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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1986. Ciclo c

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lc 18, 9-14
Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias" En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»

Sermón

Quien tenga la suerte de viajar en nuestros días a Jerusalén, no puede dejar de visitar la bellísima mezquita de Omar (que todos conocemos por fotografías). Polo de atracción que lleva a los musulmanes a considerar a Jerusalén también como una de sus ciudades santas.

En el centro de la explanada de la mezquita -el jarám es-sheríf - la cúpula de Omar protege actualmente una protuberancia rocosa, asociada por ellos a hechos legendarios de Mahoma, llamada la sahra , la 'roca', debajo de la cual se abre una gruta, cerca de una especie de canal. En realidad Mahoma -que en paz no descanse- nada tuvo que ver con dicha piedra, que no era sino el punto más alto de la antigua colina de Ofel, donde, en la montaña de Sion, se extendía la primitiva ciudad de Jerusalén. Y esta roca se había elegido, precisamente, como fundamento del " debir ", el santo de los santos, la parte más alta y sagrada del templo de Jerusalén.

Ulteriores especulaciones rabínicas afirmaban que esa roca no solo sostenía la parte principal del templo, sino que era la piedra que hacía de tapa del abismo, del ' tehom ', de las fuerzas infernales, y que señalaba el sitio preciso del centro del mundo, su eje cósmico. De tal modo que el templo era una especie de microcosmos que representaba a toda la tierra organizada alrededor de su 'ombligo' geográfico.

Sea lo que fuere, esta triste y pelada roca, hoy rodeada de la superstición islámica, es el único recuerdo del famoso templo, además del pintoresco 'muro de los lamentos', que no es sino una parte de los contrafuertes que mandó construir Herodes para ampliar, sobre las faldas de la colina, los patios exteriores del conjunto.

Y esta construcción de Herodes sí que era una obra faraónica, capaz de alinearse con cualquiera de las maravillas de la antigüedad. Había dejado chiquito al templo de Salomón, destruido por Nabucodonosor y tanto más al penosamente reconstruido después del Exilio, frente al cual los ancianos, que habían visto al antiguo, lloraban de lástima -según cuentan Esdras y Ageo-.

Pero Herodes -a quien justamente por estas construcciones que hacía dentro y fuera de su reino, llamaron el Grande-, se superó. Aunque los trabajos no se terminaron definitivamente hasta el año 63, lo esencial fue hecho más o menos en diez años, a partir del 20 antes de Cristo. Trabajaron allí, permanentemente, veinte mil obreros: canteros, carpinteros, orfebres. Todo monumental, todo mármol, plata, oro. La fachada del templo, que medía 50 metros cuadrados, estaba recubierta de placas de oro.

Desde dónde Jesús, en nuestro evangelio, observa el templo a la madrugada, el mármol, el oro y la plata reflejan el sol como una inmensa y espectacular llamarada. El interior del 'santo de los santos' estaba, también, totalmente forrado con paneles de oro labrado, de casi tres centímetros de espesor. Y qué decir de los objetos de culto, candelabros, altares, recipientes, vasos, cuchillos, espejos, adornos, cadenas. Algunas obras maestras, como el candelabro de los siete brazos que se conservó en Roma hasta el saqueo de Alarico, cuando, durante la refriega, cayó al fondo del Tíber, desde dónde algunas noches -dicen los viejos judíos- se lo ve brillar. El asunto es que había tanto oro en el Templo, que después de la conquista de la ciudad por Tito, en toda la provincia de Siria el precio del oro bajó a la mitad.

Pero ya el Templo había dejado de ser un lugar de encuentro con Dios. Era un inmenso mercado y banco de poderosos y, al mismo tiempo, una inmensa 'plaza de Mayo' de reivindicaciones nacionalista y xenófobas, en donde ningún extranjero podía entrar. En realidad ya el antiguo templo había cumplido una función política. Al prohibir los reyes de Judá la existencia de todo templo que no fuera el de Jerusalén, el monopolio jerosolimitano fue uno de los factores principales del sentimiento de unidad de los judíos.

