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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo C

26º Domingo durante el año
(GEP, 30-09-01)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 16, 19-31
«Era un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. «Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno.Y, gritando, dijo: "Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama" Pero Abraham le dijo: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado.Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros" «Replicó: "Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento" Díjole Abraham: "Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan" El dijo: "No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán" Le contestó: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite"»

Sermón

Que 'musulmán' quiere decir en árabe "el que se somete", e Islam "sumisión", es algo que, si no lo sabíamos hace unas semanas, hoy todos lo sabemos de memoria. En estos días las librerías agotan rápidamente toda la literatura que existe y se publica referente al belicoso profeta Mahoma y su Ku'ran o Corán. Y los periodistas no se cansan de referirse a esta extraña religión que -recién se dan cuenta algunos, a pesar de los sangrientos siglos de su larga historia-, parece ahora se convierte en amenaza mundial.

'Mahometano', 'muslime', 'islamita' son otros de sus sinónimos. 'Moros' se llamaron en España, porque formaban parte del grueso de las tropas musulmanas invasoras. Moro, viene de ' maurus ', 'negro' en latín. Se llamaba así a los bereberes mezclados con negros del norte de África y forzados, durante las primeras conquistas, a convertirse al Islam.

Otro de los nombres con que se les apoda es el de 'sarracenos' o 'sarracines'. La etimología del término a veces se confunde. Unos hacen derivar la palabra del verbo árabe " saraq " que quiere decir 'robar', y así sarraceno significaría 'ladrón'. Otros, del nombre de 'Sara', la mujer de Abrahán y madre de Isaac. En realidad, el término viene simplemente del árabe 'sarqï' que designa simplemente al 'oriental', ya que para los occidentales los musulmanes provenían de lugares situados al este de Europa.

De Sara el término, a no ser por error, de ninguna manera puede provenir -aunque he escuchado a algún periodista afirmarlo-, ya que los hebreos, para diferenciarse de los árabes, en la época del Exilio, allá por el siglo VI antes de Cristo, despreciativamente afirmaban que, aunque éstos, también semitas, descendían de Abraham , no lo hacían por la línea de la mujer legítima, es decir, de Sara y su hijo Isaac, sino de su esclava, de Agar, que había dado a luz, de la semilla de Abraham, a Ismael. Por eso a los árabes se les llamaba, y se les sigue llamando aún, 'agarenos' o 'ismaelitas'.

Pero que ambos pueblos remonten su filiación a Abrahám, es índice del alto aprecio que tenían por esta su figura. Es curioso que, en el Nuevo Testamento los mismos judíos se llamen a si mismos, más que hijos de Isaac o de Jacob o de Israel o de Judá, 'hijos de Abraham'. "Nuestro padre Abraham" dicen varias veces a Jesús con orgullo. Abraham, "padre de todos los hebreos", le llama el historiador judío contemporáneo a los evangelios Flavio Josefo. A lo que Juan el Bautista les respondía: No tanta soberbia porque " Dios puede sacar hasta de estas piedras hijos de Abraham (Mt 3, 9)". Nosotros mismos, los cristianos, nos consideramos hijos de Abraham, pero no ya por la ley , es decir por la circuncisión -dice San Pablo (Rm 4, 16)- sino por la fe . "El es nuestro padre común" (ib.), afirma. En realidad es más padre nuestro que de ellos, sostiene finalmente Pablo a los Gálatas, porque " los verdaderos hijos de Abraham son los que tienen fe " (Gal 3, 7); "si pertenecen a Cristo son descendientes de Abraham" (Gal 3, 24) .

Contrapone Pablo a los hijos de Abraham "según la carne" con los que lo son "por la justicia que viene de la fe" (Rm 4, 13). Y lo de la carne, lo de la ley, tiene aquí un significado unívoco: la circuncisión.

Es sabido que la circuncisión -la ablación del prepucio, en los varones- es un rito de iniciación a la adultez muy común en pueblos primitivos. Propia de la cultura totémica, se descubre aún en pueblos primitivos de África, Australia y Oceanía. También se practicaba, aunque menos extendidamente, en América precolombina.

De los pueblos de la antigüedad era práctica común en muchas etnias semitas, entre ellas los árabes y los egipcios. También, según Jeremías, la efectuaban los edomitas, los moabitas y los amonitas (Jr 9, 24s). En Palestina, solo a los filisteos -los llamados pueblos del mar, probablemente arios, parientes de los griegos- Jeremías los llama peyorativamente "incircuncisos".

Pero es recién durante y después del exilio en Babilonia, caída Jerusalén en el año 586 antes de Cristo, cuando la circuncisión se transforma para los judíos en un signo religioso y de pertenencia al pueblo de Dios.

