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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

33º Domingo durante el año
(GEP; 14-XI-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 14-30
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos es como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo al tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. En seguida, el que había recibido cinco talentos fue a negociar con ellos y ganó otros cinco. De la misma manera, el que recibió dos ganó otros dos, pero el que recibió uno solo hizo un pozo y enterró el dinero de su señor. Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores. El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. "Señor -le dijo-, me has confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel -le dijo su señor-; ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: "Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado". "Está bien, servidor bueno y fiel, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor". Llegó luego el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!" Pero el señor le respondió: "Servidor malo y perezoso, si sabías que cosecho donde no he sembrado, y recojo donde no he esparcido, tendrías que haber colocado el dinero en el banco, y así, a mi regreso, lo hubiera recuperado con intereses. Quitadle el talento para dárselo al que tiene diez, porque a quien tiene se le dará y tendrá más, pero al que no tiene se le quitará aún lo que tiene. Echad afuera a las tinieblas, a este servidor inútil: allí habrá llanto y rechinar de dientes"».

Sermón

Cualquiera que haya visto alguna vez ' El ocaso de los Dioses' recordará la escena del prólogo donde, sobre la roca de las Walkirias, las tres Nornas , hijas de Erda, la madre tierra, van tejiendo la cuerda de oro del destino, del saber universal que une inextricablemente pasado -la norna anciana-, presente -la norna madura- y futuro -la norna joven-. En las leyendas nórdicas ellas eran las forjadoras del hado de los hombres. Pero en la escena wagneriana algo comienza a fallar en este acontecer ineluctable del mundo. El fresno sagrado al cual estaba atada la punta de la cuerda dorada se ha secado, a causa de que Wotan el padre de los dioses ha desgajado su lanza de una de sus ramas. La soga, ya sin la atadura del fresno, se engancha en la roca y tirada por las nornas finalmente cede y se rompe, presagiando la final liberación del hombre. Esta se produce en el último acto del Ocaso, cuando, con la leña seca del fresno muerto, se incendiará y desplomará envuelto en llamas el Walhalla, el palacio de Wotan. El hombre queda libre de la prepotencia de los dioses, simbolizada por el Walhalla y por esa cuerda de oro del destino implacable que van devanando las nornas. Liberación empero mal comprendida por Wagner, discípulo de Schopenhauer y Nietzsche, entendida como liberación aún de las leyes, aún de la sabiduría y de la ciencia, puro voluntarismo titánico, que no hará sino cambiar la omnipotencia sabia de Dios por la prepotencia de los superhombres, de las razas elegidas. No por nada Hitler era un gran admirador y asiduo espectador de la tetralogía wagneriana en Bayreuth.

Y las nornas son la versión nórdica, germánica, de las moiras griegas o de las parcas romanas. En el mito griego las moiras eran la personificación del destino de cada uno, de la suerte que nos corresponde a cada cual en este mundo. Todo humano tiene su moira, afirmaban los griegos, es decir 'su parte'. Moira viene, en efecto, de méros -en griego, 'parte'-, la parte que toca a cada uno -la eimarméne- dentro de la serie de acontecimientos que constituyen la trama del universo pensada desde siempre por los dioses. Las moiras o parcas, como las nornas, eran tres: Átropo , Cloto y Láquesis que, para cada mortal, regulaban la duración de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, con ayuda de un hilo que la primera hilaba , la segunda enrollaba y la tercera cortaba , cuando la correspondiente existencia llegaba a su término. Las moiras representaban a un orden inflexible del universo que ni siquiera podían transgredir los dioses. En la epopeya homérica son, por ejemplo, las que, en el campo de batalla, impiden a tal o cual dios acudir en socorro de un héroe cuando ha llegado su hora.

