Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1981. Ciclo A

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

Desde ya hace un decenio y, por voluntad de Su Santidad el Papa Pablo VI, el primero de año ha sido instituido como Jornada Mundial de la Paz.

Al mismo tiempo, la reforma litúrgica, cambió la antigua festividad de la Circuncisión del Señor de este día, por la de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios.

Pero como casi todo el mundo cree que la obligación de venir a Misa proviene sencillamente de que la Iglesia quiere santificar el principio del nuevo año, en realidad uno no sabe muy bien de qué hablar, si de la Santísima Virgen María, si de la paz o si del sentido del tiempo que pasa deshojando continuamente almanaques.

En realidad, este año, pareciera que -por la inquietante situación internacional y nuestras propias dificultades con el asunto de la mediación papal en el problema chileno- la Iglesia argentina, a través de la voz de sus prelados, sugiere que se hable más bien de la paz.

 

 Pero no hablaré de la paz que es simplemente la ausencia de guerra. De esa paz que se puede obtener con solo renunciar a la lucha, al enfrentamiento y que parece ser la única que conocen muchos declamadores de la paz. Levantar las manos y entregar todo lo que se me pide, agachar la cabeza y aceptar la humillación y el saqueo de los míos, no siempre es voluntad de paz sino muchas veces cobardía.

 Y no nos referimos al problema particular con Chile -que Dios quiera que se arregle por las buenas-. Pero todos debemos evitar la tentación –querida por nuestros adversarios- de pensar que el recurso a la lucha, a la violencia justa, sea un mal absoluto y haya que obviarlo a toda costa. ¡Pobres de nosotros cuando pensemos que el derecho a la legítima defensa es ilícito; o cuando consideremos inmoral que la policía reprima con las armas a los delincuentes o clamemos porque el ejército deponga las armas frente a los enemigos de fuera y de dentro!

Todos conocemos bien ciertas campañas de pacifismo internacional que lo único que pretenden es desarmar a los pueblos frente, por ejemplo, a la amenaza del marxismo.

Las cosas se han deformado, en la mente de la gente, de tal manera que un ejército que con decisión y coraje supo enfrentar y vencer a las fuerzas de la subversión, tiene que callar vergonzantemente su victoria o defenderla tímidamente frente a un mundo que, a través de organismos internacionales, propaganda y ‘mass media' lo condena casi unánime, mientras calla o tolera otras lesiones muchos más graves del derecho de gentes llevadas adelante por quienes pueden acallar las protestas internacionales o manejar la prensa.

 ¡Pobre del organismo cuyos glóbulos blancos hubieran renunciado a fagocitarse los gérmenes patógenos! Cualquier médico sabe que la salud, la paz de un organismo vivo, depende de la energía con que sus defensas actúen frente al medio agresor. Pero la ingenuidad contemporánea -producto del racionalismo y del nuevo dogma de la bondad innata del ser humano que desconoce la existencia del pecado original y del mal actuante en el mundo de los hombres- no quiere saber nada de ‘enemigos' frente a los cuales la única posibilidad de arreglo es la lucha y su derrota.

Todos afirman, ingenua o no tan ingenuamente –mientras toda la historia de la humanidad y de cada uno de nosotros lo desmiente- que cualquier enfrentamiento puede resolverse con el ‘diálogo', la ‘negociación'.

No es así. El hombre no es pura razón. La justicia en manos de los hombres no siempre es capaz de satisfacer a las partes en conflicto. Existen fuerzas oscuras e irracionales incapaces de diálogo; amén del mal actuante en individuos y sociedades y que lo único que quiere es vencer y prevalecer

Por eso, entre las virtudes cardinales, se cuenta no solamente la prudencia, la temperancia y la justicia, sino también -y custodia y nervio de estas tres- la fortaleza, la fuerza. Virtud necesaria en un mundo en donde el bien coexiste con el mal y en donde hombres y naciones, para conservar su ser, han de enfrentarse constantemente con la violencia patógena del pecado.

No. Mientras haya mundo e historia, no habrá nunca paz sin espada. Salud sin glóbulos blancos.

