INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1991. Ciclo B

32º Domingo durante el año
(GEP, 10-11-91)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     12, 38-44
Jesús enseñaba a la multitud:«Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones. Estos serán juzgados con más seve­ridad» Jesús se sentó frente a la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y co­locó dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que poseía, todo lo que tenía para vivir»

Sermón

La escritura siempre tuvo algo de mágico. Que en un trozo de madera o de barro cocido o de metal fundido o de cuero alguien pudiera comunicar a otros sus ideas, parecía algo misterioso, esotérico, sobre todo para el analfabeto que solo podía descubrir el garabato, el dibujo, para él incomprensible. Que un simple trazo pudiera trasladar órdenes, leyes, números, información, cargaba al medio escrito de poderes misteriosos, abracadábricos. Aún hoy el papel impreso sigue gozando de ese prestigio ancestral: cualquier argumento, que en el sonido de la voz puede parecer inconsistente, si aparece estampado en letras de imprenta, inmediatamente alcanza el prestigio de lo indiscutible, de lo definitivo e inapelable. Tanto más prestigio cuando que hoy menos la gente lee, más regresa e involuciona hacia el analfabetismo funcional.

De allí que ya en la antigüedad aquellas manifestaciones humanas que resultaban fundamentales para los pueblos, en cuanto se inventó la escritura, trataron de ser inmediatamente escritas, para que a su va­lor intrínseco añadieran el de la magia de la letra.

Las leyes, por ejemplo.

Todos conocen, o por haber visitado el Louvre o por haberlo visto reproducido en algún libro de arte sobre la antigua Mesopotamia la alta estela de piedra negra en la cual el rey de Babilonia Hammurabi , hacia el siglo XVIII antes de Cristo hizo grabar las leyes para su país. Pero no son las únicas que se han hallado en este ámbito, incluso más antiguas, dos en sumerio, tres en acadio. Por ejemplo las leyes de Ur-Nammu , del dos mil y pico antes de Cristo; las de Lipit-Istar, del mil novecientos; las de Esnnuna... También de aquellas le­janas épocas nos han llegado leyes asirias e hititas.

Todas ellas prologadas con preámbulos que, a través del rey legislador, las hacían derivar de la voluntad de los dioses. Esto las hacía temibles y respetables, aunque, por supuesto, el hecho de que existieran y tuvieran que hacerse obligatorias por medio de amenazas divinas y de castigos humanos era claro índice que siempre había gente dispuesta a no cumplirlas.

De todas maneras la ley escrita parecía significar un decidido avance sobre la mera ley de la costumbre, de la tradición, que daba lugar a abusos y a divergencias, fácilmente rectificables mediante la prudencia de autoridades y jueces probos y prudentes en comunidades pequeñas, tribales, pero sumamente peligrosas a medida que las sociedades crecían en número y los jueces se hacían más anónimos y alejados de la ética patriarcal.

Por eso la plebe romana celebró como un gran triunfo contra los patricios cuando, después de muchas presiones, lograron que una comi­sión de diez magistrados independientes, los decenviros - decemviri - bajo la presidencia de Appio Claudio , redactaran en el 450 antes de Cristo la Ley de las XII tablas , luego sancionada por los comicios centuriados -integrados por patricios y plebeyos- y escritas en doce tablas de bronce públicamente expuestas, para que todos pudieran cono­cer sus derechos. Lo cual fue entusiastamente aplaudido por la plebe que, como siempre, aplaudía cualquier cosa, porque la cuestión es que la gran mayoría de los que tan contentos y ruidosamente aprobaban las doce tablas eran totalmente incapaces de leer y, sin saberlo, pasaban de la jurisdicción paternal y amable de las autoridades nobles y aristocráticas a las garras de los avenegras que sabían leer las tablas e interpretarlas, y, por supuesto, poner su interpretación al servicio de quien mejor les pagara. Sin contar que los famosos decenviros, que le habían tomado el gusto al poder, se negaron a restituirlo y, a no ser por el conocido affaire de Appio Claudio con la plebeya Virgina, que provocó la intervención de los militares, se hubieran quedado con él.

El asunto es que, ahora todo legal, se tomó la costumbre de poner por escrito todo lo que había que hacer o no hacer en cada circunstan­cia de la vida pública y privada. Lo que antes determinaba la pruden­cia, y el consejo de los ancianos y la adaptación a las circunstancias fue convirtiéndose en un cuerpo inamovible de normas escritas. La rea­lidad de la vida pasa lentamente a ser suplida por la irrealidad má­gica del bronce y del papel.