En el foro romano -aunque hoy solo se puede señalar el lugar vacío donde estuvieron- las moiras o parcas estaban representadas por tres estatuas llamadas corrientemente ' las tres Hadas ', ' tria Fata', en latín. 'Hada' viene, en efecto, de 'fata'. ('Fata' todavía es hada en italiano). De 'fata', derivan los términos fatal y fatalidad. Hada, 'fata', es el femenino de hado, el 'fatum', el destino. Y 'fatum' deriva del verbo fari , 'decir'. El 'fatum', el hado, es pues 'lo dicho', lo predicho desde siempre y para siempre por los dioses y que ningún querer del hombre puede torcer. Eso significa también destino en latín, del verbo destinare , 'sujetar', 'decidir', 'decretar'. El destino es pues lo determinado, lo fijado, lo escrito y dicho irreformablemente. Es inútil, decían los griegos, rebelarse contra la fatalidad, contra el destino, contra las parcas...

En esta actitud llamada justamente fatalismo vivió y vive aún sumergida gran parte de la humanidad. Con sus más y sus menos los antiguos griegos y los romanos. Pero ciertamente, todas las religiones orientales sustentan su modo de vivir en la aceptación del destino, de lo fatal de la existencia. Para el hinduismo la vida humana esta sometida al karma , la necesidad ineluctable de nacer y volver renacer una y otra vez en infinitos ciclos en condiciones animales, humanas o divinas, nadando impotentes en el torbellino de surgencias y muertes del samsara , de lo cual solo se puede escapar en la renuncia a todo actuar, a todo sentir, a todo pensar -lo que sería el nirvana para el budismo, que en esto piensa exactamente igual-. La falta de auténtica posibilidad de enfrentar al karma -que, entre otras cosas, impone la inamovible estratificación de las castas-, la ilusión que sería tratar de modificar el maya budista, el mundo de las apariencias, solo escapar mediante la ascesis y el yoga hacia la nada del brahma o del nirvana, transforma a estas descabelladas religiones en ideologías del inmovilismo social, del atraso, de la pasividad, sumiendo a las masas en la resignación, en la sumisión al hado y al despotismo de las clases dominantes, en la falta de competitividad, rémoras de todo progreso social, político, técnico o económico... Así están esos pobres pueblos, todavía sumidos en la miseria por sus viejos y nuevos maharajáes, y falsos sacerdotes, gurues y brahmanes.

También el Islam, aunque de otra manera, genera fatalismo. La omnipotencia de Alá no admite coexistir con la libertad del hombre. Todo está escrito desde la eternidad, todo está predeterminado, movido por el qadar , el decreto de predestinación. Ante la voluntad de Alá solo cabe la conformidad, agachar la cabeza, someterse... El término Islam eso es lo que significa en árabe, sumisión . Nadie puede torcer el camino que desde siempre Alá ha marcado para uno. El 'fatum mahometano', como le llamaba Leibnitz , ha hecho de esta doctrina llevada a la política instrumento de pauperización de los pueblos que trágicamente han caído en ella. Su dinamismo siempre ha consistido en el despojo de la riqueza y cultura de otros pueblos por vias de conquista, no de creación o renovación. Porque contrariamente a las doctrinas hinduistas y budistas que reprimen los deseos vitales hacia el nirvana y la renuncia, el islam los sublima hacia la guerra santa. El creyente debe hacerse instrumento de la omnipotencia de Alá sobre el hombre, sometiendo a todos los pueblos en su nombre. Tanto es así que, para el mahometano, el mundo está dividido en dos partes: la de las tierras sometidas a los musulmanes: dar al-islam , literalmente ' casa de la sumisión ', y la de las todavía no sometidas, que se llaman entonces dar al-harb , ' casa de la guerra '. La guerra santa, la famosa gihad , para el mahometano fundamentalista, debe continuar hasta que el mundo entero haya aceptado el islam. Lucha que siempre ha emprendido o mantiene latente el Islam con la inmensa superioridad que le da frente al enemigo su fatalismo, el saber que no puede hacer nada por eludir el instante que Alá ha prefijado desde siempre para su muerte y que lo único que puede es ennoblecerlo con la guerra santa. Un pueblo con gente a quien no le importe nada morir, ni matar en nombre de Dios, amante de kamikaces y terroristas suicidas, siempre gozará de una temeraria superioridad relativa sobre los demás. Superioridad por supuesto destructiva, de muerte, no de creación y de vida.

