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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1997. Ciclo B

32º Domingo durante el año

Sermón

           LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

Jn  4,19-24  (GEP 09/11/97)

           En la Roma imperial, enriquecida por sus conquistas y por ser cabeza del imperio, existían nada menos que 200 y pico de días feriados por año. De tal modo que una de las tareas principales de las autoridades de la ciudad era garantizar que hubiera abundantes diversiones para llenar el tiempo ocioso de los ciudadanos. Teatros, carreras, espectáculos circenses, luchas de gladiadores, enfrentamientos entre y contra fieras. Piénsese que en el Circo Máximo, al lado del Palatino, donde murieron tantos cristianos, cabían 270 mil personas sentadas. Solamente en la azotea del Anfiteatro Flavio, el Coliseo, entraban 87 mil personas. Y estos eran solo dos de los tantos circos y anfiteatros que poblaban la ciudad y que muchas veces funcionaban simultáneamente. Los empresarios que gerenciaban estos espectáculos no daban abasto de trabajo; pero así era también como se llenaban de ganancias.

            Uno de los espectáculos favoritos del público romano era el de la lucha entre fieras, o entre hombres y fieras. Para eso se necesitaba ingente cantidad de animales. Solo en la inauguración del Coliseo, en el año 80, fueron ultimadas 5.000 fieras y un número no determinado de centenares de gladiadores. En el mismo lugar, en el año 246, milenio de la fundación de Roma se mataron ‑detalla la crónica‑ "32 elefantes, 10 alces, 10 tigres, 60 leones, 10 hienas, 10 jirafas, 20 asnos salvajes, 50 cebras, 6 hipopótamos y 5 rinocerontes"; y eso que, ya en esta época, los lugares habituales de dónde se obtenían estas presas estaban exahustos por su continuada explotación.

            Una familia que durante generaciones había venido organizando la importación de estas bestias y con eso se había enriquecido enormemente era la de los Plaucios Laterani. A tal punto que en el monte Celio, lugar en donde la aristocracia romana había comenzado a construir sus casas en el siglo primero, habían levantado un palacio comparable incluso al del emperador. Cosa que no le causó ninguna gracia a Nerón, que, celoso de la fortuna y la casa de los Laterani, se valió de una fútil excusa para confiscarles todos sus bienes, entre ellos el palacio, que entregó como cuartel a su guardia privada ‑los famosos 'equites singulari', guardia de elite que luego, bajo Majencio, dieron tanto trabajo a Constantino en el puente Milvio‑. Después de su victoria sobre Majencio, Constantino restauró el palacio y se lo regaló al Papa Silvestre primero.

            El Papa Silvestre no tiene mayor prensa en la crónica de los historiadores, desdibujada su figura por la omnipresente de Constantino, sin embargo hay que decir que el papado de Silvestre marca un punto de inflexión en nuestra historia. Pensemos que, en el momento en que llega a Roma Constantino con su ejército, en el año 312, los obispos de Roma jamás habían tenido lugar fijo, y habían vivido difícil y pobremente entre continuas persecuciones. Gran parte de los Papas anteriores habían muerto mártires. La Iglesia había crecido inconteniblemente, regada con la púrpura sangre de sus pastores. El mismo Silvestre ha de ser mandado buscar por Constantino al monte Soracte donde estaba refugiado perseguido por Majencio.

            Pero, desde Silvestre, la Iglesia sufrirá un cambio fenomenal: seguirá adelante, pero ahora respaldada por la púrpura no de la sangre sino del manto imperial. La victoria de Constantino sobre Majencio no fue solo una victoria más de un caudillo sobre otro. Significó una mudanza en la historia de la cual todavía estamos viviendo las consecuencias. Constantino, convertido al cristianismo, hará que los ejércitos y funcionarios del imperio romano que hasta entonces habían sido los principales enemigos de la Iglesia se pongan ahora a su servicio. Se pasa de un modelo de Iglesia en que los cristianos saben que el serlo significa pobreza, dificultades, exclusión y aún prisión y martirio, es decir cruz, a una Iglesia que parece poder coexistir y aún aliarse con la prosperidad, la riqueza, las fieras y los poderes de este mundo. Esa cruz que hasta entonces era verdadera cruz, porque con ella se seguía ajusticiando a los criminales, desde Constantino ‑que prohibe que nadie más en el imperio pueda ser ejecutado con ella, por respeto a la muerte de Cristo‑ se transforma en casi un mero símbolo. Es verdad que aún en una sociedad políticamente cristiana lo mismo la cruz aparece en la vida de los individuos, pero también lo es que el poder y la riqueza, tanto particular como socialmente, son difíciles de ser manejados sin contaminarse. Eso solo lo pueden hacer los santos. Pero ¿cómo iba a desdeñar Silvestre poner las rutas romanas, sus armas, su economía, su autoridad política, su prestigio, al servicio de Cristo?

