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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1996. Ciclo A

26º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mt 21,28-32
«Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar en la viña" Y él respondió: "No quiero", pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: "Voy, Señor", y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.

Sermón

(Trozo omitido en la predicación ) [Cualquiera que tenga medios, o haya ocupado u ocupe un puesto de responsabilidad o de cierta influencia, sabe de la gente que, realmente necesitada o cargosa, viene a solicitar favores o pedir intervenciones o ayuda. A veces es posible dársela, a veces no. Y cuando se trata de recomendaciones tanto peor. Por más que uno quiera a una persona por buena, si es inepta le resulta imposible recomendarla.

Pero lo que casi nunca agradable hacer es darle un rotundo ‘no' al que viene a solicitar dicho favor y es un buen tipo, no un caradura que uno sacaría pitando con un flor de puntapié en los fondillos. Aunque uno sepa que no podrá ayudarlo prefiere más bien refugiarse en el “veré que puedo hacer”, “intentaré”, “le daré noticias”... que en quitarle de entrada las ilusiones. Por cierto que mentir es deshonesto si uno realmente no tiene ni siquiera la esperanza lejana de poder hacer algo; pero es verdad que hay ciertas convenciones, cierta forma de educación que impiden la tajante negativa que el otro, más allá de las razones que uno puede tener para dársela, interpretaría sencillamente como mala voluntad.

Que uno alguna vez juegue con estas reglas admitidas de las costumbres sociales no quiere decir que pueda hacer de la promesa que no se piensa cumplir una regla, ni una forma de vida, como hace la mayoría de los políticos]

Que el hombre sea capaz de decir algo que luego no piensa cumplir es propio de su condición humana parlante. Entre el resto de los seres, esto no sucede: el perro agita el rabo, y sabemos que está contento: no nos está tendiendo una trampa; nos muestra los dientes y sabemos que es capaz de cumplir su mordiente amenaza. Distinto al ser humano, capaz de sonreírnos mientras nos está por atrás serruchando el piso, o amenazando por puro bluf. En lo que va desde nuestros pensamientos y estados interiores al gesto o la palabra que los manifiesta podemos voluntariamente interferir. Y eso puede estar bien, forma parte de nuestra educación: ser amables aunque el individuo que tenemos enfrente nos caiga antipático; mantener nuestro dominio de palabras y actos aunque nuestro hígado esté ardiendo de ira; contener nuestros impulsos pasionales a través de la intervención de nuestra inteligencia y nuestra libertad.

Es lo que la psicología denomina el ‘hiato', la distancia, que se da entre el estímulo y la respuesta a éste; hiato que nos define como humanos. En los demás vivientes, a los estímulos responde inmediata e instintivamente la reacción: no hay espacio para la reflexión, para la ponderación, para el juicio de valores. Las situaciones se resuelven maquinalmente, por un sutil dispositivo computado residente en el cerebro animal. En cambio, si el hombre no pierde el dominio de si mismo en un súbito ataque pasional o de locura, siempre puede cavilar, calcular, razonar, en el lapso que va desde la situación que se le presenta y estimula su actuación, a la respuesta activa o pasiva o de palabra que ha de darle.

Pero es precisamente este hiato, esta distancia, ese lapso, lo que, a diferencia del animal, permite al hombre no ser siempre transparente en sus palabras y acciones. Es capaz de manifestar sentimientos, pensamientos y propósitos que en realidad no tiene, como hace el actor cuando desempeña un papel ajeno a la realidad de lo que él es en su vida privada.

Hacerlo bien, es bueno para ser actor. Pero, aún en sociedad, todos debemos ser algo actores, porque nadie se libra, en su interior, del acoso de las pasiones, tentaciones y vicios que nuestro complejo cerebro siempre conserva a punto de saltar al exterior. ¿Y quién no se da cuenta de que esas tentaciones y esos horribles aunque reprimidos instintos, salvo en el confesionario y en el diván del médico de ninguna manera -ni siquiera de palabra- debemos darlos a luz? Los psicoanalistas saben bien la cloaca que es capaz de convivir en las profundidades de nuestro inconsciente con nuestra honesta vida consciente.