Justamente la parábola de los talentos de hoy nos muestra a un cristianismo radicalmente alejado de toda concepción fatalista, o aceptación del destino, o resignación.

El Dios representado por el hombre que se va de viaje y confía a sus servidores sus bienes -figurados en los talentos, antigua medida, 44 kilos de oro cada uno-, está lejísimos de ser el Soberano omnipotente que sospecha de toda iniciativa libre de sus súbditos y se opone a ellas. El poder del Dios cristiano, contrariamente a Alá o a los falsos dioses del Walhalla, no se opone a la libertad del hombre, sino que la exige y la promueve. Su poder no elimina el trabajo y la responsabilidad humanas, más bien los suscita. El error del infeliz que recibió el único talento consistió precisamente en concebir a Dios, al modo islámico, como un poderoso exigente imponiéndose frente a quien solo le cabe someterse. " Señor, eres hombre exigente, por eso tuve miedo y protegí tu talento, enterrándolo ". No comprendió la esencia del infinito poder de Dios que, en el cristianismo, nada tiene que ver con la prepotencia sino que se identifica con el amor. No entendió que el amor de Dios lo impulsa no solo a regalar al hombre vida y bienes, sino a cederle poder creador. Si una de las máximas dignidades del existir de Dios es ser causa, es ser creador, todo verdadero existir pasará por la participación de esa dignidad causadora y creadora. Precisamente Dios hace al hombre capaz de causarse a si mismo, cocreador de su ser definitivo y cocreador del mundo. Nos da nuestro ser no acabado, nuestro mundo no terminado, no solo para que lo cuidemos y conservemos y enterremos ecológicamente, sino para que lo llevemos adelante. Se va de viaje, nos deja sus talentos, nuestro ser, nuestras cosas, nuestra fe, no simplemente para que medrosos los protejamos, sino para que empeñosos y gozosos los acrezcamos, los mejoremos, los multipliquemos.

La parábola de los talentos es uno más de los tantos lugares del nuevo testamento donde se exalta la confianza que, en su amor, Dios deposita en cada uno de nosotros y nos hace fautores, mediante la libertad, de nuestros propios destinos. No sujetos al hado, ni a un plan que no tuviera en cuenta nuestro albedrío, ni a los empujones de las moiras o las nornas, ni con un libreto escondido escrito desde siempre. Somos nosotros quienes, dentro de los límites de nuestra finitud, escribimos nuestro propio libreto, el argumento de nuestras vidas, la historia de nuestra vocación. Estúpido e irrelevante sería entender nuestra vida como un tratar de estar indagando que es lo que Dios quiere de mi cuando precisamente, desde la plataforma de los talentos que nos da, nuestra herencia genética y cultural, nuestras circunstancias, nuestra fe, lo que quiere es que ejerzamos creadoramente nuestra libertad y multipliquemos inventivamente sus dones.

