Sermones de la santísima virgen maría

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2003. Ciclo B

SOLEMNIDAD DE santa María Madre de Dios
(GEP, 01-01-03)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.

SERMÓN

            Medir el tiempo por las alternancias del día y de la noche fue espontáneo en el hombre desde que surgió a la historia. Hoy sabemos que se trata del tiempo medio necesario para una rotación de la Tierra sobre su eje. Pero cuando se trató de referirse a períodos más largos, contar por días se reveló engorroso e insuficiente. Es por ello que ya en la época neolítica apareció la necesidad de contar el tiempo por divisiones más amplias. Los períodos lunares, que parecían coincidir misteriosamente con los femeninos, sirvieron a tal fin. Entre dos lunas llenas, es decir el tiempo necesario para que la luna circunde la tierra. Veintinueve días más 12 horas, 44 minutos y tres segundos. Y ese tiempo se llamó mes. Casi todas las civilizaciones, incluidas la griega y la judía, usaron esa unidad y el respectivo año lunar.

            Los egipcios, en cambio, adoptaron el año solar: el tiempo en que la tierra vuelve a ocupar una misma posición en su órbita alrededor del sol o, para ellos, del mismo signo zodiacal.

            Ambos sistemas -el solar y el lunar- no coinciden, porque las lunaciones no son múltiplos exactos de días, ni los meses lunares son múltiplos del año solar, con lo cual el año lunar se atrasa once días por año con respecto al año del sol por lo que las estaciones, por ejemplo, nunca tienen días y meses fijos. Todavía hoy los musulmanes siguen usando el año lunar, con todos los inconvenientes que eso trae.

            Los romanos, de quienes depende nuestro calendario occidental, usaban, al comienzo, un comprometido sistema que les venía de los latinos y sabinos. Diez meses con 304 días, en un año que comenzaba en Marzo, en honor a Marte, el dios de la guerra. Era todo un programa de vida. El resto de los meses simplemente se numeraban: segundo, quinto, séptimo -de allí septiembre-, octavo -de allí octubre-, noveno -noviembre-, décimo -diciembre-. Poco a poco, algunos fueron adquiriendo nombre como Abril, probablemente en honor a Afrodita. Mayo -de Maius, mayor, porque tenía el mayor número de días o porque en él solían ocurrir los acontecimientos políticos y bélicos más importantes. Junio, en honor de Juno. Pero la desigualdad de días de los meses traía problemas. Por eso, para que todos ellos tuvieran 30 días y aproximarlo al año solar, ya el rey Numa Pompilio, en el 700 AC añadió al final del décimo, de Diciembre, dos meses más, Enero, en honor al dios Jano -Ianuarius-, mes undécimo y, un último, Febrero -el mes de las fiebres-. Como doce meses de 30 días solo suman 360 y el año solar son cinco días más, estos siempre se añadían a fin de Febrero, el último mes del año. Todavía hoy conservamos la costumbre de añadir en Febrero el día 29 de los bisiestos. (Bisiesto, viene del latín "bisextus", que significa, simplemente, cuarto: cada cuatro años).

            Julio César, en el año 45 AC, quiso poner algo más de orden y pidió ayuda a los sabios de Alejandría, Egipto, con sus cuidada astronomía y su año solar. El astrónomo Sosígenes, a su pedido fijó la duración del año en 365 días 5 horas y 55 minutos. Erró solo en 7 minutos y segundos. De todos modos, es ese pico de 5 horas 48 minutos y 45 segundos, el que hace precisamente que, los años bisiestos, añadamos un día al año, en su último viejo mes, febrero, para compensar el atraso. Por supuesto que en su propio honor Julio Cesar determinó que el mes Quintilis, Quinto, desde entonces se llamara Julio. En lo que fue imitado luego por su sucesor Augusto, el primer emperador, que al Sextilis, al sexto mes, llamó Augustus, Agosto.

            Pero ¿porqué tomamos como primer día del año el primero de Enero y no el primero de Marzo, como hacían los romanos, y transformamos el séptimo mes, Septiembre, en el noveno, y el noveno, Noviembre, en el onceno y Diciembre en el duodécimo? O ¿porqué no optamos por cualquier otro día para inaugurar nuestro período anual?

            De hecho el año hebreo comienza el 3 de Octubre; el musulmán, el 5 de Septiembre; el vietnamita el 23 de Marzo y aztecas, mayas, incas, babilonios, egipcios, fenicios, festejaban otros inicios...

            En realidad el que aquí y ahora lo iniciemos el primero de Enero es fruto también de nuestra ascendencia romana.

            Comenzar el año en Marzo, en Roma, producía muchas confusiones, porque en aquel tiempo los años no se designaban con números, sino con el nombre de los dos cónsules que compartían durante un año el poder ejecutivo en la época republicana. No se decía el año número tanto, como se hace ahora, sino, por ejemplo, "el año en que fueron cónsules Marco Silano y Lucio Norbano" o "siendo cónsules Léntulo Getúlico y Cayo Calvisio". Como decir "el segundo año de Alfonsín" o "el cuarto de Méndez". Pero pasaba que los cónsules no comenzaban a ejercer su cargo el 1 de año, que era entonces el 1 de marzo, sino en el undécimo mes, el primero de Enero, por lo cual inevitablemente, poco a poco, para fechar los acontecimientos los cronistas no tuvieron más remedio que referirse a ese día, el de su asumir el poder, como el primero del año identificado con el nombre de los dos cónsules. Y así, poco a poco, quedó transformado el primero de Enero en el primero de año.

