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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1997. Ciclo b

2º Domingo durante el año
(GEP 1997)

Lectura del santo Evangelio según san Juan 1, 35-42
En aquel tiempo: Estaba Juan con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: "Éste es el Cordero de Dios".Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían les preguntó: "¿Qué queréis?" Ellos le respondieron: "Rabí -que traducido significa Maestro-, ¿dónde vives?" "Venid y lo veréis", les dijo. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús. Al amanecer, vio a su hermano Simón y le dijo: "Hemos encontrado al Mesías" -que traducido significa Cristo-. Entonces lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás Cefas" -que traducido significa Pedro-.

 

SERMÓN

 

        Una de las jornadas más lindas que pueda hacerse por Italia es la de la costa amalfitana por la sinuosa ruta que va de Sorrento a Salerno, pasando por lugares de ensueño como Positano y Ravello. Empero, el lugar más prestigioso, al menos por su historia, de ese camino es la ciudad de Amalfi, enclavada en la roca, sobre una playa natural que hace de buen puerto en esa anfractuosa 'riviera'. Hoy, excepto por su bellísima catedral, parecería una pueblo más bien abandonado, apenas cinco mil habitantes, lleno de callejas retorcidas y en pendiente; y, sin embargo, entre los siglos IX y XIV fue, junto con Génova y Venecia, una de las repúblicas marineras más importantes del Mediterráneo. Aún hoy se conservan partes de sus enormes astilleros -o del Arsenal, como le llamaban- donde se construían galeras de transporte y de combate de hasta 120 remeros, los más grandes de su época. La flota amalfitana fue un formidable adversario del Islam en su intento por depredar y aún dominar Europa; y Occidente le debe muchísimas vidas ofrendadas en defensa de la cristiandad.

En sus buenas épocas Amalfi contaba con una numerosa colonia comercial en Constantinopla, Bizancio, y su poderosa escuadra tuvo activa participación en el transporte y defensa de los cruzados. Justamente cuando en la cuarta cruzada, en 1203, se tomó Bizancio, los amalfitanos consiguieron, como preciado trofeo, trasladar las reliquias de San Andrés a su ciudad. Allí en Amalfi construyeron el majestuoso duomo de Sant'Andrea al que se llega por una empinada escalinata que realza su originalísima fachada tipo oriental y que conserva, en su cripta, las reliquias del Apóstol.

Pero, en realidad, habría que decir que San Andrés pertenece a Oriente. Así como la Iglesia romana reivindicaba su origen petrino y veneraba principalmente a San Pedro, Constantinopla, su gran rival, pretendía fundar la apostolicidad de su origen en San Andrés. De hecho Andrés, según relatos en gran parte legendarios, había muerto supuestamente en Patras, Acaya, atado a la famosa cruz en forma de X mayúscula a la cual dio su nombre: la cruz de San Andrés. Enterrado allí, cuando Bizancio reivindicó su origen apostólico, afirmando que Andrés había nombrado a su discípulo Staquis primer obispo de Constantinopla, el emperador Constancio II hizo trasladar sus restos -junto a los de San Lucas- a la 'Iglesia de los Apóstoles', cerca de Santa Sofía, en donde fueron guardados hasta que se los birlaron los amalfitanos.

De hecho los pobres restos de San Andrés sufrieron diversos desmembramientos. La Santa Sede consiguió que Amalfi le cediera el cráneo de Andrés. Se conserva hoy en la Basílica de San Pedro, sobre la colosal estatua de San Andrés esculpida por Duquesnoy, en una de las balconadas hechas por Bernini en las cuatro pilastras de la cúpula y que conservan, respectivamente, la lanza de Longinos, el manto de la Verónica, una reliquia de la cruz y, finalmente, la cabeza de Andrés.

Pero ya los escoceses en el siglo VIII afirmaban tener parte del cuerpo del hermano de Pedro, reliquia allí trasladada por un tal San Régulo uno de los primeros evangelizadores de Escocia y que sería el fundador de la Iglesia de Saint Andrews. De allí viene que el apóstol se haya transformado en patrono de ese país y su cruz de aspas en signo nacional. Señal que pasa a Borgoña por manos de escoceses y de Borgoña a las banderas cristianas de los Habsburgo y de España. Y Felipe el Bueno, duque de Borgoña, en el siglo XV con ella crearía la orden de nobleza que iba a ser la primera entre las primeras, la del Toisón de Oro de San Andrés .

Sin embargo Andrés, como decía, es más bien el gran santo de Oriente. Kiev en el origen de la cristianización de Rusia, pretendía haber sido evangelizada por él. El Moscú de los zares, heredero de Bizancio, multiplica las iglesias construidas en su honor. Como Santiago para Compostela, y Pedro para Roma, así será Andrés para Bizancio y Moscú.

Proclete, llaman a Andrés los griegos, 'el primer llamado', 'el primogénito de los discípulos', porque, como hemos escuchado en el evangelio de hoy, es el primero que, a la indicación de Juan el Bautista, se pone a seguir a Jesús. Es Andrés el que luego, después de haber él mismo creído, lleva a Pedro hacia Jesús : "Hemos encontrado al Mesías ".

En realidad poco sabemos de Andrés, excepto que era hermano de Simón, y dos o tres veces más que se lo menciona de paso en los evangelios, pero en esta escena paradigmática el evangelista Juan ha querido retratar en él al prototipo del discípulo y su paulatino encuentro con el Señor.

