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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1984. Ciclo A

30º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 22, 34-40
En aquel tiempo: Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los caduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?" Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas".

Sermón

Es curioso cómo, de tanto repetirlas, ciertas palabras y frases terminan por carecer de significado. Porque ¿qué cristiano apenas instruido no sabrá responder como una saeta a la pregunta de cuál es el mandamiento más importante de la ley, ¿cuál es el primero de los mandamientos?
Y, sin embargo, aún de los que estamos acá y se supone sabemos, por lo menos, más o menos bien nuestro catecismo ¿cuántos hacemos de este mandamiento verdaderamente el centro de nuestra vida? ¿Quién puede afirmar sinceramente que –no digo que lo haga‑ pero por lo menos que trata de ”amar a Dios con todo el corazón con toda el alma y con todo el espíritu”?
En nuestros exámenes de conciencia nos detenemos más narcisísticamente en la lucha ‑más estoica que cristiana‑ por eliminar de nosotros estas o aquellas imperfecciones que lesionan nuestro propio aprecio o, masoquistamente, revolvemos y lloramos nuestras debilidades escuálidamente pasionales, mientras, al mismo tiempo, organizamos como un juez de tránsito el inventario de nuestras transgresiones a las diversas ordenanzas en las cuales compendiamos nuestro cristianismo. Diez mandamientos de los cuales nos ponemos a examinar en serio y acusar recién desde el quinto ¡o del sexto!

Por lo menos los judíos cuando oían hablar de cumplir los mandamientos no entendían solamente los diez que inmediatamente nosotros traemos a la mente. Según la tradición sinagogal, la Ley comprendía 613 mandamientos positivos, 365 prohibiciones y otras 248 prescripciones, abarcando y dando sentido religioso a todos los aspectos de la vida. Esta legislación exuberante se hizo mucho más numerosa, luego, en la escuela talmúdica. Pero no nos podemos burlar sin más de ella. Por medio de todas estas regulaciones el judío quiere hacer de todos los instantes de su vida actos de obediencia a Dios.
Y está bien: lo que se duda es si estas complicadísimas reglamentaciones no terminaban ‑como las ordenanzas y trámites burocráticos‑ por parecer tener importancia en sí mismas y no de acuerdo al fin par las que habían sido promulgadas. Como decía Jesús en su época “pagan el impuesto del comino y de la menta, pero descuidan los mandamientos más importantes, la piedad, la justicia, la misericordia”; “Tragan el camello y cuelan el mosquito”.
Pero, de todos modos, en su intención: la proliferación legalista del judío era mejor que la reducción que muchos cristianos hacen de los mandamientos al 5º o al 6º porque, precisamente, expresa mejor el sentido del primero y el más grande los mandamientos: que toda nuestra vida –eso quiere decir “con todo tu corazón, con toda el alma y con toda tu mente”‑, todo nuestro ser, toda nuestra existencia, ha de transformares en un acto de servicio para Dios, en misión de lucha y de combate por Él, en entrega plena corajuda y viril para llevar adelante sus planes.
Y eso no es solamente cuando resisto la tentación de mirar a una chica que pasa o cuando me acuerdo de hacer una penitencia el viernes.

Dios no quiere de mi solamente ‘ese’ o ‘aquel’ acto aislado de mi vida, ni que Su presencia se suscite solo en aquella o esotra prohibición. No es haciendo, dando a Dios determinados actos o privándome de otros como soy cristiano. Soy cristiano dándome todo, regalándome a mí mismo, centrando mi vida fuera de mi ‘ego’ en Dios y, desde allí, en los demás. Porque, si no, transformo mi cristianismo ‘tres o cuatro mandamientos’ en algo mucho más extenuado, macilento e inconsistente que el legalismo minucioso y a veces heroico del judío.

