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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1975. Ciclo A

31º Domingo durante el año
(GEP 1-XI-75 ) Fieles difuntos

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; vosotros haced y cumplid todo lo que ellos os digan, pero no os guiéis por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no las mueven ni siquiera con la punta de un dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar el primer lugar en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar "mi maestro" por la gente. En cuanto a vosotros, no os hagáis llamar "mi maestro", porque no tenéis más que un maestro y todos vosotros sois hermanos. A nadie en el mundo llaméis "padre", porque no tenéis sino uno, el Padre celestial. No os dejés llamar tampoco "doctores", porque sólo tenéis un doctor, que es el Mesías. Que el más grande de vosotros se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».

Sermón

Imagínate en el lecho de muerte. En derredor tuyo se agrupan tus hijos y hermanos. Esconden sus lágrimas por no impresionarte y despertar en tí recelos. No se atreven tampoco a hablarte con claridad acerca de tu alarmante estado. (…) El último momento se va acercando. Tus ojos irán perdiendo la vista; abrirás los párpados en un último esfuerzo por captar la luz que te envuelve y te resultará imposible. (…) Sentirás cómo se enfrían progresivamente los miembros y observarás que ese frío letal irá subiendo y subiendo y asediando el corazón. (…) Postrer suspiro. (…) Féretro y cirios encendidos. (…) La casa llena de parientes, amigos y curiosos. (…) Y, finalmente, solo. Y gusanos y podredumbre serán tu suerte. (…)
“¡Qué mal gusto este padre!” dirán Vds., pero no acabo sino de leerles algunos pasajes de uno de los tantos libros de meditación que se usaban no hace muchos años, a semejanza del célebre “Preparación para la muerte” de San Alfonso María de Ligorio.
En todo caso, el mal gusto no es el mío, sino de ésta nuestra cruel y picara naturaleza que, tarde o temprano, aunque queramos mirar para otro lado, nos alcanzará con el garrotazo del morir.
Cuenta una antigua leyenda persa que, un día, se acercó a su príncipe uno de los servidores del palacio suplicándole: “Señor, me encontré con la Muerte esta mañana. Me amenazó. Déjame escapar y huir y llegar esta noche a Isfahán, la ciudad de mis padres”. “Ve y llévate el más veloz de mis caballos”, le respondió. Al día siguiente, el príncipe, paseando por su jardín, vio pasar a la muerte. La detuvo y la increpó preguntándole: “¡Eh, Muerte!, ¿Por qué hiciste ayer un gesto de amenaza a mi servidor?” “No fue gesto de amenaza –respondió la Muerte‑ sino de asombro. Porque lo veía lejos de Isfahán y yo sabía que debía raptarlo en Isfahán esa misma noche. (1)”

También el hombre moderno ha emprendido una larga y rauda fuga hacia Isfahán. En el fondo sabe, por supuesto, que también en Isfahán muere la gente, pero ha metido esta certeza en un cofre, ha metido el cofre en una caja fuerte y ha tirado la llave al mar. El hombre moderno no puede negar lo innegable, pero se esfuerza en olvidarlo.
Decía uno: “negarlo es locura; consentirlo, desesperación (2)”, pero hoy cabe, entre negarlo o consentirlo, una tercera salida: no pensar en ello.
Y, entonces, a olvidar. Correr hacia Isfahán, aturdirse, no hablar ‘de temas de mal gusto’, acortar lutos y velorios, ¡fuera de casa viejos y enfermos! ¡A morirse púdicamente ocultos en el asilo o el hospital!
(Ah, eso sí: dale una buena propina al cuidador para que no deje de pasar el plumero y quitar las flores secas una vez por semana.)
No: no pensar en la muerte; trotemos grotescamente sobre cubierta en dirección contraria a la que lleva el barco.

Pero la Iglesia, señores, no teme hablar de la muerte. Más aún quiere ‑no por tétrica, lúgubre o necrófila, sino por realista‑ quiere que hablemos y pensemos en la muerte, esa realidad final e ineluctable de la vida terrena. Quien no ha resuelto ese problema es como aquel que se ha embarcado en un tren y no sabe a dónde va ni qué va a hacer en la estación de arribo. Lo decía Santayana (1863-1952) “la mejor manera de calibrar el valor de una filosofía o del sentido de una vida es preguntarle lo que piensa de la muerte.”
Y el cristianismo, en el fondo, no es sino en esencia una respuesta al problema de la muerte. Porque, como afirmaba San Pablo, “si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima”.

