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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

31º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lc. 19,1-10
Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.» Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador» Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido»

Sermón

            Jericó, por todos conocida por el célebre y legendario episodio de la caída de sus murallas al toque de las trompetas de Josué, ocupaba un enclave estratégico en el paso de las caravanas que, en esa desértica zona, pasaban de Palestina hacia la Transjordania. Estaba en un oasis con abundantes aguas. Era famosa por sus palmeras. Las excavaciones arqueológicas muestran que Jericó fue la ciudad amurallada más antigua de Palestina y que, en realidad, ya fue encontrada en ruinas por Josué. Reconstruida en el siglo IX antes de nuestra era, fue nuevamente destruida por los babilonios y vuelta a reedificar, al regreso del destierro, en el siglo V.

            Tomada por Pompeyo en el 63 antes de Cristo, Marco Antonio se la regaló a Cleopatra quien, a su vez, se la vendió a Herodes. Pero Herodes, gran constructor, prefirió trasladar la ciudad, y la mudó dos kilómetros al sur, urbanizándola con criterios greco-romanos: palacios, acueductos, termas, hipódromo, anfiteatros y amplias avenidas arboladas con sicómoros -una especie de higuera- y con sus tradicionales palmeras.

            Seguía siendo próspero centro rutero, por donde los romanos habían hecho pasar una de sus magníficas vías o calzadas, y construído una aduana receptora de impuestos.

            Esta es la ciudad que conoce y recorre Jesús; y esa aduana es aquella de la cual está al frente Zaqueo... "el enano". No que fuera precisamente enano; el evangelio no dice sino que era 'de corta estatura', pero 'enano de no se cuánto' era lo menos que le decía la gente; por supuesto a sus espaldas. Ser recaudador de impuestos -como decíamos el domingo pasado- no hace a las personas precisamente simpáticas y menos si se es petiso.

            Hay que decir, empero, que este publicano -aunque buena pieza habría sido, porque no cualquiera llegaba a ser jefe de los publicanos- cuando Jesús pasa por allí ya parece que había sentado cabeza.

            Porque, a pesar de tener la energía suficiente como para subirse al árbol, no sería un jovencito. Tan pronto no se llegaba a jefe de publicanos. Y, además, ya en ese puesto y a esa altura de su vida no necesitaría robar más. Habría hecho sus trapisondas al inicio de su carrera, pero ahora, en su madurez, asentado, trataba de hacer las cosas bien.

            Pero, lamentablemente, nuestra traducción castellana deforma el sentido del texto y convierte la parábola en una moralina barata: como si recién con la presencia de Jesús en su casa Zaqueo se dispusiera a ser un buen burgués que dará la mitad de sus bienes a los pobres y pagará cuatro veces más a quiénes haya perjudicado. Para un Cristo, como el de Lucas, que pide a quien quiera seguirlo que en principio renuncie a todos sus bienes, esta mitad, no se sabe de qué, parece quedar corta. No es ese el sentido del pasaje. No se trata aquí de una cuestión de esencia, de moral, sino de existencia, de pasión, diría Kierkegaard.

            Porque Zaqueo no dice que va a dar la mitad de sus bienes a los pobres. El griego original -dídomi- no es futuro, es presente. Zaqueo, frente al escándalo de todos los que murmuraban porque Jesús había entrado en su casa, se pone de pie -nuestra traducción en vez de verter 'puesto de pie', traduce mal 'resueltamente'- se pone de pie, como es petiso, para que todos los presentes lo oigan y, con bronca, les dice, no lo que va a hacer, sino lo que está haciendo desde hace mucho sin que nadie se lo tenga en cuenta: 'Pero, basta de jorobar con eso de que soy un pecador: estoy dando la mitad de mis bienes a los pobres y si me doy cuenta de que a alguien he perjudicado, le doy cuatro veces más. ¿Es que nunca van a perdonar mi origen, mi pasado? ¿qué quieren que haga más?' Ese es el sentido de la protesta de Zaqueo; y el reproche implícito a los fariseos que no saben nada de perdón.

