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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo a

31º Domingo durante el año
(GEP; 1993)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; vosotros haced y cumplid todo lo que ellos os digan, pero no os guiéis por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no las mueven ni siquiera con la punta de un dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar el primer lugar en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar "mi maestro" por la gente. En cuanto a vosotros, no os hagáis llamar "mi maestro", porque no tenéis más que un maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie en el mundo llaméis "padre", porque no tenéis sino uno, el Padre celestial. No os dejés llamar tampoco "doctores", porque sólo tenéis un doctor, que es el Mesías. Que el más grande de vosotros se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».

Sermón

            Sabemos que, después de la tremenda guerra judía de los años 66 a 70 liderada por Simon Bar Giora y Juan de Giscala, que terminó con la destrucción de Jerusalén, el incendio y ruina de su templo, y la exterminación de todos los combatientes, solo queda de Israel el importante judaísmo de la diáspora y, en Palestina, los fariseos, que son los únicos que no han combatido en esta lucha nacional. Saduceos, zelotas, esenios, pueblo común, todos han empuñado la espada en defensa de su tierra y de su ciudad. Todos desaparecen en la cruenta represión romana.

            Los llamados sicarios -así llamados porque usaban una corta espada llamada 'sica'- agrupación que se remonta a un tal Eleazar, tampoco participan de la guerra, pero, en un golpe de mano de su jefe Menahem, en el 66 habían tomado la fortaleza de Masada, degollando a toda la guarnición romana. Allí habían fundado una especie de reino místico. Recién en el 74, ya que no molestaban a nadie, después de haber pacificado toda la Judea, los romanos se ocupan de ellos al comando de Flavio Silva. Es entonces cuando se produce el famoso suicidio colectivo de su millar de ocupantes, algo parecido al suicidio de algunas sectas modernas. Es así que, también ellos, abandonan la escena judía para siempre.

            De tal modo que, así, todos los grupos más o menos organizados del judaísmo véterotestamentario desaparecen de Palestina. Es decir, no todos: un grupo subsiste -como dijimos- y es el que fundará el judaísmo contemporáneo. Los llamados fariseos, originados en grupos fundamentalistas que se unieron a Matatías en la rebelión macabea del segundo siglo antes de Cristo y que, poco a poco, habían formado como una especie de secta laica. La palabra farisea deriva, precisamente, del hebreo perushim, que significa separados -lo mismo que secta en griego-. Eso se consideraban: perushim, separados, separados de cuantos desconocían o no aplicaban la Torá.

            A diferencia de los saduceos, que provenían de familias aristocráticas, los fariseos eran un movimiento pietista popular, laico, vinculado a las clases medias y pobres del país. Alcanzaron un enorme reputación y gran parte de los abogados o doctores de la ley provenían de sus filas.

            Como al principio realmente se lucieron en su fidelidad a Dios y a las tradiciones judías, merecieron de la gente gran prestigio. Pero fue justamente ese prestigio el que, al tiempo, hizo que muchos, para medrar, adoptaran y exageraran las formas exteriores fariseas con el fin de obtener los títulos, el aprecio, los saludos y los primeros puestos, a los que se refiere Jesús. Y lo hacían sin tener el espíritu de los que iniciaron el movimiento. Porque aquellos iniciadores del movimiento, dos siglos antes, realmente eran padres de su pueblo, maestros o rabinos o doctores en serio, jefes verdaderos. La gente les daba espontáneamente estos apelativos, que simplemente designaba lo que esos cabales fariseos eran para ellos. Pero aquellos nombres, luego, se transformaron en títulos honoríficos que no correspondían, al menos siempre, a la calidad de los que los utilizaban. Suele pasar.

            Cuando Vespasiano, con cuatro legiones, comienza la represión en la primavera del 67, desembarcando en Tolemaida e invadiendo Galilea, los fariseos huyen de Jerusalén, se ponen de acuerdo con los romanos y se instalan en la ciudad de Jamnia, cerca de la costa. Uno de los últimos grandes líderes fariseos en abandonar la capital, en el 68, es el gran maestro fariseo Johanán ben Zakkai. Debe hacerlo disfrazado, simulando un entierro, cobardemente metido en un ataúd, porque los combatientes han cerrado las puertas de la ciudad, tratando de impedir que nadie, amedrentado, abandone su puesto.

            Cuando, a la subida de Vespasiano al trono imperial, su hijo Tito le sucede en el comando de la guerra, los fariseos, desde Jamnia, le envían emisarios para reasegurarle su sumisión. Y una vez caída Jerusalén, en el 70, y aniquilados todos sus guerreros, ellos son los únicos que quedan.

            Como ya no había razón alguna para seguir llamándose fariseos, puesto que su diferenciación respecto a los otros judíos, ya inexistentes, carecía de objeto, pasaron a ser y siguieron siendo simplemente ¡Error! No se encuentra el origen de la referencia..

            Allí, en Jamnia, se constituye otra vez el Sanedrín, ahora enteramente fariseo, presidido por Ben Zakkai, que organiza la vida judía, establece el canon hebraico de las escrituras, comienza la redacción de la Mishná -recopilación de la tradición legal farisea, antecesora del Talmud- y termina por excomulgar a los cristianos.