            Este calendario, llamado juliano -por Julio César- fue adoptado universalmente por oriente y occidente y, por tanto, por el mundo cristiano. Pero resulta que en realidad su año era 11 minutos y 14 segundo más largo que el año solar. Esta diferencia se acumuló hasta que, hacia 1582, la datación se había atrasado ya diez días respecto a solsticios y equinoccios y las fiestas de la Iglesia no tenían lugar en las estaciones apropiadas. Para conseguir que el equinoccio de primavera nuevamente se produjera hacia el 21 de marzo, como constaba que había ocurrido en el 325, año del primer Concilio de Nicea -otro hecho por el cual dicho concilio fue importante- el Papa Gregorio XIII promulgó un decreto eliminando de un plumazo diez días a ese año 1582. De tal manera que, del cuatro al 15 de Octubre de 1582 -que fueron los días elegidos-, no sucedió nada en el mundo... simplemente porque esos días jamás existieron. Para prevenir nuevos desplazamientos instituyó el llamado calendario gregoriano que es el que actualmente nos rige, y en donde se añade cada tanto un año bisiesto más que en el juliano, -vigente todavía en las celebraciones de muchas iglesias orientales-. Por eso la navidad de los ortodoxos, por ejemplo, no coincide con la nuestra y Vds. leerán en los diarios que se celebrará en unos días.

            De todos modos, como ven, el uno de Enero es una fecha convencional, artificial, sin ningún significado ni astronómico ni religioso y ni siquiera aceptado por todo el mundo. En realidad cualquier día es lo mismo para afirmar que ha pasado un año desde el mismo día del año pasado.

            Pero, es claro, se rompen viejos calendarios, se corre el numero de la cintita de goma del sello, se aprovecha para hacer los balances generales, los que no tienen Palm estrenan agendas con olor a cuero nuevo, y la gente festeja, algo tontamente -aunque cualquier ocasión es buena para festejar, en estos tiempos en que tan pocas hay para hacerlo- este pequeño cambio de número, que entre nosotros, hemisferio sur, para mejor, coincide con el inicio de los meses de vacaciones.

            Pero nosotros cristianos, aprovechemos, y demos a nuestro cambio de año, a nuestro balance general, un sentido más profundo. Al fin y al cabo el tiempo no es simplemente el telón de fondo de nuestras vidas, es su substancia misma. No hay nada fijo, todo lo que somos y tenemos lo poseemos en instantes fugitivos que rápidamente se trasforman en pasado. Nuestro vivir es tiempo. Somos tiempo. Y tiempo que se gasta y de ninguna manera se puede recuperar. No hay cartoneros que puedan recoger nuestro tiempo pasado como el papel de los calendarios y reciclarlo. Si lo usamos mal ya queda inutilizado e inutilizable para siempre. No existe, ni podrá existir nunca, salvo en la ficción, una máquina del tiempo que nos permita recuperar o cambiar lo ido. Somos dueños de nuestro futuro, no de nuestro pasado. Las fotografías en blanco y negro, se volvían amarillas, sepia; las de colores, violetas; el movimiento y las voces que fijan videocámaras y grabadoras, con el pasar de los años, son solo introducciones a la nostalgia y, por más que brillen inconmovibles, digitales, en las pantallas de nuestras computadoras, tarde o temprano reflejarán modas viejas, nos asombrarán con el aspecto joven de lo que fuimos y ya no somos más ...

            Y si todo quedara en lo humano, el tiempo -ese tiempo que la juventud torpemente quisiera acelerar, y los mayores queremos desesperadamente frenar, detener- no sería sino eso, la medida del envejecimiento, del desgaste, de la oxidación, del deterioro, del aumento de la entropía ...

            Por eso la Iglesia ha querido, desde la última reforma litúrgica, que el convencional principio de año fuera festejado con la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Ella que, en el tiempo, tuvo el honor de ser Madre de Aquel que había sido engendrado antes de todos los tiempos, es la que hizo y hace de puente entre lo permanentemente fresco, joven y eterno, y lo humano, vetusto y temporal. María es la que, en Cristo, Dios y hombre, eternidad y tiempo, unidos en la misma persona, ha permitido que nuestro decurso cristiano pueda ser, no desgaste puro, sino camino de lozana eternidad.

            En la fe en Cristo Jesús, el cristiano tiene la posibilidad de hacer que su tiempo no se sumerja en las páginas muertas del pasado, sino que sean inversión de perpetua vitalidad y perenne juventud.

            El que solo gasta el tiempo, ciertamente lo pierde sin remedio, pero el que lo invierte, sobre todo en su familia -aunque también en su profesión, en sus estudios, en su trabajo-, en obras de amor y servicio a Dios y a los demás, en Cristo Jesús, hace, con ese tiempo, "negocio", intercambio de eternidad.

            Que María, Madre de Dios nos enseñe y ayude a usar el tiempo así, y engendre también en nosotros no solo lo humano destinado a la muerte, sino lo cristiano llamado a la plenitud juvenil de lo que nunca envejecerá.

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