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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1974. Ciclo C

27º Domingo durante el año
(GEP, 6-IX-74)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 17, 5-10
Dijeron los apóstoles al Señor; «Auméntanos la fe» El Señor dijo: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: "Arráncate y plántate en el mar", y os habría obedecido» «¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: "Pasa al momento y ponte a la mesa?" ¿No le dirá más bien: "Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?" ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer»

Sermón

¡Ah, señores, que poca fe tenemos! ¡Qué poca fe tengo! Porque puedo yo asegurarles que –no digo ya una morera o una montaña- sino que ni siquiera al grano de mostaza que el Señor pone como término de comparación podría yo mover con mi pensar y mi querer. Vds., para consolarme, quizá podrían decirme “Bueno, padre, no se lo tome así. Al fin y al cabo lo que dice Cristo del traslado de la morera o de la montaña es una hipérbole, una de esas exageraciones orientales utilizadas por Jesús y que no pueden entenderse literalmente, hay que interpretarlo en sentido espiritual”. Pero lamentablemente se da el caso que justamente aquí la interpretación material cabe y el Señor pretende decirnos réqueteliteralmente exactamente lo que significan todas y cada una de sus palabras: “Si Vds. tuviera fe del tamaño de un grano de mostaza y dijeran a esa morera que está ahí o a ese ombú de la plaza ‘Arráncate y plántate en el Riachuelo’ ella les obedecería”. Y ahí están San Gregorio Taumaturgo, San Benito y tantos otros santos con los cuales Dios cumplió al pie de la letra estas palabras: movieron montañas.


San Gregorio Taumaturgo, 213-270

Vds. me dirán entonces consternados: “Pero entonces, padre, ninguno de nosotros tiene fe, ni siquiera del tamaño de un átomo”. Porque todos podrán recordar –todos podemos recordar- esos momentos en nuestras vidas en que pedimos a Dios con tanta confianza, con tanta fe, quién sabe con tantas lágrimas eso que deseábamos tanto -y que quizá ni siquiera era para nosotros- y era muchísimo menos que trasladar árboles o montañas: la salud, a lo mejor, de aquel a quien tanto queríamos, la obtención de ese trabajo, que no le sucediera nada malo a Jorge o Marta, la solución de aquel problema, pasar ese examen; y Dios, aparentemente, no nos escuchó. ¡Tantas cosas que te hemos pedido Señor y no nos las has dado! (Es verdad que Él tiene Sus maneras de responder siempre a nuestras pobres oraciones pero no siempre tal como se lo pedimos.)
Y sí que teníamos fe cuando te las rogamos. Estábamos tan, tan, seguros de que nos dirías que si y ¡qué amargura, qué rebelión, qué desilusión cuando no nos las concediste! ¿Para qué rezar, dijimos, para qué ser buenos? ¿Para qué tener fe?

“Tener fe”. Aquí está el nudo de la cuestión ¿qué es tener fe? Porque es evidente que allí está la condición que pone el Señor para concedernos infaliblemente aquello que pedimos. “Pidan y se les dará, busquen y encontraran, llamen y se les abrirá.” Y dice ‘porái’ el apóstol SantiagoSi a alguno de ustedes le falta sabiduría, que la pida a Dios y la recibirá. Pero –continúa- que pida con fe, sin vacilar, porque el que vacila se parece a las olas del mar levantadas y agitadas por el viento. El que es así –prosigue- no espere recibir nada del Señor, ya que es un hombre interiormente dividido e inconstante en su manera de proceder”.

“Ecco!” Aquí está la madre del borrego –la madre de Dorrego como me dijo un estudiante el otro día- “interiormente dividido e inconstante en su manera de proceder”. ¿Ven? La fe no es eso que pensábamos hasta hace un momento: una especie de seguridad interior, de convencimiento, de certidumbre, de que las cosas son o van a pasar tal cual nosotros las pensamos. No: No es solamente una cosa de la cabeza, de la inteligencia, ni del corazón o el sentimiento. La fe de la cual habla el Señor y exige Santiago es una actitud global de mi persona. No solo un convencimiento intelectual ni un aferrarse aislado a Dios en un momento de angustia, sino un compromiso vital y permanente con Él que se trasluce no en la seguridad de mi persuasión –puesto que la fe es oscura y a veces llena de dudas- sino en la integridad constante de mi fidelidad a Cristo y mi abandono a Él. Y por eso también ‘porái’ dice Santiago “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo?”
“Yo te quiero mucho mamá” a lo mejor decimos. Pero, de hecho la hago renegar, la desobedezco, no me ocupo de hacerle el gusto, me importan un rábano sus consejos o sus deseos. ¿De qué cariño me estás hablando entonces sino de un sentimiento meloso y pringoso y estéril del corazón?
“Yo tengo mucha fe, padre” ¿Dónde? ¿Dónde está tu fe? ¿Dónde están tus obras? ¿Dónde tus deseos de hacerte santo, de ser mejor, de romperte todo por tu Dios, por tu Cristo, por tus hermanos? -¿Dónde están los míos?-.

¡Pobres hombrecitos, pobres cristianos interiormente divididos e inconstante, olas del mar levantadas y agitadas por el viento!
¡Ah, si realmente creyéramos! ¡Cuántas estupideces dejaríamos de lado! Pero no, jugamos con Dios, jugamos con nuestras vidas, interiormente divididos prendemos una vela a Dios y otra al mundo, otra a Buenos Aires, otra a nuestras ambiciones mezquinas, a nuestro placeres, a nuestras frivolidades y, quizá, otra grande de cera virgen, brillante, luminosa, a nuestros pecados. ¡Y decimos tener fe!

No. Mientras te tironeen otras cosas que no sean Cristo, mientras puedas querer algo al margen del querer de Dios, mientras tu seguir al Señor sea condicionado, reticente, a medias, hermano: solo con lupa encontraré tu fe.
Santo. Ser santo y no otra cosa sino querer ser santo, eso es tener fe. No por supuesto santo de estampita coloreada, ni de modales bobos y ojos en banco. Santo hombre, santo porteño, santo como fueron en verdad los santos. Santo como Cristo.
Eso es tener fe. Como Cristo. La vida del cristiano es imitar a Cristo. En su energía viril, en su dulzura, en su querer a los demás, en su sumisión al Padre, en su oración, en su Cruz.
Y solamente cuando, después de mucha lucha, habiendo vencido nuestros egoísmos y puntos de vista humanos, cuando después de mucho tratar de pensar, de vivir, de amar como Él podamos decir con San Pablo “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mi” recién allí nuestra fe será como el grano de mostaza capaz de mover moreras y montañas. Porque no seré yo, pequeño hombrecillo, quien diga “arráncate y plántate en el mar” sino Dios adentro mío. Su sabiduría a través de mi palabra, Su infinito amor a través de mis ojos y mis manos, Su omnipotencia través de mi impotencia.
Y entonces no solamente a la morera y la montaña, al Kavanagh y al obelisco, sino a algo mucho más pesado: aun moveremos la voluntad de nuestros semejantes, de nuestros amigos, de nuestros compatriotas, de nuestros enemigos. Moveremos sus corazones, los convertiremos, los acercaremos a Jesús, los encaminaremos hacia el cielo.
¡Oh Señor, aumenta nuestra fe!

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