            Ben Zakkai sobrevivirá unos diez años a la destrucción del templo. Y precisamente él, el desertor, pasará a la posteridad judía como el gran fundador, y con aureola de santidad.

            Los judíos estarán ausentes de Jerusalén durante 500 años, hasta la conquista de los musulmanes, promovida por ellos, en el siglo séptimo, que les abren otra vez las puertas de la ciudad.

            El asunto es que, cuando Mateo está redactando su evangelio, lo hace después de la caída de Jerusalén; y cuando recuerda las palabras de Jesús sobre la 'cátedra de Moisés', está pensando en el sanedrín y los fariseos de Jamnia. Y quizá esté escribiendo muy poco antes de que éstos excomulgaran a los cristianos, tratando de evitar la división definitiva. Por eso no condena totalmente sus enseñanzas sino que dice: "hagan y cumplan lo que ellos les digan". Se ve que todavía la escisión no estaba totalmente consumada.

            Fuera lo que fuere de las circunstancias históricas del pasaje que acabamos de escuchar, y de su significado primitivo, a nosotros nos trae la enseñanza permanente de la coherencia que han de tener las acciones y vida de los que enseñan con aquello que predican.

            Aún así, como la enseñanza vale, antes que nada, por la verdad que contiene no por el ejemplo del que la enuncia, todo hombre inteligente ha de saber distinguir entre la enseñanza y el maestro. Más aún en el caso de la Iglesia: su doctrina es predicada con la autoridad del único Padre, Dios, con la sabiduría y el ejemplo del único Doctor, Jesucristo; aunque no siempre se vea reflejada en la vida de los encargados de ser mediadores de su palabra.

            El mal ejemplo de cristianos, religiosos, curas u obispos, de ningún modo excusan la responsabilidad de aquellos que, a través de sus labios, oyen la voz de Jesús. Por supuesto cuando enseñan la doctrina de Jesús, no sus propias opiniones.

            "Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo".

            Sí, pero ¡qué tortura también para el sacerdote ser fiel a la enseñanza de la Iglesia cuando, ante una consulta, ante una situación, tiene que señalar, no en nombre propio, sino en nombre de esa enseñanza, un camino difícil, una renuncia dolorosa, una opción de cruz! ¡Qué tentación, sobre todo cuando uno piensa si sería, en esa situación, capaz de hacer lo que está indicando, qué tentación decir: "pero no se preocupe, Dios es bueno, Dios lo va a comprender, siga así, su caso es una excepción... qué le vamos a hacer, comulgue nomás..."

            Hay un diálogo admirable, en esa obra maravillosa de la literatura italiana que es "I promessi sposi", "Los novios", de Alessandro Manzoni, entre el santo cardenal Federico Borromeo y el cura Don Abbondio. Este último ha faltado gravemente, por cobardía, a sus deberes de párroco con los pobres novios a quienes, amenazado, ha desprotegido, y el Cardenal se lo reprocha. Don Abbondio, mortificado y humillado, le contesta: Vossignoria illustrissima parla bene; ma bissognerebbe esser ne' panni d'un povero prete, e essersi trovato al punto. "Tiene Vd. razón, pero hay que estar en la situación de un pobre cura." Como diciéndole: para Vd. que es Cardenal resulta fácil, no para un cura del llano.

            Y Borromeo, entonces, de sacerdote a sacerdote, como dándole en parte la razón, le hace esta reflexión admirable:

            "Pur troppo! tale è la misera e terribile nostra condizione. Muy ciertamente, tal es nuestra mísera y terrible condición. Hemos de exigir rigurosamente a los demás aquello que quién sabe si nosotros estaríamos dispuestos a dar. Debemos juzgar, corregir, reprender; y Dios sabe qué haríamos nosotros en los mismos casos, ¡qué hemos hecho en casos semejantes! Pero 'Ma guai s'io dovessi prender la mia debolezza per misura del dovere altrui, per norma del mio insegnamento!' Pero ¡pobre de mi si yo debiera tomar mi debilidad como medida del deber de los otros, como norma de mi enseñanza!"

            Y continúa el Borromeo: Eppure è certo... "Y sin embargo es cierto que, junto con la doctrina, yo debo dar a los demás el ejemplo, no hacerme igual al doctor de la ley que carga a los demás con pesos insoportables y que él no tocaría con un dedo."

            Y, súbitamente conmovido, el santo Cardenal le pide al indigno Don Abbondio: Ebbene, figliuolo e fratello... "Y bien, hijo mío y hermano mío; ya que los errores de aquellos que presiden, son tantas veces más visibles a los demás que a ellos mismos; si Vd. sabe que yo haya, por pusilanimidad, por algún respeto humano, descuidado alguna de mis obligaciones, dígamelo con franqueza, hágamelo arrepentir 'fatemi ravvedere': para que allí donde ha faltado el ejemplo, supla al menos la confesión. Reprócheme con libertad mis debilidades; y entonces las palabras en mis labios adquirirán mayor valor, porque se sentirá más vivamente que no son mías, sino de Aquel que puede dar, a Vd. y a mi, la fuerza necesaria para hacer lo que predican."

            Que así sea.

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