Precisamente, dado que los que gobernaban en Roma eran los cónsules con el consejo del Senado , de los ancianos, supuestamente nunca hacían nada sin que este Senado aconsejara y así se llamaban sus sen­tencias no leyes, imposiciones, sino, "senatus consulta", en plural, "senatus consultum", en singular. La evolución del sentido de estas leyes fue tal que pronto la palabra "senatus consultum" pasó, de consejo, a significar simplemente ley, determinación perentoria: y ésto porque una vez escrita era inamovible.

Pronto a la Ley de las XII tablas se añadieron infinidad de "senatus consulta" irreformables -porque escritos-. Y ya la gente ni se gastaba en intentar leerlas: se había arrojado atada de pies y manos en las manos de los abogados, tribunales y jueces. Cuando el imperio, se intentó al principio la ficción de enviar las leyes al senado antes de promulgarlas. Pero Augusto se cansó de la charla y mora de los senadores y comenzó a emanar él mismo disposiciones jurídicas, de di-versa forma, llamado edicta , mandata , decreta . Su ejemplo lo siguieron libremente sus sucesores;, con lo cual se alteraron profundamente los fundamentos del derecho romano.

Lo peor es que entonces no se trataba de desregular sino de regular, por lo cual la cantidad de leyes se hizo impresionante y el conocerlas y manejarlas una tarea especializada que requería años de estudio. Se crean escuelas de ciencias jurídicas y aparece una proliferante literatura legal. Ya en el siglo III hombres como Papiniano, Ulpiano, Julio Pablo, Modestino, se hacen famosos por su saber jurídico y serán los autores a los cuales luego se recurrirá para compilar las leyes en códigos. Códigos que se hacen cada vez más necesarios, aún para los juristas, para poder dominar un poco el fárrago de las leyes acumuladas. Así nacen el Código de Teodosio y el Corpus Iuris de Justiniano .

Es curioso y aleccionador que en los siglos IV y V cuando más abundan las escuelas de abogados y las leyes, es cuando menos produc­ción literaria y artística produce Roma, cuando se desploma la econo­mía y cuando finalmente los bárbaros se apoderan del imperio.

En realidad es de esta tradición romana de donde nace la abominable casta -mejorando lo presente- de nuestros abogados actuales, que esperamos tiendan a reducirse, si es que en serio avanza la tan an­siada desregulación. Pero, mientras tanto, ellos son los doctores, peritos y gestores -a quienes también les encanta que se les llame "doctores", aunque no lo sean- indispensable maestros a los cuales hay que recurrir para el más pequeño movimiento en la fronda de las gestiones oficiales y hasta de las acciones privadas.

Porque el problema no es solamente el de la complejidad de las leyes: es que, cómo no hay confianza en la gente y ni siquiera en los jueces, en vez de existir normas generales y dejar las adaptaciones particulares a la prudencia del ciudadano o del juez, se tiende a le­gislar y determinar positivamente aún lo más nimio. Y como lo nimio tiende a desactualizarse rápidamente con el cambio de las circunstan­cias, de la coyuntura, las legislaciones frondosas pierden rápidamente actualidad y eficacia. Al contrario tienden a esclerotizar situaciones y matar la vitalidad de las sociedades y los individuos. Lo legal ter­mina distanciándose de lo real; lo legal termina siendo muchas veces incluso inmoral. "Summum ius, summa iniuria" decían los romanos.

Eso mismo había pasado entre los judíos, como vimos el domingo pasado, cuando Cristo desregula las leyes farisaicas y abogadiles en la suprema ley del amor a Dios y del bien del prójimo.

Y eso mismo se refleja hoy en la invectiva de Jesús a los escri­bas, que eran los abogados, diputados y senadores de su época, debatiendo problemas jurídicos en sus escuelas, discutiendo leyes en el Sanedrín, y complicándoles la vida a la gente, que aún así los temía y tenía que respetar porque los sabía capaces, si caían en su campo de acción, de amargarles la existencia. Y los otros bien se aprovechaban, y se hacían saludar en los lugares públicos, salir con sus autos ofi­ciales, y ocupar los primeros lugares en las sinagogas y los puestos de honor en los banquetes.

Sí, bien contentos estaban hablando en el charlatorio del Con­greso, y figurando en las pantallas fluorescentes de la Televisión , en los papeles de los diarios y los boletines oficiales.

Pero cuando Hammurabi escribe su Código y los decenviros sus Doce tablas, no saben que no solo serán los fundadores del mundo de los abogados, sino también los pioneros de las ideologías: de las ideas geniales en el papel, en el bronce, en la pantalla, en la mesa del café, en la declamación del político, pero que después rebotan inexorablemente en la realidad, a lo mejor después de haberla embarrado, en-trampado y arruinado.