Pero -y aquí vamos a nuestro tema- ¿qué es la paz? Porque, en realidad, al oír la palabra nuestra mente inmediatamente la asocia con ausencia de guerra. Yo recuerdo, todavía con indignación, cuando terminó la horrible guerra del Vietnam con la traición de oscuros poderes mundiales y de Occidente a los católicos vietnamitas del sur y la conquista final del país por las tropas del Vietcong que alguien dijo “¡Por fin ha llegado la paz!

 Horrible deformación del término, por cierto. La paz del cementerio, la paz del campo de concentración, la paz que se obtiene en ciertos sanatorios geriátricos drogando a los internados. La pseudo paz que establecen férreamente –y por diversos medios- las diversas tiranías que dominan amplias zonas de nuestra pobre tierra.

 Y, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, uno de los grandes doctores de la Iglesia, comentemos la definición de San Agustín [i] de la paz como ‘tranquilidad en el orden'. 

 

Para el Aquinate, tanto el verdadero concepto de paz es diferente al de la mera ausencia de guerra, que ni siquiera lo identifica con el de concordia [ii] , siendo ésta el consenso social logrado en el querer de las diversos ‘corazones' –de allí, precisamente, “con-cordia”- en orden a un fin común. Siendo así la concordia mucho más de lo que expresa nuestro corriente concepto de paz: ausencia de conflictos.

La concordia se establece en la sociedades –afirma- cuando las voluntades de todos concuerdan entre sí armónicamente.

Sin embargo la paz, para Santo Tomás y la tradición agustiniana y católica, es algo todavía mucho más hondo que esta concordia, que esta posibilidad de vivir muchos en el mutuo respeto de sus respectivos derechos y en la coincidencia en la búsqueda del Bien Común. Esta concordia solo mira a mis relaciones con los demás. Pero la paz supone no solo que los individuos convivan entre si sin disensos, sino que los mismos individuos unifiquen las tendencias de su propio ser. La paz añade a la concordia que mira a los otros, la coincidencia y unidad de las tendencias en cada una de las personas. Porque, en realidad, es está última la que permite la verdadera concordia con los demás.

 A esta unidad interior –sostiene- que es la paz -fundamento de la concordia social- se oponen dos tipos de rupturas interiores.

Una, la que enfrenta los deseos de la razón a los deseos de nuestras bajas tendencias. Nuestra razón, iluminada por la fe, quiere una cosa, se propone un fin noble. Nuestros deseos desordenados, inferiores, quieren arrastrarnos -con la ayuda a veces de la razón extraviada- a la contraria.

¿Quién no ha tenido y tiene constantemente la experiencia de esta dualidad que se esconde en nuestro interior y que -como decía San Pablo [iii] - nos hace realizar el mal que no queremos? ¿Quién no ha sufrido y sufre el pertinaz esfuerzo de nuestra pereza, de nuestra debilidad, de nuestra gula, de nuestra lujuria, de nuestro orgullo, por boicotear contantemente los buenos propósitos que formamos con nuestra mente?

¡Ah! ¡Si hubiéramos podido vencernos siempre a nosotros mismos y hubiéramos podido realizar los planes que tantas veces meditamos frente a Dios! Ya seríamos hombres, ya seríamos santos, ya tendríamos paz. Pero no: seguimos divididos, seguimos claudicando, distendida nuestra alma entre lo que aspira nuestra nobleza de cristianos y lo que nos exige nuestra miseria de hombres.

 El otro tipo de ruptura que impide la paz –dice Santo Tomás- es el estar queriendo continuamente bienes diversos que no podemos poseer simultáneamente. Cuestión de inconformidad patológica. Cuando el hombre no tiene una sola meta sino que sus deseos se diversifican detrás de multitud de bienes, nunca se quietará, nunca encontrará la paz. Ella se obtiene recién cuando el deseo del hombre es colmado por la posesión y fruición de lo querido. Pero, al desperdigar sus fines y en múltiples bienes finitos, siempre andará queriendo cosas nuevas. Nunca podrá reposar en ningún bien. Su atención se desviará necesariamente no a lo que tiene sino a lo que aún le falta. Jamás alcanzará la paz.

