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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1994. Ciclo B

3º Domingo durante el año  

Lectura del santo Evangelio según san Mc 1, 14-20
Después que Juan fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: "El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia". Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: "Síganme, y yo los haré pescadores de hombres". Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron. Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron.

SERMÓN

Todavía hoy, en parte reconstruidas para el turismo, en el actual Irak, se levantan imponentes, a la vista del visitante o en la perspectiva de las fotografías, las formidables murallas de la antigua Nínive, a las cuales Senaquerib, quien las mandó construir, llamaba orgulloso "la muralla que aterroriza al enemigo". De tres metros de espesor, pura piedra, defendida por un parapeto con almenas y torres intercaladas, medía 12 kilómetros de perímetro y encerraba los palacios y templos de los reyes asirios en la época de mayor prosperidad del imperio. Desde lejanos asentamientos prehistóricos, 7000 años antes de Cristo, Nínive se convirtió en un importante centro urbano en el segundo milenio, alrededor del prestigioso templo de la diosa Ishtar, una especie de Afrodita o Pacha Mama de la Mesopotamia.

Cuando Senaquerib, después de destruir Babilonia, hace de Nínive la capital de su imperio, la ciudad se llena de imponentes construcciones. Todavía hoy pueden verse allí los vestigios colosales del palacio de Azurbanipal y, en el Museo Británico, en Londres, famosos, los admirables bajo relieves que lo ornaban con escenas del rey cazando leones.

Hasta hace poco, a los turistas que llegaban al lugar, se les mostraba una construcción cuadrangular semiderruida, que decían era la tumba del profeta Jonás, de quien hemos oído en la primera lectura.

Aunque se trata de una localización muy antigua, debida a la piedad popular tanto judía como cristiana, en realidad los arqueólogos están de acuerdo en sostener que dicha construcción no tiene nada que ver con Jonás. No era sino el arsenal que, para guardar las armas de sus tropas, el mismo Senaquerib había mandado construir en el año 680 antes de Cristo.

En realidad Nínive fue destruida no mucho después, en el 612, por los medos y los babilonios, y allí se acabó su papel real, histórico.

Sin embargo, por haber sido la capital de los asirios en su momento cumbre -cuando, entre otras cosas, hizo desaparecer el reino de Israel- y, también, el centro del culto idolátrico por excelencia a la diosa Ishtar, la ciudad mantuvo durante mucho tiempo su papel legendario, evocativo. En efecto, Nínive, para los judíos, más que un lugar geográfico, se hizo el símbolo mismo de los poderes enemigos de Israel, la encarnación del mal, de lo perverso, de la superstición y la idolatría; algo semejante a la palabra Babilonia para el Apocalipsis.

En realidad la misma figura de Jonás es legendaria. El libro de Jonás no es una historia, es una pequeña novela o relato de intenciones didácticas, teológicas, escrito en época muy posterior al tiempo en el que pretende ubicar la narración. El cuento de la ballena, de la planta de ricino que crece en un día y al día siguiente se seca, son representaciones metafóricas, alegóricas, alusivas. Y, ciertamente, que los 12 kilómetros de muralla de Nínive no necesitaban, ni mucho menos, cuatro días para ser recorridas, como hemos escuchado hoy.

El cuento de Jonás se escribe varios siglos después de la caída de Nínive, probablemente hacia el siglo III antes de Cristo, como una especie de parábola, para enseñar que la misericordia de Dios es capaz de alcanzar a todos, aún a los paganos más empedernidos, ¡aún a los mismísimos paradigmas del mal y la superstición: los ninivitas!

Porque este libro de Jonás se redacta precisamente en una época en que los judíos, vueltos del exilio, dominados primero por los persas y luego por los griegos, han desarrollado fuertemente una conciencia racista, xenófoba, intolerante, sectaria, que, con el tiempo, dará lugar a las sectas fundamentalistas de los fariseos o los esenios o los zelotes.