Se entiende el dolor de cualquiera cuando se le muere algún ser querido –¿no lloró el mismo Jesús delante de la tumba de su amigo Lázaro?‑ pero lo que no entiendo es que, no como hombres sino como cristianos, vengan a quejarse de Dios y de que “ya no creo más porque se me llevó a tal o a cual”. Pero, ¿en qué rábanos cree Vd. señor? ¿Alguien lo ha engañado? ¿Acaso no se le ha hablado, desde el comienzo, que el cristianismo no es sino secundariamente para colmar esta vida sino la que Dios nos regala gratuitamente? ¿O pensaba Vd. que, con sus Misas y oraciones, iba a obtener salud, fortuna, larga vida, buena suerte, póliza de seguro garantida contra siniestros e infortunios?
O cree Vd. en el cielo –y en el infierno, por supuesto‑ o, si no, mejor vaya a hacerse discípulo del gurú Maharají o de Florencio Escardó o del Rotary Club o de Carlitos Marx.

Porque, es claro, sin fe ¿qué realidad puede haber más tremenda que la muerte, acabose final de toda esperanza? ¡Manotazo definitivo al tablero de nuestro sudores y dorados sueños, telón estrepitoso e irreversible, sin mecanismo de subida de la comedia, drama, tragedia o Maipo de nuestra vida! Muerte que condena al absurdo toda la existencia –decía Sartre‑.

Pero la Iglesia no teme hablar de la muerte, señores y se niega a aceptar que sea un ‘tema de mal gusto’ porque, reconociendo que es el instante tremendo en que se acaba nuestra oportunidad de hacernos o no hombres, de hacernos o no santos, cree, enseña y proclama a los cuatro vientos que el morir es el momento supremo, el triunfal o fracasado ingreso en la eternidad. Eternidad feliz los buenos y, de los otros, mejor no hablar. –“Más les hubiera valido no haber nacido”– dijo Cristo de Judas.
La muerte es solo la partera, la comadrona de nuestro parto final hacia la diuturnidad.
Unamuno, que vivió mucho tiempo torturado con sus dudas decía: “El hombre es perecedero, Puede ser: pero perezcamos resistiendo, viviendo como si no lo mereciéramos. Y si la nada nos está reservada, hagamos, con la altura de nuestras vidas, que esto sea una injusticia”.
Si él, que dudaba, del pensamiento de la muerte sacaba motivos para vivir recta y heroicamente ¿cuánto más nosotros cristianos ‑que sabemos y creemos firmemente que nos espera la eternidad y que ella depende de lo que hayamos sido en este mundo‑ cuanto más nosotros, deberíamos sacar fuerzas e incentivos para vivir noble, cristianamente, hacernos santos, hacernos héroes.

Y Cristo y la Patria, hoy más que nunca, necesitan héroes y santos.
Y no digo que a todos nos toque ir a enfrentar la muerte como a nuestros soldados en los frentes de Tucumán, o ser asesinados por bombas y metralla como nuestros policías, pero, en estos días tenebrosos que vivimos, bien sabemos que ningún argentino que se precie ha de excluir la posibilidad de que su fe y su patria le demanden la ofrenda de su vida.

Sea cual fuere nuestra muerte ‑o la de los nuestros‑, más tarde o más temprano, brille hoy, este día de difuntos, en nuestra ofrenda cristiana, la esperanza del feliz más allá.


Nikolay Gay. Heraldos de la Resurrección, 1867, Galería Tretyakov, Moscú.

(1) Las versiones más antiguas del viejo y célebre apólogo “El gesto de la muerte” se remontan a la literatura judeo-talmúdica del siglo VI y a la tradición musulmana sufí de los siglos IX al XIII. Jean Cocteau (1889-1963 lo popularizó en uno de sus cuentos cortos.

(2) Diego de Torres Villarroel, (Salamanca, 1694 - 1770)

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