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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1983. Ciclo C

28º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 11-19
Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea,  y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz;  y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»

Sermón

Una de las impresiones más tempranas que recuerde de mi vida es un accidente que presencié regresando a casa desde mi vieja Escuela Argentina Modelo. En Las Heras y Callao un colectivo acababa de atropellar a una pobre mujer. Aunque mi niñera no me dejaba mirar, yo alcancé a ver los suficiente como para que la impresión me persiguiera luego durante días. Pero lo que, sobre todo, recuerdo es la terrible expectación con que ese día y los siguientes, esperaba ansioso la vuelta a casa de todos los míos. Bastaba con que alguien se retrasara más de lo habitual para que el espectro del accidente me angustiara. Y ¡qué alivio y alegría cuando mamá y el último de mis hermanos y, finalmente, papá, llegaban en medio del ruido de campanas que eran para mí las puertas del ascensor cerrándose, las llaves entrando en la cerradura y el portazo final!

Quizá fue allí donde aprendí a valorar la gratuidad de la existencia. En la fragilidad del cuerpo dislocado sobe el pavimento. Que podía ser el de cualquiera. En la alegría de tener lo que en cualquier momento se podía perder.

Nunca más pude pensar que eran ‘normales' las cosas que tenía. Y la muerte, luego, de algunos parientes cercanos o el saber, más tarde, que, además de colectivos, existían cornisas inestables, microbios feroces, coronarias frágiles, ineluctables vejeces y aún guerrilleros, gurkas y asesinos, no añadió gran cosa a esa experiencia primordial.

No solo, desde entonces, me di cuenta de que mi vida y la de los míos era un constante regalo, sino que –aunque como todo ser humano tuve mis tristezas y problemas- aprendí pronto el secreto de la alegría que es gozar de lo poco o mucho que se tiene. Y que, por reducido que sea, siempre se puede perder. Y no estar triste, mohíno y envidioso por lo que se querría y no se puede tener.

Pero es verdad que uno, tontamente, recién empieza a apreciar las cosas cuando las ha perdido o teme perderlas. El que las cosa brillan por su ausencia es una de las fases proverbiales más antiguas del mundo.

¡Maravilla de la electricidad!, cuando hay cortes de luz. ¡Maravilla del agua en las canillas!, cuando Obras Sanitarias se demora en la reparación de las cañerías. ¡Maravilla de la aspirina!, cuando, en medio de la noche, farmacia y kioscos cerrados, dolor de cabeza. ¡Maravilla de la televisión!, conexión muda. ¡Maravilla del pan!, cuando haya bonos de racionamiento ¡y de la nafta!, faltante con colas de cuatro cuadras. Mientras tanto abrimos la canilla, prendemos la luz, cambiamos de canal, tomamos Adiro, gastamos combustible, damos un beso distraído a nuestra mujer y a nuestros hijos sin ni un movimiento de admiración, de alegría, de agradecimiento. Todo es normal. Todo ‘tiene' que estar allí.

Y, mientras todo está allí y se piensa que todo ‘tiene' que estar allí, es muy difícil ser un hombre religioso.

Es como cuando uno tiene un aparato que funciona: una radio, un auto, un lavarropas. Aprieta los botones y listo. Apenas se ocupa uno de saber cómo funciona, qué lo mueve, qué son los transistores, los condensadores, el árbol de levas, los engranajes, los inyectores.

Recién cuando se descomponen nos mostramos curiosos. Abrimos el capot, sacamos la tapa, miramos aquí y allá, revolvemos con un destornillador, sacudimos, golpeamos. Hasta, por ahí, estudiamos los manuales. Se despierta nuestro espíritu inquisitivo, científico, filosófico. Y, por supuesto, al final, llamamos al service o vamos a lo del mecánico.

Sí: nuestra curiosidad se mueve más por nuestras carencias que por gratuita admiración.

Y quizás allí se encuentre la explicación de por qué son más bien nuestras pérdidas y dolores las que nos acerquen a Dios que el diario vivir y, aún, la mera contemplación de nuestra existencia.

Es torpe de nuestra parte, pero suele ser así. Para la mayoría es más fácil encontrarse con Dios en la desgracia que tomando sol un domingo al borde de la pileta o comiendo una trucha rellena de langostinos en el Clark's.

No por nada, en la historia del pensamiento hebreo, Dios, antes que ser conocido como el Creador, es vivido como el Salvador, el ‘ yesua ', el ‘ soter '. ‘El que salva' a Israel de los egipcios, de los filisteos, de los asirios. ‘El que salva' a Noé del diluvio. ‘El que salva' al justo, al pobre, al humilde, al pequeño, al perseguido, al angustiado, al abatido –como aparece en los salmos-. `El que salva de la prueba, del peligro, de la enfermedad, de los enemigos.`

Así, la experiencia religiosa del Antiguo Testamento se configura sobre todo en categorías de ‘salvación'. Es decir, a partir de superación de vivencias negativas, de mejoramiento en la desgracia.

