturalezas sí, pero una sola persona, una sola hipóstasis. Y como la persona es la designada por el nombre, cuando se dice María es madre de Jesús, se está  afirmando María es madre tanto de lo humano de Jesús como de lo divino.

Por supuesto, es de Perogrullo, que esto no quiere decir que Dios no existiera antes de María, ni María no fuera tan criatura de Dios como cualquiera de nosotros; sino que, cuando ella da a luz a Cristo, es madre de la totalidad de su ser. Tan madre como cualquier madre lo es de su hijo. Y conste que ser madre no significa en ningún caso ser creadora. Una cosa es crear otra traer al mundo.

Sin embargo, al referirse a la maternidad divina de María, la Iglesia entiende de ella algo más que lo que pudiera entenderse cuando uno habla de la madre de Clinton, o de la madre de Juan Pablo II, o de la madre de Belgrano: madres de bebes que llegaron a ser presidente o Papa o abogado y general. Ni la madre de Carol Woytía sabía que su hijo había de ser Papa, ni la de Clinton presidente de los EEUU. Ellas fueron madres, en sentido biológico y educativo, de pequeños que fueron, luego, lo que hoy sabemos de ellos.

La diferencia con María es bastante substancial, no solo porque, desde el comienzo, Jesús es Dios -no llegó a serlo-, sino porque ella contribuyó conscientemente, con su libre aceptación, a este divino nacimiento, y acompañó con su fe corredentora el alumbramiento definitivo del Resucitado.

A la blasfemia luterana de que María es solo madre biológica de Dios se opone la magnífica teología de San Lucas expresada en las escenas de la Anunciación y de la Visitación: el "Hágase según tu palabra" y el "Magníficat", que refieren la iluminación de la joven virgen respecto de la misión que debía asumir.

Pero esa misma teología lucana nos habla de las tribulaciones de parto, de la fe, que María debió llevar, tantas veces obscuramente, y desde la cual acompaña nuestras propias tribulaciones de cristianos en la gestación de nuestro propio crecer hacia Dios. Madre de Dios desde el comienzo, debió a sus méritos y su propia cruz, el ser madre asunta del Resucitado.

María debió madurar en la comprensión de su fe, lentamente, perplejamente. Como señala Lucas: "conservaba y meditaba estas cosas en su corazón", o, como dice más adelante en la escena de Jesús en medio de los doctores: "sus padres no entendieron lo que les decía". Porque María tenía ciertamente la más intensa fe, pero alcanzar  la plenitud de la comprensión y por lo tanto también la clara conciencia de su maternidad divina recién en la Asunción. Desde allí si, Reina y Señora de toda la creación, su maternidad divina se hará potente para también ser madre nuestra en el orden de la gracia.

De alguna manera también nosotros, desde que nacemos, por supuesto, somos hombres; desde que nos bautizan somos transformados en hermanos adoptivos de Jesús; pero eso no nos exime de crecer como tales, de ir haciéndonos verdaderamente hombres, sobre todo, de ir haciéndonos cristianos... De algún modo seremos, definitivamente, aquello que hayamos hecho de nosotros; nuestra tarea en el mundo es construir a aquel que vivir  para siempre en el cielo.

Para eso se nos da el tiempo de nuestra vida. Para que aquello que se nos otorga como punto de partida -nuestro ser humano, nuestro ser cristiano, nuestros diversos talentos- germine en verdaderos frutos de santidad; crezca y aumente continuamente.

El primer día del año, con la conciencia de un año más que ya se ha ido de nuestra vida y otro que se abre en perspectiva por delante, nos haga tomar conciencia de nuestra temporalidad y de su sentido.

Que la Virgen Madre de Dios, ella, que al mismo tiempo que veía crecer a su hijo en gracia y sabiduría fue creciendo ella misma, conservando y meditando la palabra de Dios en su corazón, atravesado su corazón por una espada -como le profetizó el anciano Simeón-, de pie junto a la cruz, que ella nos ayude a ser hábiles utilizadores, inversores, del tiempo de este año que comienza, no solo gastadores, de modo que día a día aumenten en nosotros los frutos de la redención.

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