            De los tres clavos de hierro de la cruz que se conservaban desde la época de Pedro, Silvestre ha de ceder dos a Constantino, que los funde, uno para herradura de su caballo, el otro como parte de su corona -la famosa 'corona de hierro' con la cual el mismo Napoleón será coronado siglos más tarde como rey de Italia en Milán-. En esa forma Constantino dice querer llevar a Cristo sobre su cabeza y marchar en nombre de Él sobre los cascos de su corcel. Solo el tercer clavo permanece en poder del papado ‑lo cual es todo un símbolo‑ y aún puede venerarse en la Iglesia de la Santa Cruz, cerca de Letrán.

            Silvestre inaugura así un modo de Iglesia que durará, con todas sus luces y sus sombras, al menos 1500 años, hasta la Revolución Francesa. Constantino saca del anonimato a todos los obispos del Imperio, hasta entonces vejados y perseguidos, y los llena de dádivas, de construcciones fastuosas, de autoridad jurídica, de privilegios. La mayoría usó bien de ellos, y el cristianismo se afianzó cada vez más en el mundo conocido e, incluso, tuvo tiempo, con esa misma alianza, de evangelizar América. Pero es verdad que en todo ese período también hubo abusos, compañía inevitable del uso del dinero y del poder, como reconoce nuestro Papa actual Juan Pablo II y quiere que en estas vísperas del tercer milenio se reconozca oficialmente. Dios sabe que todo eso es muy difícil de juzgar desde la distancia y tenemos que ser piadosos con los que manejaron los destinos de las iglesias en circunstancias muy diversas a las nuestras. De todos modos nada de ello toca la santidad fundamental de la Iglesia de Cristo. Y siempre está Jesús con su látigo a mano para expulsar a los mercaderes de su templo. Amén de que cada cual tiene que arrepentirse principalmente no de los pecados de los demás, sino de los propios.

            Volviendo a Silvestre, una de las primeras cosas que decidió, junto con Constantino, ‑en realidad lo decidió Constantino‑ fue edificar dos enormes basílicas: una sobre la tumba de San Pedro, en el monte Vaticano, otra sobre el lugar de la muerte de Pablo, en la vía Ostiense.

            Pero, al mismo tiempo, Constantino manda construir otra gran basílica al lado del Palacio de los Laterani que había regalado a Silvestre. La basílica será dedicada al Santísimo Salvador y más tarde también a los santos Juan Bautista y Juan Evangelista. Mas sencillamente será llamada luego San Giovanni in Laterano o San Juan de Letrán, que se transforma así en la catedral de Roma. y por lo tanto en "Madre y Cabeza de todas las Iglesias de la Ciudad y del Mundo", "Urbis et Orbis", como está escrito en su fachada.

            Sobre el baldaquino del altar papal en donde solo puede celebrar el Pontífice se conservan desde entonces, en relicarios de plata, las cabezas de Pedro y de Pablo y, en el mismo altar, una tabla de madera, donde se dice celebraron todos los Papas anteriores a Silvestre, incluso Pedro.

            No menos importante es el baptisterio, que se construyó usando una pileta del 'frigidarium' de los baños de los Laterani y en donde, desde entonces, se realizaron, por inmersión, los bautismos de los romanos.