            Pero él no se ha subido a un árbol, intentando ver a Jesús, por un mero sentido de culpa, ni para buscar nuevas normas de vida. A semejante personaje eso no puede interesarlo: él viene aquejado de otras angustias, otras nostalgias, otras necesidades... Ya sabe lo que tiene que hacer -y lo está haciendo- para reparar sus yerros: conoce la ley, la torah y sabe lo que enseñan fariseos y rabinos... Pero en él late la angustia de una búsqueda que va más allá de esa nueva vida honesta y burguesa que últimamente trata de llevar.

            Porque ¿de qué le sirve al hombre regularse por normas abstractas, por su conciencia, por la ley natural, por pautas objetivas, que a lo sumo pueden producirle la misma satisfacción narcisista que la de un técnico que hace las cosas bien?

            Kierkegaard, el gran pensador dinamarqués, padre del existencialismo cristiano, lo decía a los cuatro vientos, en la primera mitad del siglo pasado: ser hombre es mucho más que vivir una moral, una ética; ser hombre es existir, apasionarse, arrojarse, elegir, lanzarse a Dios. Y el momento ético no es suficiente para eso; de allí que el cristianismo sea mucho más que ética: es determinación existencial en referencia a Dios.

            Porque, en efecto, Kierkegaard, distinguía lo que el llamaba tres estadios de la existencia o tres modos de la vida humana. El primero de todos el estadio estético. Es el del que se entrega al hedonismo y al goce de los sentidos. El romántico que no admite ningún yugo y obedece sólo a los imperativos cambiantes del placer. Vida de dispersión, de correr de un goce al otro, querer lo múltiple; latir en el cambio y variedad de los gozos que se acaban; agotar sucesivamente el instante huidizo e irrepetible. No es necesariamente búsqueda del placer grosero: puede ser altamente culto, artístico, refinado. Sus prototipos principales son, para Kierkegaard, el Don Juan, Fausto, el judío errante... condenados al cambio, a la dispersión, al arrebato del tiempo y del segundo.

            Pero eso a la larga no satisface y, si la vida da tiempo, y el campo estético deja de ofrecer novedades, llegan la lasitud, la decepción, la duda, el disgusto y finalmente la angustia...

            Pero allí se da la oportunidad al hombre de saltar a la etapa ética: poner la honestidad, la moral, la obediencia al deber, como norma de su conducta. Darse cuenta de la existencia de los demás y de sus obligaciones con ellos, manejar sus actos de acuerdo a lo justo, a lo admitido, a lo que dicen la rectitud, las buenas costumbres.

            Y la situación más propia del estadio ético -según Kierkegaard- es el matrimonio. Sería como la realización concreta del ideal ético y, a la vez, la única condición humana dentro de la cual las exigencias estéticas legítimas pueden ser satisfechas y llevadas a su plenitud. En lo ético del matrimonio lo indestructiblemente estético de la naturaleza humana es incorporado, reinstaurando los derechos de la belleza y de las alegrías sencillas.

            Pero dice Kierkegaard, la ética tampoco termina por satisfacer: como las leyes son generales, seguir las normas, la moral abstracta, mata al individuo y lo disuelve en lo genérico, no resuelve las situaciones personales, ofrece vías comunes, como si tendiera a masificar a la persona... Encerrado en lo general, lo ético no hace lugar a la excepción del santo, del genio, del verdadero cristiano y obliga al héroe a considerarse como un ser anormal. Y Kierkegaard pone por ejemplo el caso de Abraham situado frente al mandato monstruoso y absurdo, pero a la vez sublime, de sacrificar a su hijo. La ética condenaría tanto el mandato de Dios como la obediencia de Abraham...

            Y la conclusión de Kierkegaard es que la relación con Dios vale infinitamente más que lo ético. La virtud no es un fin en si y las leyes morales universales deben hacerse depender del autor de las leyes. El único fin verdaderamente plenificante del hombre pues es el mismo Dios.

            Y ese es el tercer y definitivo estadio al cual se refiere Kierkegaard: el estadio religioso, el encuentro con Dios.