Es fruto de la virtud el contener todo ello y nuestros instintos malos y sujetarlos a la razón y hacerlos vibrar al son del evangelio.

Pero también es fruto de la mera buena educación el poder ser corteses y medidos, a pesar de algún esporádico volarse los pájaros de nuestra cabeza, o del profundo deseo de asesinar a los del piso de arriba que están escuchando música rock a las dos de la mañana, o a los buenos señores y señoras y fámulas que pasean perros incontinentes por las veredas de Suipacha y Arroyo.

El término griego para designar al actor, tanto de comedia como de tragedia, era hipocrités . De allí, con el tiempo, derivará nuestro término castellano hipócrita. Claro que hoy no le diríamos hipócrita a un actor. Al contrario lo aplaudimos si en la ficción sabe representar diversas personalidades a la suya.

Tampoco lo criticamos, al contrario, al que educadamente nos dice: ‘has enflaquecido', ‘¡qué joven estás!', ‘¡los años no pasan para vos!'... Son mentiras piadosas -y los dos lo sabemos- pero nos ayudan a convivir con alegría. Y el que no nos enrostren nuestros defectos a cada paso y sean cordiales con nosotros, aunque lo hagan con esfuerzo, se lo agradecemos a cualquiera. Eso no es hipocresía.

Pero como es desagradable el actor que sobreactúa, también lo es el lobo disfrazado de abuela. A nadie le gusta ser Caperucita Roja.

Y ya sabemos que el medio de actuación por excelencia del ser humano es la palabra. La palabra puede construir un mundo artificial de sentimientos e ideas e imágenes muy capaz de engañar deslealmente a los demás: piénsese en las mentiras astutas de un varón tratando de seducir a una mujer; las de un vendedor intentando colocar su producto; las de un politicastro promoviendo su voto. Piénsese en el mundo mendaz o virtual que son capaces de construir los medios, los diarios, el cine, la televisión...

Pero dejemos de lado el mundo mediático. El evangelio de hoy nos amonesta a cada uno.

Quiere hacernos reflexionar sobre nuestras hipocresías y sobreactuaciones de todos los días: desde nuestros saludos calidísimos a aquellos que nos pueden hacer bien y, sobre todo, que nos pueden hacer mal y a los cuales luego despellejamos inmisericordemente por atrás, o nuestra costumbre de hacernos siempre las víctimas, o que tenemos menos de lo que tenemos, y andar quejándonos todo el día, o, al revés, mostrando más de lo que somos, hasta también esas hipocresías más estúpidas como sonreírnos y hacernos los amplios frente a una conversación obscena que nos choca, o asentir -al menos con nuestro silencio- aparentando que no nos parece mal, cuando frente a nosotros se calumnia o se critica o se planean torpezas o se cuentan como proezas actos deshonestos.

Desdichadamente nuestra época se ha especializado en hacer parecer lo más consistente posible el mundo de las apariencias: son materia de estudio: ‘relaciones públicas', ‘publicidad', ‘periodismo'... y también ‘etiqueta', ‘protocolo'...

Aún en lo pretendidamente anticonvencional se ha instalado lo convencional: la pura traza, la ‘facha', la figura. Los jóvenes que dicen querer ser auténticos: las mismas desastradas formas de vestirse, de sujetar el cigarrillo o la botella, de confluir masivamente a la discoteca o al espectáculo rock, más masificados que nunca en su torpe deseo de autenticidad y rebeldía, más explotados por aquellos mismos de los que dicen se quieren liberar, más incoherentes y por lo tanto hipócritas que nunca respecto a las ansias profundas de su alma... Pobres criaturas adolescentes, inseguros, sin rumbo, todos pueden llevarse el premio al mejor actor.

Pero ya sabemos que la hipocresía o la actuación tiene sus limitaciones. Puede durar mucho, quizá, en el mundo de la política o del jet set, en donde, como todos mienten y todos aparentan, el universo de la apariencia se transforma en una casi realidad. Dura mucho menos en el mundo de los negocios o de la empresa o de la ciencia, en donde tarde o temprano es la realidad de los números la que juzga sobre el palabrerío y la fachada.