            Estos monumentos, con muchas modificaciones, aún se conservan. De hecho los papas vivieron en Letrán hasta el siglo XIV y desde allí gobernaron la iglesia. También allí se celebraron cinco concilios ecuménicos. La basílica de San Pedro, en la colina Vaticana, solo era un lugar de peregrinación. Pero cuando Urbano VI vuelve a Roma, después del período de Avignon, en el 1370, encuentra el palacio incendiado y en ruinas, y debe trasladarse a vivir a San Pedro. Aunque luego se vuelve a construir en Letrán otro edificio, ya solo se usará como residencia de verano. Solo por un tiempo, ya que, un siglo después, los papas preferirán pasar el verano en su palacio del Quirinal, hoy residencia del presidente de Italia. Es sabido que en nuestros días el Papa se muda en verano a Castel Gandolfo.

            De todos modos es una lástima que, cuando se menciona la sede del Papa, se hable del Vaticano. La verdadera sede del Papa es Roma y su catedral San Juan de Letrán. El Papa, antes de ser Papa, es el obispo de Roma y, por ser obispo de Roma, por eso, tiene la primacía sobre todas las demás Iglesias. No es una cuestión personal. Ni siquiera se puede decir que el papado es un sacramento, o que imprime carácter, ni es para siempre: si el Papa pasara a ser obispo de otro lugar o renunciara, automáticamente dejaría de ser Papa.

            El que los cristianos hayan de tener una cabeza visible es algo que pertenece a la constitución misma de la Iglesia. Pero el que esa cabeza sea el obispo de Roma se debe a una cuestión a la vez histórica y simbólica. Histórica, porque la iglesia de Roma siempre reivindicó el haber sido fundada por Pedro, que murió allí mártir como su obispo. Por lo tanto Roma afirma que es la única legítima y directa sucesora del primado de Pedro. Se pueden contar uno a uno hasta el actual sus continuadores. Y simbólica, porque el traslado de Pedro de Jerusalén a Roma significa no solo la liberación del localismo y racismo judíos y el traspaso de las promesas de Dios y de la fe y de la calidad de 'pueblo de Dios' a todos los hombres, sin distinción de razas, ni de naciones, sino porque Roma, que había obtenido la unificación en su imperio de todo el mundo civilizado conocido, representaba ‑y aún representa‑ esa unidad, universalismo y por lo tanto verdadero ecumenismo que Pentecostés había fundado.

            Por supuesto que esa unidad sigue siendo sacramental y simbólica: más una aspiración y una dirección que una realidad consumada. Lo experimenta desgarradoramente la experiencia de la historia, con tantos cismas y separaciones; lo experimentamos aún hoy incluso los católicos, a veces tan poco unidos entre nosotros mismos, y ni siquiera con Roma y con sus enseñanzas. Pero la Iglesia consumará su unidad plena recién en la Iglesia triunfante y quizá, como apuntan algunas profecías, en los últimos tiempos, cuando el Obispo de Roma sea a la vez Obispo de Jerusalén y, como afirma San Pablo, aún los judíos vuelvan a la casa paterna y se unan a todos los pueblos gentiles convertidos a Cristo.

            Mientras tanto, ya sea vivamos como miembros de una Iglesia respetada y poderosa aún política y económicamente, ya sea empequeñecida por la apostasía de los pueblos, o vuelta a perseguir, o minoritaria e ignorada, seamos conscientes de nuestra pertenencia al único cuerpo de Cristo Rey, liderado por el obispo de Roma, más allá de sus debilidades, errores o pecados...

            El tesoro de la Iglesia no son ni mucho menos, principalmente, ni sus monumentos, ni sus templos, ni sus obras de arte, ni sus grandes príncipes, gobernantes, artistas, pensadores o científicos, sino los frutos de santidad que ha ido produciendo a lo largo de los siglos en los cristianos. El poder de la Iglesia no se mide por sus influencias mundanas ni por sus vinculaciones económicas y políticas sino por la gracia de Cristo que circula por sus venas y la hacen poderosa para llevar a la vida verdadera a todos los que se adhieren a ella.

            La fiesta que hoy celebramos de la "Dedicación del templo de San Juan de Letrán", sede del obispo de Roma, quiere renovar nuestra adhesión a la gestión y magisterio del que, como sucesor de Pedro, garantiza la unidad de las iglesias y nos ayuda a vivir como piedras vivas del gran templo, la nueva Jerusalén, la Roma definitiva, cuyo único fundamento es Jesucristo.

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