" Padre, no se muy bien qué es lo que Dios quiere de mi ", vienen a confiarme a veces algunos jóvenes y no tan jóvenes. " Pues es muy claro ." -les contesto- " Si sos bautizado, es clarísimo que quiere que te hagas santo ". " Si, si, ya lo se ", me contestan algo desconcertados, " pero ¿cómo ?". " Cumpliendo los mandamientos: amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vos mismo. " ... Insisten: " Sí, claro, pero, ¿qué hago en concreto ?", o, a lo mejor, "¿ qué profesión o trabajo elijo ?", "¿ me caso o no me caso ?", "¿ tendré vocación de cura, de religioso ?... "¡ Ah no !", les digo, " ahí no me meto ni yo, ni Dios; ya eso es cosa tuya" . Dios respeta tu libertad. Si el hubiera decidido para vos un solo camino y no te lo dijera, jugara a las escondidas con vos, no sería Dios. El te da en serio tu libertad y, dentro de los límites naturales de tus talentos -si sos mujer ciertamente no quiere que te hagas cura; si sos varón no quiere que seas madre, si no sos hábil con las manos no quieres que seas cirujano, si estás abandonado en una isla desierta no quiere que estudies computación, si te faltan las piernas no quiere que seas bailarín- dentro de esos límites, Dios te da total libertad para que elijas vos el camino de tu crecer, de tu hacerte santo.

La omnipotencia amorosa de Dios no se opone a la libertad, es, por el contrario, quien la sostiene. Si fuéramos el producto de solas fuerzas naturales, de leyes físicas y químicas, si todo pudiera explicarse desde la matemática de las estrellas y de los átomos, ciertamente tu libertad sería una ilusión, todo estaría predeterminado, tu destino sería la conjunción fatal de causas naturales y tus elecciones libres en la vida pura apariencia. Solo el infinito poder de Dios puede darte el ser y el actuar y al mismo tiempo descartar de tu vida el destino y la fatalidad y hacerte dueño de vos mismo y de tus talentos; darte verdadera, no ficticia o aparente libertad.

El dueño que se va y deja sus talentos en tus manos. Y realmente te los deja, para que los multipliques, para que los hagas retoñar, para que te hagas dichosamente responsable de ellos.

No es extraño que haya sido en las naciones fecundadas por el cristianismo -las que han leído entre otras cosas esta parábola de los talentos- es allí donde han nacido el concepto de la dignidad del hombre, de todo hombre y el respeto por su libertad, por su iniciativa. Y menos extraño es que haya sido en tierra cristiana donde han surgido el verdadero arte, la gran música, la gran pintura, la ciencia y la técnica, el progreso y las ganas de vivir, los grandes inventos... Finalmente el hombre, liberado por Cristo de las moiras, el hado, la resignación y el vasallaje, ha comprendido su vocación de creador de si mismo, de cultivador de su mundo, de promotor de la historia, lejos de todo fatalismo oriental y panteísta...

Pero es sobre todo a la obra magna de tu santidad a la que apunta nuestro evangelio. Una santidad que no puede consistir en solamente mantener el don: no pecar. Esperar que Dios te diga lo que tenés que hacer. El cristianismo no es sumisión, no es Islam, no es querer morir, es querer vivir en serio, es crecer en libertad. No es solo proteger cuidadosamente tu alma de todo pecado, enterrar el tesoro, custodiar el talento. No: ¡hacerlo crecer!. Y crecer no solo significa vivir yo mejor mi oración, mi entrega a Dios, mi hacer bien las cosas, mi mejorar el carácter, mi adquirir más ciencia y cultura, mi aumentar en fe, esperanza y caridad, sino en hacerlos fructíferos para los demás.

Todavía hay tiempo. Cualquiera que sea la edad que tengas, todavía podés manejar al destino, forjar tu hado. Aunque ya sientas más o menos cerca los pasos del señor que llega, -"¡ya viene el esposo!"-, todavía hay tiempo. Y, si sos joven, ¡con más razón!: tantos talentos enterrados y a lo mejor que ni siquiera sabés que los tenés: sacalos a luz, ponelos a trabajar. Todavía podés ser y hacer muchísimo más. Todavía no has extraído de ese motorazo que Dios te ha dado todo lo que sos capaz de dar. Y, de todo lo que te ha dado, te pedirá cuenta el buen Dios: ¡Despertar, desenterrar, desempolvar, vivir, crecer, servir, amar! para que un día oigas a Jesús decirte: "Entra a participar del gozo de tu Señor" .

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