Pero resulta terrible en el mundo de la convivencia. Porque, si en una comida en un restaurante de lujo, o durante un fin de semana de vacaciones uno puede disimular y actuar como el mejor de los varones o las mujeres, en la coexistencia diaria, en el mundo realísimo en donde cohabitamos con los demás -sobre todo en el hogar- la hipocresía y el disimulo, la mentira y el autoengaño, tienen patas cortas... A la postre el envoltorio de palabras y sonrisas y caricias es incapaz de ocultar realidades inconteniblemente mezquinas, egoístas, envidiosas... Porque al fin y al cabo la única forma de expresión cabal del hombre -más allá de la palabra veraz-, pero esta sí que no admite engaño, son sus acciones o inacciones. Ellas sí son la manifestación transparente de nuestro ser. Res, non verba , “hechos, no palabras”, decía la vieja sabiduría latina.

Y ni la economía ni la vida de familia y de amistad puede sostenerse solo con la palabra. A la larga o a la corta, la misma palabra termina, en un mundo de relaciones construido solo por palabras, por transformarse en pesados silencios solo interrumpidos por reconvenciones, órdenes, cuando no gritos e injurias, y con el fondo indiferente del helado ruido omnipresente de las siempre prendidas radio o televisión, o encerrados en el compartimento estanco de los auriculares.

Pero estas situaciones tienen poco remedio: el hombre de nuestros días está habituado a intentar los cambios no en las realidades profundas de su ser, sino en las de la apariencia. Chapa y pintura. Cuanto mucho trabaja su interior en aquello que le es vital para el mundo tiránico del trabajo y de los negocios: capacitarse, horas y horas frente al ordenador, cursos y libros técnicos, actualizarse...

Pero nada para el mundo interior vivencial, para el universo de nuestros afectos, de nuestras pasiones, de nuestros significados, de nuestros motivos, de nuestros fines, de nuestra estética, de nuestras virtudes... todo aquello que constituye la parte más importante y vital de nuestro existir humano. Eso no importa, basta recubrirlo con el disfraz de las convenciones, de las palabras, de los trajes con corbata, o de los jeans del fin de semana, de las conversaciones mundanas, de los chistes de salón, o de burdel -que ya es lo mismo-.

Cuidamos lo de afuera y nos olvidamos de lo de adentro. Y lo peor es que esa fachada nos convence a nosotros mismos. Actuando constantemente, no tenemos tiempo para darnos cuenta de nuestro vacío, de nuestra inconsistencia, de nuestra porosidad interior. Hasta que ya es tarde: porque nada de eso, pintado, rechapado y estirado, pudo sustentar las acciones de amor que los nuestros imperiosamente precisaban: faltó la fuerza y la virtud para el apoyo a nuestros hijos en el momento oportuno, para darles tiempo y escucharlos, para interesarnos por los problemas reales de nuestra mujer, para saber valorar lo bueno que teníamos y no malhumorarnos y hacer la vida imposible a los demás por las cosas que nos faltaban....

Hasta quizá, católicos, cristianos, conservamos la fachada de nuestra fe: rezamos y fuimos a Misa y pusimos nuestra medida ofrenda en la colecta... Pero, también, contagiados por nuestra vida general de fachada: lo que profesábamos -y no digo “para que nos vieran los demás”, no: para sentirnos bien nosotros mismos- en nuestra piedad, pocas veces lo vivimos con profundidad, en compromiso hondo, en reflexión sincera, en amistad con Cristo, en oración y meditación y, sobre todo, en obras, en obras de amor, en concreto amor, afecto y caridad a los demás, en acción cristiana, en búsqueda de santidad...

“Voy, Señor...”, pero no fuimos...

No es que los publicanos y las prostitutas entrarán al Reino de los cielos si no se convierten ni cambian; pero es más fácil que se convierta el que claramente dice “No” y sabe que está mal, que aquel que, en su mundo virtual, en el mundo de las palabras y de la fachada en el cual vive dice “sí” y, aunque no va, por haber dicho “voy”, está convencido que está bien y, por eso mismo, es incapaz de arrepentirse y cambiar.

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