Israel, que en la época de los grandes profetas sabía que, si había sido elegido por Dios para ser depositario de la revelación, lo había sido en nombre de la humanidad y para alcanzar esa luz a los demás, con el tiempo, la desgracia, el rechazo del resto de los pueblos, el continuo fracaso, le había hecho, paulatinamente, cerrarse en sí mismo y, renunciando a todo apostolado, a todo tratar de llevar al verdadero Dios a los demás. Se lo había apropiado como un derecho propio, como un privilegio exclusivo. Había recalcado las diferencias identificatorias, puesto en torno a sí una barrera de desprecio a los no judíos y hecho caso omiso a la misión que Dios le había encomendado.

Poco a poco el pueblo de Israel fue pensando que la elección divina le tocaba por mérito propio, por sus lindas caras, y sin ninguna obligación de llevar la palabra salvadora de Dios al resto de las naciones. Su fe se transformaba en orgullo, en resentimiento frente al otro, en falta de misericordia y condenación a todo lo que no fuera judío.

Es en ese contexto que el autor del libro de Jonás compone su cuento: Jonás que se niega a llevar la palabra de Dios a los demás; que finalmente es obligado por éste a predicar en la mismísima Nínive; que se enoja cuando Dios perdona a los ninivitas y no los castiga. No era un cuento que pudiera gustar a ningún fariseo, ciertamente, pero era la verdadera enseñanza bíblica y la que daba sentido a la existencia misma de Israel y, por supuesto, hoy, también, a la de la Iglesia.

Por eso, si Vds. se fijan, verán que Jonás es una figura que aparece varias veces en la enseñanza de Jesús. También Cristo tiene que luchar contra el escándalo fariseo de que su mensaje no se de solo a los perfectos, a los puros, a los que se consideran buenos, sino a los pecadores, al pueblo ignorante, a las mujeres de la vida, a los publicanos, a los no judíos. Precisamente, el que el evangelio, la buena noticia se predique no solo a los judíos sino a todo el mundo, se transformará en el gran 'signo de Jonás' del cual habla Jesús y que mostrará la autenticidad de su misión a los judíos que le piden signos y milagros.

Por supuesto que ni en la predicación de Jonás ni en la de Jesús se muestra la salvación, la salud, como un camino fácil. No es que todo el mundo se salve, como dicen algunos hoy, o que todas las religiones son iguales, o que cualquier ideología o posición vale lo mismo. Dios pide la conversión: el cambio de mente y de corazón, la fe en Cristo, la aceptación de la verdad y la coherencia de vida. Dios ofrece ciertamente su amistad a judíos y a paganos, a cristianos y no cristianos, pero no sin cambios, no sin mutar actitudes, no sin abandonar la ignorancia y el pecado.

El universalismo de Jonás y de Jesús pasa por un ofrecimiento que no se detiene solo en una raza elegida o en un grupo iluminado, ni en un movimiento determinado que se crea distinto, los únicos que tienen razón, los que disponen de las auténticas revelaciones y la verdad, mientras todos los demás están equivocados y se condenan. Se trata de una oferta hecha a todos, que pasa, ciertamente, por la predicación de la Iglesia, pero que es capaz de encarnarse en distintas naciones, idiomas, usanzas; en diferentes espiritualidades, órdenes, congregaciones, movimientos, liturgias, modos de devoción.

Frente a la corrupción de las costumbres, frente al avance de la inmoralidad y la apostasía, todas esas lacras sociales, ese descreimiento de la sociedad, esa frivolidad casi criminal que parecen ostentar nuestras clases gobernantes, o esa cloaca en que se han transformado nuestros medios de comunicación, los cristianos corremos ciertamente el peligro del contagio, o del desaliento. Sin necesidad de estadísticas vemos como tantos hermanos nuestros de raíz católica se dejan llevar por el ambiente, se extravían, pierden la fe.

Ante todo eso también nosotros nos vemos tentados al abandono, a la relajación de nuestras propias costumbres y convicciones, a la asimilación al ambiente. O, cuando logramos resistir, a un replegarnos sobre nosotros mismos: o un vivir nuestra fe dentro de casa y sin que nos importen demasiado los demás, o, peor, un cerrarnos medroso frente a ellos, tratando de pasar desapercibidos, de que no nos identifiquen como cristianos, que no nos carguen, que podamos parecer "normales".

