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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1990. Ciclo A

26º Domingo durante el año
(GEP 1990)

Lectura del santo Evangelio según san Mt 21,28-32
«Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar en la viña" Y él respondió: "No quiero", pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él respondió: "Voy, Señor", y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» - «El primero» - le dicen. Díceles Jesús: «En verdad os digo que los publicanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.

Sermón

         La doctrina católica de los sacramentos al explicar a éstos, suele utilizar la distinción entre lo que hay de formal en ellos y lo que hay de material. Lo material por ejemplo, en el caso del bautismo, sería el gesto de lavar con el agua. Lo formal, las palabras "yo te bautizo", que dan el significado preciso a ese gesto del lavado. Lo material, en la eucaristía, sería el pan y el vino, lo formal las palabras consecratorias que pronuncia sobre ellos el sacerdote.

Es precisamente la palabra lo que da forma, precisa el sentido, la inteligencia, de lo que se realiza materialmente. Lo que sin la palabra sería solamente un lavado, un mojar, se transforma en bautismo por las palabras.

Pero toda la estructura de la Iglesia es así: existe algo formal, que es su doctrina, especialmente plasmada en la Sagrada Escritura, en el Magisterio, la Palabra de Dios que resuena constantemente en ella, dando significación a su acción y a sus gestos y existe en ella lo material: su actuar, sus acciones de caridad, sus ceremonias litúrgicas, su vida callada.

En realidad esta estructuración mediante lo formal y lo material es común a toda la realidad. Todo está constituido por algo que sustenta, que da consistencia, que sostiene: la materia y algo que estructura, que da sentido, que combina, que organiza, la forma. Lo puramente material no basta: un montón de transistores, de cables, de plásticos y metales todavía no es nada: se necesita un plan, un pensamiento, una forma que combine todos esos materiales para que surja el aparato, la radio, el transmisor. Pero tampoco bastaría la estructura, la forma, si no hubiera materiales que se dispusieran de acuerdo a ella, que la encarnaran en su ser concreto y consistente.

Los planes, la forma, pueden ser magníficos, pero si no hay con qué ejecutarlos, si no hay gente que los lleve a cabo ni medios para realizarlos, solo quedan en pensamiento, en teoría. El estratega podrá tener en su cabeza espléndidos planes de campaña, de conquista y de defensa, la forma ; pero si carece de soldados y tanques, la materia, no podrá emprender ninguna guerra.

Cuando Lutero se rebela contra la Iglesia católica una de sus tantas posiciones, fecunda en consecuencias para su heredero el mundo contemporáneo, fue rechazar lo material de los sacramentos y en general de la vida de la Iglesia, y quedarse solo con la forma. No interesa el agua, no interesa el pan, no interesan los gestos sacramentales, sino que interesa el significado, el efecto de la palabra en los oyentes. La palabra sola basta. De allí que de toda la Iglesia, lo más importante sea la Sagrada Escritura, la Biblia, la palabra de Dios. Todo lo demás: sacramentos, imágenes, vida concreta, queda como eclipsado por la importancia única y exclusiva de la Biblia, de las palabras del texto sagrado.

El templo protestante ya no es un templo, sino una sala de conferencias donde lo más importante es la palabra del predicador, del pastor, que intenta inducir en su público pensamientos o más frecuentemente emociones. Desaparece el contacto con la realidad misteriosa de Dios, la contundencia silenciosa y eficaz del gesto, del sacramento, de la belleza de la imagen, de la sugerencia trascendente del rito, de la presencia actuante de un Dios al cual no bastan ni las palabras ni la razón para alcanzarlo. Faltan también las obras que no interesan. Solo la fe, la respuesta interior a la palabra basta.

Es verdad que la sola palabra es capaz hipnóticamente de provocar entusiasmos, histerias, actividades destructivas, impulsos, aparentes curaciones. Pero ninguna palabra que no vaya acompañada de la solidez de lo material, de la actuación prolongada en tiempo y en espacio, en gesto y en sonrisa, en trabajo y espada, en sudor y sangre, ninguna palabra sola, puede edificar y cambiar para bien vidas y sociedades.

¿Será por eso que el protestantismo no ha dado jamás nada que se parezca a un santo y tenga que inventar a costa de mucha propaganda y mucha palabra, santones como Albert Schweitzer y Luther King o Tutu para mostrar que es capaz de producir algo más que cantitos, dólares y revoluciones?