En efecto, allí en Mesopotamia no se practicaba la circuncisión, así que ésta pasaba como una extraña costumbre propia de ellos. Inteligentemente, los dirigentes y teólogos judíos de entonces, aprovecharon esta diferencia, y convirtieron a la circuncisión, de rito de iniciación a la adultez en ceremonia de agregación al pueblo de Israel, realizándola una semana después del nacimiento.

Al mismo tiempo actualizaron antiguos relatos de los patriarcas, entre ellos el de Abraham, lo hacen padre de Isaac y abuelo de Jacob, todos ellos viviendo en épocas tan lejanas e inasibles históricamente como en el siglo XIX antes de Cristo, y compusieron un relato sobre el primero, fuertemente cargado de teología. En esta su teología, que hoy podemos leer en el Pentateuco, la circuncisión habría sido prescripta a Abraham como signo de la promesa de Dios de hacerlos un gran pueblo, de llevarlos a la tierra prometida y de ser la bendición de toda la tierra.

La circuncisión se vuelve así la conocida señal de la alianza o, mejor, según la tradición sacerdotal, señal de la promesa. Pero señal que va unida a los buenos ejemplos de Abraham -mejores que los que dan los viejos relatos de Isaac y de Jacob, par de pícaros-. Ejemplos de fe en la palabra de Dios como para dejar su tierra natal -precisamente la Mesopotamia en donde, cuando se redacta definitivamente la vieja leyenda, ahora están exiliados los judíos- y como para dirigirse a la desconocida tierra de la promesa. Fe también para tener esperanza de que su mujer vieja y estéril procreará. Fe como para obedecer la aparentemente absurda orden de Dios de sacrificar a su hijo. Fe para superar su complejo de inferioridad en tierra extraña y pensar que de él podría salir bendición para todos los pueblos... Esa es la figura que, casi mil años después de su supuesta existencia, debía servir de aliciente y modelo a los judíos desterrados en Babilonia y moverlos a la esperanza de volver a su tierra devastada y transformarse, a pesar de ser tan pocos, en un gran pueblo capaz de constituirse en bendición para todos los demás.

Por supuesto que esa promesa a Abraham se cumplirá plenamente -lo dice María en el Magníficat: "como prometiste a Abraham y a su descendencia"-, recién en Cristo y en su Iglesia; pero ya no bajo el signo de la carne, de la circuncisión, sino de la fe y del bautismo.

Pero mientras tanto, más que Isaac, más que Jacob, más que Judá, más que David, es la figura de Abraham la que sirve de modelo a la fe de los judíos, tanto durante como después del exilio y hasta la época de Cristo, con su gran signo de la circuncisión. De allí la importancia que el gran patriarca adquiere para ellos durante todo ese tiempo y su orgullo en llamarse hijos de Abraham.

Asimismo Mahoma, muchos siglos después, parece comprender la importancia de Abraham ya que, también ellos, los árabes, según la Biblia, son sus descendientes. [Mahoma conoce algo de la Biblia porque la escuchó, en parte, de labios de un rabino del cual era prosélito. Aunque luego afirmó que era inferior a las revelaciones que decía recibir y que se apuntarán finalmente en el Corán.] De igual forma ellos, los árabes, semitas, practicaban la circuncisión. Y, aunque no le gustara demasiado, el profeta acepta el que sus hermanos árabes sean descendientes de Agar y de Ismael: al fin y al cabo lo que importaba era el padre Abraham. Aún así no todos los árabes se harán musulmanes. No hay que confundir árabes con islamitas. Había y hay entre ellos muchos cristianos. Pero el Islam como tal tomará la marca de la circuncisión y la asimilará como señal de fe islámica y como signo de verdadera descendencia de Abraham, árabes o no que sean.

La circuncisión, de hecho, se sigue practicando entre ellos, al menos entre los más practicantes y en los países y grupos que se adhieren a la ley islámica. Con un agravante: el que, en muchos lugares, se practica también con las mujeres, en la horrible y sangrienta mutilación que supone la infibulación. (Yemen, Arabia Saudita, África, talibanes y otros fundamentalistas.) El año pasado se hizo un juicio en Londres a una especialista musulmana que había practicado en cientos de niñas -¡ya inglesas!- de padres de esa confesión la aberrante ceremonia. Por supuesto, que gracias a la falsa libertad religiosa de los liberales, salió absuelta. La revista parisina Le Point de la segunda semana de Julio trae el espeluznante relato de una incursión musulmana entre cristianos: en Indonesia, grupos de fanáticos islámicos, tomando una aldea cristiana, mataron a los que se negaron a aceptar la confesión mahometana y, a los que quedaron, hombres y mujeres, viejos y niñas, con la misma navaja, les practicaron violentamente el horroroso rito. Y estos no son sino episodios anecdóticos de esas extendidas bestiales costumbres. Piénsese, solo en nuestros días, las terribles persecuciones, asesinatos genocidas y conversiones forzosas de cristianos que en este momento se practican en Sudán, África, Indonesia. Pero así siempre avanzó el Islam en su historia, no convirtiendo y persuadiendo, sino a filo de cimitarra o por invasión lenta o paulatina.