En su comentario al “De divinis nomínibus [iv] , atribuido a Dionisio el Areopagita, el de Aquino lo explica magistralmente. “No puede alcanzar la paz –escribe- aquel que quiere colmar todos los deseos superfluos y desordenados a los cuales es incitado por sus pasiones. Al contrario más se perturba puesto que, así, nunca puede obtener nada que efectivamente lo calme, porque es imposible que el hombre que da libre curso a sus deseos desordenados y superfluos pueda obtener todo lo que desea y por lo tanto, estos tales buscando falsa paz en la satisfacción de sus deseos, lo único que encuentran es disensión consigo mismos y con los demás.”

¿Cómo entonces podrían conseguir la paz? “Solo si, reprimiendo sus muchos y cambiantes deseos se convirtieran al único deseo del verdadero Bien”.

Por eso, Tomás repetirá constantemente la afirmación neotestamentaria de que únicamente en Cristo puede hallarse la auténtica paz.

 Y es que, en realidad, el hombre no puede satisfacerse con nada de este mundo, porque en su corazón esconde un deseo o posibilidad de infinito. Esa es su marca de fábrica. Porque Dios ha hecho el corazón humano precisamente con el objeto de que tenga la posibilidad de abrirse al amor del mismo Dios.

Estamos ‘hechos para Dios', para amar a Dios, para llenarnos de Dios. Nuestro querer tiene hambre de infinitud, es ‘capax Dei', decía Agustín, ‘capaz de Dios'. Es decir, su capacidad indefinida está hecha para que en ella, reformada por la gracia, potenciada por la ‘luz de la Gloria', de alguna manera quepa Dios.

Con cualquier otra cosa que pretendamos llenarla siempre quedará vacía. Habrá en ella insondables rincones insatisfechos buscando siempre nuevos bienes, impulsando huracanes de deseos, desquiciando nuestro interior.

 De allí que la verdadera paz solo puede lograrse en la Caridad, en el amor a Dios. Solo el encuentro con Él en el amor sobrenatural puede pacificar nuestro corazón. Y, amando a Dios y a Él rectificando todas nuestras aspiraciones, también gozar, en su medida, en paz, de las criaturas finitas de este mundo.

Y en paz, aun cuando el amor de las criaturas se nos niegue.

 Al mismo tiempo, esta caridad con su fuerza divina, podrá hacernos vencer y pacificar las tendencias desordenadas de nuestros apetitos inferiores y , finalmente, también alcanzar la verdadera concordia con nuestro prójimo, con nuestros hermanos.

Porque la fría justicia no basta. La justicia –dice Santo Tomás-, el ‘orden' del cual hablaba Agustín, es causa material de la paz, pero sin la forma de la caridad es incapaz de mantenerla.

 

Por eso, como Vds. ven el problema de la paz, de la verdadera paz, no lo puede resolver ninguna organización internacional. Ningún tratado, ninguna negociación ni mediación. La paz es fruto de la Caridad y solo puede llegarse a ella por la santidad.

Esa santidad y paz que –dijo Jesús- se obtiene con lucha y esfuerzo, ‘con espada', y que las sociedades solo pueden alcanzar muy imperfectamente en la medita también de la caridad de sus miembros, de la educación virtuosa de sus ciudadanos, de la justicia de sus instituciones patrias y también del valor y decisión de los que empuñan las armas para defenderla. 



[i] Leer todo la magistral visión sobre la paz en “La Ciudad de Dios”, l. XIX. Para San Agustín: ”porque es tan singular el bien de la paz, que aún en las cosas terrenas y mortales no sabemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni finalmente podemos hallar cosa major.' Empero, según él, sólo puede haber paz definitiva en la vida eterna, mientras que en la terrena la paz la vivimos como un bien incierto y dudoso.

[ii] Summa Theologiae, IIa IIae, q. 29, aa. 1-4.

[iii] Rm 7, 18-25

[iv] In De divinis nominibus, cap. 11 l. 3 “Putant enim quod possunt habere interiorem pacem, implendo superflua et inordinata sua desideria quae incitantur secundum varias passiones, sed per hoc magis perturbantur, dum non possunt consequi delectationes a quibus detinentur: impossibile est enim quod homo, superfluis et inordinatis desideriis subiacens, omnia desiderata consequi possit; et ideo tales, quaerentes pacem, lites commovent ut sua desideria impleant. Et quia variis desideriis subiacent, variationibus gaudent. Sapienter autem hanc impugnationem passionum sedarent si, multa desideria reprimentes, ad unum desiderium verae pacis converterentur”.

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