Empero, en aquel entonces, el motivo principal aún era religioso: desde que David traslada el arca de la alianza a Jerusalén, Sión se había transformado en el santuario más atractivo de Israel. La presencia de Dios en el arca, justificaba que se le hiciera un palacio (que otra cosa no es un templo en la antigüedad: el lugar donde vive la divinidad). Pero, a medida que se va purificando el concepto de Dios en Israel, se van dando cuenta que ningún lugar construido por manos del hombre podía ser habitación de Aquel a quien no son capaces de contener el cielo y la tierra, como afirmaban los profetas.

Se termina de decir que no es Dios quien habita el templo, sino su "nombre" o su "gloria". Lo cierto es que los rabinos, finalmente, atribuyen más importancia a la presencia de Dios en la Toráh, en la Ley, en la Escritura, que a la del mismo templo. Este se sigue utilizando más que por motivos religiosos por razones nacionalistas, políticas y económicas, siendo cada vez más lugar de lucro y de ritos vacíos, de poderío económico, de manejo y explotación de las masas.

No por nada tiene que entrar allí Jesús con el látigo: el templo ha dejado de ser casa de oración. Es ahora signo de la soberbia israelita, de su poder económico, de su permanente estado de subversión frente al orden romano y centro de unidad ecuménica de los cinco millones de judíos entonces distribuidos por el imperio -el diez por ciento de su población- y de los cuales solo 500.000 habitaban Jerusalén.

Destruido el templo, los judíos que se separan de la legítima prolongación cristiana del Antiguo Testamento, querrán ahora reconstruir el templo, pero ya no como microcosmos simbólico, sino a nivel mundial. No por nada, por ejemplo, para los caballeros del Templo, los templarios -así llamados porque construyeron su primer sede sobre sus ruinas- están en el origen de la masonería, con sus templos -a su vez- réplicas simbólicas de mundo y del templo de Jerusalén, dóciles instrumentos históricos de la persecución judaica pronosticada hoy por Jesús a sus discípulos.

Pero, justamente, Jesucristo nos promete la superación de aquel Templo y de todo templo de piedra, porque el lugar de encuentro del hombre y Dios ya no será más el monopolio de un lugar ni de un pueblo, sino el mismo Jesucristo Resucitado, desde donde Dios se nos hace presencia viva, dicente y hermana. De donde fluye, en nuestros corazones, a través de la fe, la esperanza y la caridad que a todos nos une en este misterioso cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Ya no muros de piedra, sino organismo vivo, sociedad humana y, al mismo tiempo, sobrenatural, porque esa fe esperanza y caridad que vivifica a sus miembros con el Espíritu de Jesús, está más allá de todo avatar puramente humano: bélico, político o económico, ya hundiendo sus raíces en la vitalidad inmortal del Cristo resucitado.

Usamos edificios para reunirnos que, por extensión, se llaman iglesias y templos: pero la verdadera iglesia, el verdadero templo de Dios, somos nosotros los cristianos, edificados no sobre la roca de Sion, la de la mezquita de Omar, sino sobre la piedra fundamental que es Cristo, representado por la piedra contra la cual nada pueden las fuerzas del abismo: el Papa piedra.

Por eso no nos asustan en demasía los avatares cósmicos ni apocalípticos- ya sabemos que este mundo, este universo con todas sus galaxias, algún día se acabará, muerto de frío y de entropía. No nos aterrorizan tampoco los avatares políticos o económicos. Los querríamos, por supuesto, al servicio de Cristo, pero si eso no sucede, sabemos que, lo mismo, lo único importante, ellos, el enemigo, no lo podrán destruir: "destruyan este templo y en tres días lo reedificaré".

Tomen el poder, tomen el Estado, tomen el oro, tomen el país, a pesar de la gallarda resistencia de unos pocos llevados a dar testimonio frente a las sinagogas, los sanedrines y los tribunales.

Ódiennos, provoquen guerras entre cristianos, corrompan o transformen en traidores a parientes, hermanos y camaradas, usen a los paganos en contra de nosotros, infiltren el cristianismo usando el nombre de Jesús. Mientras nos quede un hálito de libertad cristiana en el corazón seguiremos construyendo el templo de la Iglesia, seguiremos construyendo en nosotros y en nuestras familias nuestra cristiana nación. Ese será el refugio postremo -a lo mejor el principio de la reconquista de la patria y de la cristiandad.

Y tomen aún nuestras vidas -al menos antes de que nos pierdan las almas- ya que sabemos que, ni aún así, uno solo de nuestros pelos se perderá.

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