Hoy en La Prensa , en la sección hace 50 años, que publica noticias del diario de esa fecha, sale un suelto en el cual un economista americano John Gunther define a la Argentina como " el estado más rico de América latina, el más poderoso y el más progresista ". Después vino la ideología, las leyes sociales, los derechos de la ancianidad, del niño, del trabajador, las leyes sindicales, la multiplicación de los reglamentos y de las normas: todo precioso en ideas, todo maravilloso desde el papel, todo fervientemente aplaudido por todo el mundo... y así quedamos.

Porque la realidad se impone al papel; la naturaleza de las cosas a las ideologías. Una cosa es lo que yo pienso desde la asepsia de mi escritorio, de mi biblioteca, de mi banca y de mi máquina de escribir, otra, a veces muy distinta, la realidad cotidiana. Y la realidad coti­diana es imposible de legislar, porque es la suma de cientos de miles de pequeñas o grandes opciones concretas de la gente, de cada uno. Lo real no es la noticia del diario, el discurso del diputado, el artículo del código, sino la conjunción de cada una de las voluntades de los hombres y mujeres de un país, las acciones taxativas, precisas, formales, reales, fotografiables, que cada uno realiza, para bien o para mal, en la concretez de la vida de cada uno. La sumatoria de treinta millones de ignorancias, perezas y envidias, por mejores leyes e ideas que haya en un código o en un decreto no engendran sino un país mediocre y sojuzgado. Una constitución o ideología, hecha para hombres ideales y perfectos, desde el sueño de un político o un filósofo, no funcionará en una realidad constituida por hombres heridos por el pecado original. Como decía Aristóteles, la realidad es déspota y al final termina imponiéndose sobre las ideas; sobre las falsas ideas, se entiende, porque las únicas ideas que valen son las verdaderas, es decir aquellas que corresponden a la realidad; pero eso ya no es ideología, es realismo, es saber, es ciencia.

Y si hay una prueba concreta de que la realidad es rebelde a la ideología, allí está el increíble estrepitoso fracaso y caida del im­perio soviético. Increíble precisamente porque la contaminación ideológica era tan grande, la presión de los medios tan enorme que, a través del papel, del bronce y de la pantalla, nos habían convencido, casi, de que hacia el socialismo avanzaba inexorable y exitosamente el mundo. Pero la realidad no sostuvo la ficción, al mundo de las leyes, de las ideas y del papel, que, por otro lado, en intento de domeñar la realidad tanta sangre y sufrimiento provocaron. La realidad finalmente impuso su propia ley. Por ahora una realidad mezquina, puramente material, la de la pobreza y el hambre de lo material: nadie sea tan inge­nuo de pensar que se está cumpliendo ninguna profecía religiosa: la cosa es muy simple: no hay de comer y, en frente, el sistema occidental ofrece pan y circo en abundancia.

Pero lo mismo la cosa nos abre de alguna manera al optimismo: así como las realidades más mezquinas y materiales del hombre han quebrado la ideología, puede ser que también otras realidades, otras hambres más profundas, tanto en Oriente como en Occidente, terminen también por abrirse paso en contra de las falsas ideologías y de la engañosa saciedad de lo material.

Mientras tanto, Jesús apuesta en contra de los abogados, en con­tra de los ideólogos, en contra de los escribas y se juega a favor de la contundencia de la pequeña acción concreta de la viuda y sus dos moneditas, " todo lo que tiene ".

No con los emisores de palabras, no con las fluorescencias televisivas, no con la tinta y el papel, no con la declamación y los dere­chos y los códigos, no montados en los autos oficiales ni desde las bancas parlamentarias, sino desde la vida de cada uno, en las pequeñas y grandes cosas, moneda a moneda, en la sala del tesoro de nuestras responsabilidades cotidianas, de nuestro estudio, de nuestro trabajo, por más intranscendente que parezcan ser; en el santuario de nuestra familia, en las alcancías que son el oído y el corazón de nuestros hi­jos, moneda a moneda, con verdadera justicia, entrega y realismo, en oración, vocación y amor, vayamos preparando sólidos refugios para la supervivencia cristiana y, aún quizá, para la reconquista, para que cuando, en llanto y hambre, se desplome inconsistente el mundo de los escribas -también el de los escribas de Occidente- la gente pueda encontrar a Cristo en nosotros, en la contundente realidad de nuestras dos pequeñas monedas.

Menú