De todos modos, a partir del protestantismo que inicia el resquebrajamiento del occidente cristiano, cada vez más, la civilización se mueve en el mundo feérico, fantasioso, etéreo, de la palabra vacía de hechos, o en el mundo de los hechos que no responden a lo que se dice.

Coincidencia o no el protestantismo nace casi con el nacimiento de la imprenta y es en el vuelo frágil de la celulosa y de la tinta como emprende su tarea de destruir a la cristiandad. Desde entonces gran parte de la realidad se transformó para el hombre en el mundo que le representan esas frágiles hojas de papel. De la concreta, próxima y cotidiana realidad, el hombre cada vez más comenzó a vivir el mundo ficticio construido por el autor o por el periodista. Del mundo tangible de las personas, de la familia y de los amigos, se hizo vivir a la gente el ilusorio mundo de la política y de la humanidad. El papel, el periódico, el libro, se transformó en la realidad por antonomasia. Los hechos desaparecieron o se deformaron detrás de la tinta y las rotativas. Dios tan presente en la existencia diaria, en la intimidad de nuestras conciencias espontáneas, fue exiliado, expulsado del mundo construido por el papel.

Entre el mundo y el individuo se interpuso una cada vez más densa cortina de hojas y de pliegos. Y es en ese mundo, no el de la realidad cotidiana, ese mundo en donde se puede fabricar cualquier entelequia apócrifa, soñar cualquier utopía, ensuciar cualquier fama y construir verosímilmente cualquier mentira, es allí en donde se fue poco a poco destruyendo la verdad católica, el sentido común, el amor por la profesión, el oficio y el trabajo, y el contacto real con los míos, con las personas y con Dios.

En ese mundo de papel nacen las grandes declaraciones de principios, los derechos del hombre, del niño, de los animales, de los ancianos; las constituciones y las proclamas, los falsos héroes y los prototipos falaces, los códigos y las reglamentaciones. Formas vacías de materia, estructuras sin realidad, verborragia sin substancia. Es esa maraña de palabras y artículos y ordenanzas donde medran políticos, predicadores, gurúes, abogados, gestores, y coimeros. Es ella la que se interpone entre la persona, la realidad y el trabajo honesto.

Es la palabra sin sacramento, el verbo sin carne, la capaz de afirmar convincentemente que lo malo está bien y que el bien es lo malo. Es esa palabra, forma, vacía de sacramento, de sentido, de materia y de obras, la que extravía a sociedades e individuos y los hace transitar el camino de los sueños y apartarse del ser, de la vida y de la realidad.

Es el mundo de la prensa y de los políticos, de los discursos y de las mentiras, de los oradores y los predicadores, de los parlamentos y los sínodos, de las mesas redondas y los simposios, de las declaraciones, documentos y convenciones.

Palabra tanto más peligrosa cuando abundantemente servida hoy por la pantalla del cine y la televisión, tanto más constructoras de mentiras, calumniadoras de verdades, deformadoras de mentes, fabricadora de falsos héroes, promotora de mendaces ideales.

Palabra sin sacramento, forma sin materia, verborragia sin obras, que enferma a la nación y al individuo de insalvable esquizofrenia.

Desde el político profesional, pasando por el obispo y llegando a cada uno de nosotros, cada vez más vivimos la división morbosa no solo entre lo que pensamos y lo que hacemos, no solo entre lo que decimos y lo que en el fondo pensamos y actuamos, sino ya también la división entre lo que decimos, o entre lo que hay que decir en público y lo que podemos pensar y decir en privado.

No podemos habitar a la vez, sin desmedro de nuestra salud mental, en tan diversos mundos, con tan distintas claves, una para nuestra intimidad, otra para nuestro ego, otra para nuestros cercanos, otra para nuestro público. No podemos vivir sin grave dolor la incoherencia de pensar de una manera y actuar de otra. Así como eso destruya la fibra de una Nación, también hiere la lozanía de nuestro vivir cristiano.

Volvamos a la unidad católica entre palabra y sacramento, materia y forma, pensamiento y acción, inteligencia y voluntad.

Y empecemos no tanto por corregir nuestras palabras, ni nuestra cara en el espejo, como hizo el primero de los hermanos, sino antes que nada, en silencio, enderezar nuestras obras.

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