Porque Andrés es el modelo del hombre inquieto por las cosas trascendentes, insatisfecho de lo que le ofrece su ambiente. Hombre de buen pasar, como Pedro, hijos ambos del dueño de una pequeña empresa de pesca con unos cuantos barcos, se muestra descontento de su vida y de la sociedad en la cual se desenvuelve y busca algo más. Eso es lo que lo lleva a escuchar a Juan, ese maestro, mitad profeta, mitad caudillo, que ha aparecido en el desierto y que anuncia la llegada de nuevos tiempos y la necesidad de renovarse y cambiar. ¡Tantos profetas y gurúes, algunos legítimos la mayoría falsos, que se ofrecen al desconcertado hombre de hoy! Juan Bautista lo confirma en el convencimiento de que las cosas no están bien y que es necesario hacer algo, actuar. Pero Juan el Bautizador no termina por llenar su corazón: es un maestro de ética, de moral, se enredará en política y morirá en aras de primitivos juegos de poder, mezclado con problemas de alcoba.

Juan, sin embargo, tiene la humildad de saber que él no es el verdadero reformador. Diagnostica males, desarreglos e inquietudes, pero no trae soluciones, solo puede apuntar a la esperanza. Ahonda sedes, quita disfraces, señala el mal para que todos lo vean; pero el no es el médico, el curador. Eso está reservado a aquel que finalmente Juan tiene la alegría de poder señalar con el dedo: "Este es el Cordero de Dios" .

Y Andrés entonces lo sigue, algo vacilante, con su corazón vibrando a la vez de timideces e ilusiones. Pero cuando Jesús se vuelve a él y al otro discípulo y les pregunta "¿Qué queréis?" allí se acaba toda esa búsqueda vaga que había canalizado a través de Juan y ya no le pregunta " Maestro ¿qué enseñas ?" "¿cuál es tu doctrina ?" "quiero respuesta a las preguntas y dudas que me plantea mi no entender", sino "Maestro, ¿dónde vives ?". Porque Andrés como todos nosotros, no quiere solamente saber, quiere vivir.

"Venid y lo veréis", contesta Jesús. Y ellos fueron.

El evangelio calla respecto a lo qué pasó esa larga tarde y noche de este encuentro con Jesús. Es ese mismo silencio de los místicos que, después de toparse con Cristo en la oración, afirman no tener palabras para expresar lo que han vivido.

Porque de eso se trata, de vida, no de doctrina, de teoría, de enseñanzas, de mandamientos, de moral. De vida; y vida que consiste antes que nada en encuentro de amistad con Jesús.

Al día siguiente, por primera vez, el evangelio menciona el nombre de Andrés: hasta entonces era anónimo, uno de dos discípulos, ahora aparece su nombre: Andrés. El contacto con Cristo ha rescatado al hermano de Pedro del anonimato y lo transforma en persona. Ahora es plenamente él. Habiendo descubierto a Jesús, se ha descubierto también a si mismo. Y desde ese descubrimiento que lo ha transformado, parte a la búsqueda de su hermano Simón y, en desborde fraterno de alegría, emocionado, lo abraza y le dice, ya para siempre convencido, "¡Hemos encontrado al Mesías!". Y también el bueno de Simón, hijo de Juan, hijo de papá, llevado por Andrés, se encuentra con Jesús. Nuestro evangelio es elocuente: Jesús lo mira y le dice: Tu Simón, hijo de Juan, hijo de papá, tú te llamarás Cefas, Piedra .

Y como Andrés que no tenía nombre y lo adquiere; Simón que tiene nombre pero que no se daba cuenta de que le quedaba chico, ahora, en contacto con la mirada de Jesús, se encuentra con su verdadera vocación, con su real dignidad, con el sentido de su vida, con su auténtico nombre: Piedra, que al mismo tiempo que nombre era una misión.

Dos mil años de historia y de los mejores cerebros del hombre ocupados en tratar de entender la revelación de Cristo y expresarla en palabras de sabiduría, en monumentos, en arte, en música, han hecho tanto de la Iglesia de Occidente como la de oriente, respectivamente herederas de Pedro y de Andrés, depositarias de cúmulo inmenso de tesoros de teología, espiritualidad, filosofía, literatura, arte, arquitectura, y, sin embargo, ser cristiano es muchísimo más que estar orgullos de una historia bimilenaria capaz de mostrar lo divino en las realizaciones más sublimes de lo humano. Es tantísimo más que poder encontrar en los libros respuesta a los más sutiles problemas del alma del hombre y de los enigmas del cielo; ni pertenecer a la organización mundial más prestigiosa de la tierra; ni admirar un pensamiento coherente, sin fisuras, una historia luminosa con apenas sombras; ni adherir a una doctrina, una ética, una manera de concebir la realidad: sigue siendo cierto que ser cristiano es, antes que nada, -en la simplicidad del evangelio- encontrarse con la mirada de Cristo, tener la experiencia de ese encuentro íntimo y orante que cada uno vive, o ha de haber vivido alguna vez o tiene que tener el deseo de vivir, con el Señor Jesús. En donde uno se olvida de todo lo que no sea El y su amistad, y que quemando nuestro corazón, habiéndonos devuelto El la personalidad y el nombre que quiere arrebatarnos el mundo, nos lleve a gritarlo a nuestros hermanos: "¡He encontrado a Jesús!", para que también ellos, rescatados del anonimato y de la ciudad gris, se encuentren con El.

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