Y está bien. Pero fíjense qué curioso: la historia de Israel nos muestra cómo, si bien Dios no tiene ningún reparo en mostrarse como Salvador y que los judíos acudan a Él sobre todo cuando andan en problemas, va creando como una especie de tensión constante entre el cumplimiento y la expectación.

Porque es evidente que Yahvé salva muchísimas veces a su pueblo en el transcurso de la historia y, sin embargo, la salvación viene en circunstancias como demasiadas estrechas para lo que se esperaba o había sido prometido. La liberación de Egipto se da en medio de estrecheces e intentos de vueltas atrás. La Tierra Prometida se muestra más mezquina de lo que esperaba el pueblo liderado por Moisés y Josué. La estadía en lo que será su tierra acechada por enemigos de afuera y de adentro. Mucho más tarde el regreso desde el exilio en Babilonia irá de desilusión en desilusión. Cada esperanza realizada es, ciertamente, cumplimiento, pero, a la vez, se proyecta siempre, de nuevo, como más allá de sí misma, como tendiendo hacia un cumplimiento mucho más pleno y adecuado. Como si, en el fondo, Dios quisiera hacer entrever a su pueblo que, más allá de las circunstanciales dificultades de las cuales lo salva, lo quiere conducir a una plenitud definitiva que no puede realizarse en el ámbito de la naturaleza humana. Como si quisiera precisamente mostrar al hombre que, en los límites de la pura naturaleza humana, aún en medio de paz, de prosperidad, de salud y de entrañables amistades, el hombre todavía se encuentra perdido, lejos de aquello que en el fondo aspira y para lo cual ha sido hecho.

La precariedad de las salvaciones históricas tendría que hacer entender a Israel que la naturaleza en si misma tiene que ser salvada.

Pero los judíos no han comprendido. Siguen pretendiendo de Dios una salvación meramente humana. Las desgracias los vuelven a Dios, sí, pero para pedirle solamente una salvación en el aquende. En donde, sin darse cuenta, el hombre, por mejor que esté, seguirá perdido y necesitado.

Milagros pequeños que, tantas veces, pedimos los cristianos, sin saber que el único milagro necesario es el gran milagro de la Resurrección final.

Lucas nos lo resume bien en el pasaje del evangelio que hemos leído.

Allí están los diez leprosos necesitados de salud, de ‘salvación' y, a coro, piden a Jesús que los ‘salve', que los cure. Y los diez son sanados. Ia-shua , Jesús, como Vds. saben, quiere decir, en hebreo, ‘Yahvé salva'.

Ya están los diez, otra vez, en su estado ‘normal'. La luz funciona, la televisión anda, la vida vuelve a su cauce cotidiano. Ya no hay nada que pedir, nada que esperar. Simplemente todo ha vuelto a la normalidad, se retorna a lo que correspondía, a lo debido. No hay nada por lo cual admirarse.

Solo el samaritano aprende de aquella experiencia carencial que la salud y la vida tienen algún no se qué de gratuito, de inmerecido y abierto a más. Y –dice el evangelio- vuelve a Jesús y le da las gracias. ‘ Eujaristón autó ', pronuncia el griego original. Del verbo ‘ eu-jaristein ', de donde viene la palabra ‘eucaristía' y que significa ‘estar alegre por algo', ‘manifestar la alegría por lo recibido' ya que ‘ eu ' quiere decir aquí ‘mucha' y ‘ jaristía ' ‘alegría'. Mucha alegría.

El samaritano vive la alegría de su salud, se da cuenta de lo que tiene y de lo que aún puede esperar y sabe que esa alegría se la debe a Jeshua, “Dios que salva”.

Por eso mismo, del abrirse a Dios en la desgracia que es común a los diez, él se abre, en la alegría, en el agradecimiento, al Dios que quiere darle todo, al que, más allá de la salvación de la lepra, le ofrece ‘la Salvación', la plenitud, la totalidad.

Por eso, de los diez se dice que fueron curados de la lepra. Solamente al samaritano que agradece -en la alegría y la maravilla y el asombro por lo que tiene y espera-, solo a él, Jesús le dice “ Ve, tu fe te ha salvado ”.

En los momento de desgracia personal o nacional, no nos abatamos. Mucho tenemos aún. Mucho por lo cual estar alegres y agradecidos; mucho también por luchar y conquistar y, a lo mejor, nunca conseguir aquí.

Pero, si vivimos en la ‘eucaristía', en la alegría de la posesión de la esperanza, a pesar de todo, Dios no nos abandonará.

Y también a nosotros, finalmente, nos dirá: “Ven, tu fe te ha salvado”.

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