Pero, es claro: amor es entrega, pero ¿cómo entregarme sin al menos una cierta ‘experiencia’ de amor? Y ¿puedo experimentar el amar a Dios? ¿Más allá o más acá de mi propósito de entrega hay en mí una zona del corazón capaz de sentirse conmovida por Dios? ¿O todo será acto de pura fe en el hielo de una voluntaria decisión?
Porque (¿no lo hemos oído tantas veces para consolar nuestra frialdad frente a Dios?): “lo importante es amar ‘efectivamente’ no ‘afectivamente’”; “con las ‘obras’ no con el ‘sentimiento’”, “amar a Dios no es ‘sentir’ nada sino ‘cumplir’ los mandamientos”.
Y en verdad que para la mayoría es así. Entonces el cristianismo, se reduce –otra vez‑ a cumplir tres o cuatro mandatos y aceptar dos o tres prohibiciones.

El error es quizá que, en nuestros catecismos y en nuestra educación, más nos hablaron de lo que ‘nosotros teníamos que hacer’ para Dios o de lo que teníamos prohibido, que de ‘lo que El hacía’ por nosotros.
Pero si Vds. leen la Biblia verán que esto de que el hombre tiene que amar a Dios aparece muy pocas veces en el Antiguo y Nuevo testamento. Lo que aparece en cambio en cada página, en cada capítulo, de mil maneras, hasta el hartazgo es que El nos ama a nosotros.
‘Amar a Dios sobre todas las cosas’ será todo el primer mandamiento que se quiera pero de ninguna manera es la primera verdad o afirmación de la Escritura.
La verdad fundamental, el centro mismo de la Revelación, el cimiento de acero y de piedra del evangelio, es que Dios nos ama a nosotros.
Dios es el que está enamorado del hombre. No viene, déspota machista, a decirnos ‘ámenme’, ‘obedézcanme’, sino que, como cualquier enamorado lo que nos dice antes es “te amo”, “te quiero”. Y como el amor es compartir y solo amando se comparte, porque nos ama, nos pide que amemos, para que podamos nosotros compartir Su felicidad, Su alegría de eternidad.

Amar a Dios no es solamente cumplir órdenes, agachar la cabeza a preceptos, ejercitarnos en virtud y disciplina ¡qué manera horrible y kantiana e imposible de tratar de ser cristiano! ¡Ser cristiano es estar enamorado!
Pero ¿cómo enamorarme de alguien a quien no conozco, a quien no frecuento, con el cual jamás hablo ni le oigo hablar?¿Cómo mantener una amistad, un noviazgo, un matrimonio, sin el encuentro, o al menos sin la carta, sin la llamada telefónica, sin el pensar en el amado? ¿Cómo, pues, enamorarme de Dios sin estudio, sin meditación, sin vida de oración?

¿Pero qué suele ser nuestra vida de relación con Dios sino, a veces, un precepto más: recitar dos o tres ensalmos y “majalís majalás” antes de acostarme; cumplir porque ‘hay que cumplir’ con el precepto dominical?
No. Hay que aprender a orar. Los cristianos no sabemos rezar. En las iglesias hoy se enseñan muchas cosas pero nadie enseña a orar. Hay que aprender a ‘sentir’ de alguna manera a Dios: esa palma que nos sustenta en la gravedad de nuestro ser, esa Presencia paterna que lo invade todo, esa Su sonrisa y Su aliento y Su consuelo que me embarga en los ojos cerrados del silencio o que me seduce desde mi Biblia o que me enseña desde mi libro de meditación o que me impulsa desde el ejemplo de sus amigos los santos.
Vivir mi cristianismo en la alegría de haber encontrado el sentido de mi vida, en los pasos alados de mi alma liberada por Su perdón, en los largos minutos entregado a sus mimos en la serenidad del templo o en la intimidad de mi habitación o en la camaradería fraterna del orar con los hermanos.
Amar a Dios sobe todas las cosas”. Entonces sí.
Respuesta de corazón conquistado, enamorado.          

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