Pero, a veces, la reacción es al revés: un mostrar casi insolente nuestra convicción, pero a lo mejor sin caridad, mirando con desprecio a los otros, abominando al pecado y al pecador, defendiendo nuestra identidad, creando barreras, criticando, señalando ajenas pústulas, ostentando propias virtudes, uniéndonos en cenáculos exclusivistas, en grupitos cerrados, en actitudes despectivas sin amor ni compasión.

Por supuesto que debemos reforzar nuestras propias convicciones; pero con seriedad, acudiendo a las verdaderas fuentes de la luz y la verdad, que son los evangelios, la enseñanza de la Iglesia, los escritos de los santos, el estudio, y no a cualquier revelación privada, o ambiguos milagros, o pseudo fundadores o figuras carismáticas.

Sin duda que hemos de acrecer nuestra fe y nuestro conocimiento de Jesús, convertirnos, en oración y ascesis, en lectura y sacramentos, en búsqueda de compañía de gente buena y evitando todo aquello que nos pueda hacer mal a la mente o al corazón.

Convertirnos, sí, pero no para cerrarnos en nosotros mismos o en nuestro grupo, sino para mirar con inmensa compasión a la gente extraviada que nos rodea.

Nadie duda de que allí hay corruptores, negociadores del mal, perversos que lucran con su maldad y que contagian sus errores y sus vicios, a propósito, a los demás. A todos esos nuestra indignación y nuestra ira y, si tenemos algún poder, evitar que sigan haciendo daño. Pero la gran mayoría de los que nos rodean, con su ignorancia y sus pe­cados, con sus vicios e inmoralidades, con sus pequeños y grandes errores o perversiones, sobre todo los más jóvenes, son antes que nada víctimas de situaciones, ambientes, enseñanzas y ejemplos recibidos y que ellos no han creado.

En vista a eso no podemos permanecer indiferentes. Aunque nuestra llegada sea mínima, aunque nuestro auditorio exiguo, aunque nuestra capacidad de enseñar y hablar limitada, todos tenemos el deber, al mismo tiempo que nos convertimos, de hacernos 'pescadores de hombres'. Dios no predica por medio de ángeles, ni por telepatía, ni con voces interiores; Dios predica mediante los profetas, Dios nos habla por medio de Cristo, y Cristo quiere llegar a todos por medio nuestro.

Si nosotros no mostramos a Jesús a los demás, eso Dios no lo puede suplir. Dios solo puede hablar mediante la palabra del hombre. Cuando vos no hablás y decís lo que tenés obligación de decir, le estás poniendo una mordaza a Jesús.

Cada gota de verdad católica que tenemos, cada luz que nos haya prestado Cristo, a la vez que don, es una responsabilidad, una misión.

Tantas veces se ha hablado, a propósito del evangelio que hemos escuchado del llamado de los apóstoles, de las vocaciones sacerdotales o religiosas, que leemos estos pasajes como si fueran dedicados solo a los curas o a las monjas. Pero, cuando Marcos transcribe esta escena de Jesús en el mar de Galilea, no está pensando de ninguna manera en curas y en monjas, está pensando en cualquier cristiano, en todos los cristianos. Porque todos, de acuerdo a nuestros talentos, de acuerdo a nuestras posibilidades, en la medida de nuestros alcances, hemos de recibir nuestro ser cristiano no solo como una gracia personal sino como una candente incumbencia y compromiso.

Debemos hacernos instrumentos de la misericordia de Dios, canales de la ansiedad divina por salvar a los hombres y mujeres de sus yerros y locuras. Y tanto más cuanto tenemos ojos para ver el mal y el descarrío de la sociedad, y la ignorancia e indiferencia de la gente.

Cristo no señalaba a nadie con el dedo para enrostrarle sus faltas ni menos para criticarlo con sus amigos, sino que trataba de abrirle los ojos y el corazón para que se convirtiera, para que acudiera a él. Tanta más compasión, precisamente porque sabía que solo en la aceptación del Reino de Dios el hombre podía encontrar la salvación.

Dios nos ayude, pues, a convertirnos; y, convertidos, hacernos capaces de llevar la compasión de Jesús a nuestros hermanos. Pescadores de hombres; signos de Jonás.

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