Sea lo que fuere de la circuncisión entre judíos y musulmanes, entre cristianos es sabido que, en el primer concilio, el de Jerusalén, todavía en época apostólica, el año 48, ante la requisitoria furibunda de Pablo, se decidirá que ya nunca más la ley, la circuncisión, será necesaria para ser verdadero hijo de Abraham, para pertenecer al auténtico pueblo de Dios, la Iglesia. Sobrará la fe, significada y profesada en el bautismo, que definitivamente reemplaza a la circuncisión.

Pero la figura legendaria de Abraham, ahora elevada a dimensiones cristianas, seguirá siendo paradigmática para el católico. Las promesas de Dios hechas a Abraham según la Escritura, se cumplen en la Iglesia y se realizarán plenamente en la tierra prometida del cielo.

El símil del banquete -ya lo sabemos-, junto con el de la fiesta, es abundantemente utilizado por Jesús para aludir al gran festejo del cielo. En esta imaginería no podía faltar la figura de Abraham, el prototipo, según la epístola a los hebreos, de todos los creyentes. Es esa figura la que usa hoy Cristo para describir, en su fábula del pobre Lázaro y del rico Epulón, las alegrías del primero en el paraíso. Ahora es él, el antiguo pordiosero, quien se encuentra banqueteando, al uso griego, recostado en un triclinio, frente a la mesa cubierta de manjares, al costado de Abraham, que ocupa el diván del medio. Ese es el famoso 'seno de Abraham' que tan mal nos suena en nuestras torpes traducciones.

Por medio de esta fábula -muy semejante a otras que circulaban tanto en el ambiente egipcio como en el judío y que los oyentes de Jesús conocían muy bien-, modificándola sutilmente, Jesús da, encubiertamente y con algo de humor, un doble palo. Uno, a los ricos sacerdotes saduceos -vestidos de púrpura y lino según las reglas litúrgicas- y que, en lugar de vivir sobriamente según su estado, se aprovechaban de las riquezas del templo y sus negocios para vivir como 'pashaes' a costa del pueblo al que hubieran debido pastorear. Otro palo a los fariseos, que pensaban que el cumplimiento meticuloso de la ley, su pertenencia en la carne a la progenie de Abraham, habría de lograrles la salvación.

Esa salvación, en cambio, la obtiene el pobre Lázaro; no por pertenecer a la casta sacerdotal, no por la circuncisión, no tampoco, estrictamente, por su pobreza; sino por su fe en Dios, supuesta en su paciencia y en su esperanza coronada por el premio. Esa fe que se niegan a tener, a pesar de poseer a Moisés y los profetas, tanto saduceos, seguros y cerrados en sus riquezas, como fariseos, instalados en sus ritos carnales. Saduceos y fariseos a quienes, según Cristo, ni siquiera un milagro conmoverá. De hecho no se convertirán ni con la resurrección de Lázaro. Y, cuando escribe Lucas su evangelio, no se convirtieron ni con la de Cristo.

En estas épocas en donde resulta patente que las riquezas no garantizan nada y que, ricos o pobres, su tenencia o ambición divide a los hombres, pueblos y sociedades; épocas cuando las religiones de la letra y de las exclusiones solo pueden llevar a los pueblos al odio, a la desmembración, a la miseria, a las aberraciones más sangrientas... vivamos nosotros la verdadera fe, la de Cristo. Apuntemos toda nuestra vida y nuestros bienes hacia la auténtica tierra prometida -no la que se disputan rudamente desdichados pueblos en pugna, reivindicando su posesión mediante falsas lecturas de libros sagrados y supuestas revelaciones-. Comportémonos según el evangelio. Usemos, pero desprendidos, los bienes de este mundo. Y, en la maravillosa promesa y signo del bautismo, fundemos nuestro legítimo humilde orgullo de ser, en Cristo, los verdaderos descendientes de Abraham, llamados a banquetear para siempre, a su lado, en la fiesta del cielo.

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