            Kierkegaard acusa al cristianismo protestante de su época el haberse convertido en una pura ética, una pura moral, desvirtuando el mensaje de Cristo y, al mismo tiempo, volviéndose incapaz de ayudar a hacer cumplir la moral que predica.

            Y así es: el cristiano no puede definir su existencia por una sumisión a lo general, debe hacerse persona en su relación con Dios. Lo absoluto es solo Dios: no el placer del estadio estético, ni la moral del estadio ético.

            De allí que el verdadero cristiano no es simplemente 'el que se porta bien', es quien ha encontrado al Señor, el que ha quedado fascinado por su presencia viva, proyectado existencialmente hacia Él, persona con persona, en encuentro cuestionante, en perturbadora amistad...

            Tristemente nosotros, peor que en el tiempo de Kierkegaard, estamos inmersos en una época despojada no solo de Dios sino aún de valores morales. Lo puramente estético domina todos los niveles.

            Pero sería totalmente desatinado e ineficaz oponerse a este desmadre solo en nombre de la ética. ¿Qué atracción puede tener para nadie la ética en una civilización donde toda la economía y la política y la técnica se vuelcan poderosas para promover exclusivamente el gozo estético y ofrecer infinitos y cambiantes motivos para su satisfacción? ¿Quién no sacrificará alegremente lo ético a cambio de lo estético? El hombre de hoy puede pasarse, como Don Juan o Fausto o el judío errante, toda la vida picoteando consumo, sin que el mercado del mundo deje de ofrecerle nunca alguna nueva y esperanzadora novedad y, por eso, ser sorprendido por la muerte como un perro, sin haberse aburrido, angustiado jamás...

            Una Iglesia que se limitara a predicar lo ético, la moral, las buenas costumbres; que siempre apareciera como represora, como vigilante de honestidad, o, peor, que se dedicara a predicar la nueva eticidad de los derechos humanos o de la justicia social, no cumpliría con su objeto y no sería mucho más que un sanedrín... ¿y qué atractivo mojigato, puritano y severo podría así presentar al hombre de hoy?

            La Iglesia tiene que predicar mucho más: tiene que hablar de la salvación, del encuentro con Cristo, del alucinante destino humano de Dios, de la sublime belleza de la amistad con el Señor, de lo fabuloso del cristiano heroísmo, del vértigo del combate de los hijos de Dios, del honor sublime de ser hermano de Jesús, de la maravilla del arrojo del darse, de la exaltación de la excepción y de la diferencia, y de la verdadera personalidad que significa estar en diálogo de amistad, de camaradería, de familiaridad con Cristo Jesús.

            Triste que el encuentro con Jesús hubiera producido en Zaqueo solo el paso al estadio ético. El estadio ético es el que vivían los fariseos, o la multitud que hoy murmura contra Cristo y Zaqueo según las normas de la moral. Para peor una moral que no olvida, que no perdona; que aunque uno cambie, lo mismo, por su pasado, es siempre señalado con el dedo. En realidad en ese estadio ya estaba Zaqueo, y eso no lo conformó.

            Pero en la escena del evangelio de hoy pasa muchísimo más que el que Zaqueo dé la mitad de sus bienes a los pobres, que se porte bien. Lo maravilloso que le ha pasado es que se ha encontrado con Jesús. Que éste se detuvo, levantó su cabeza hacia allí donde estaba él ridículamente aferrado a una rama y clavó sus maravillosos ojos en los suyos -no en los de la multitud sin nombre, sino en los de Zaqueo, persona- y, más aún, entró en su casa. Jesús ingresa a su casa. (Y el nombre de Jesús, Yeshua, quiere decir: Dios salva.)

            "Hoy ha llegado la salvación a esta casa."

            No porque Zaqueo ha cambiado de conducta, porque se ha ajustado a la norma, porque cumple con los preceptos de la Torah, sino porque en su casa, en su vida, en su existencia ha llegado, entrado, definitivamente, en serio, Jesús, el Señor.

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