INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1995. Ciclo c

2º Domingo durante el año
     

Lectura del santo Evangelio según san Juan     2, 1-11
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino» Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía.» Pero su madre dijo a los sirvientes: «Hagan todo lo que él les diga» Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas.» Y las llenaron hasta el borde. «Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete» Así lo hicieron. El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su o rigen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: «Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

 

SERMÓN

 

Aun en las vacaciones, el gran tema ha sido nuevamente la economía. La crisis mejicana, el Mercosur, la desocupación, la bolsa. Todo ello condimentado con sucesos tan trascendentes como la muerte de un boxeador homicida, accidentes de colectivos, políticos y actrices en la playa, uno que otro partido de football y abundante procacidad en las pantallas chica y grande.

Pero siempre es así. Por eso, para cualquiera que tenga nostalgia de cosas mejores, en este mundo, pigmeo en perspectivas, exigente en lo económico, stressante en actividades que nadie hace con verdadero gusto, y bobo y superficial en sus perspectivas de esparcimiento, cultura y vida humana, no es extraño que muchos busquen, extraviadamente, suplencias a lo que verdaderamente es capaz de llenarnos, en formas de religiosidad supersticiosa, en deseos de lo extraordinario y portentoso, en macaneos sobre ángeles y demonios y extraterrestres, en credulidad frente a cualquier pseudoaparición o milagros capaces de despertar algún tipo de ilusión o cambio o, finalmente, en formas de experiencias llamadas religiosas que no son sino excitación del sentimiento, cuando no juegos con la histeria, con ejercicios de hipnotismo colectivo, con fenómenos al límite del delirio y el desvarío, o con ejercicios parapsicológicos, más cercanos a la sugestión de masas, al vudú y a los ritos umbanda, que a cualquier forma legítima de cristianismo.

Es verdad que el milagro aparece en la vida de Jesús: y, también, en la historia del cristianismo. Precisamente como una de las formas más contundentes que tiene Dios de manifestar su presencia y su poder y la verdad de su Iglesia. Pero jamás ha hecho el catolicismo del milagro una feria de maravillas, ni lo ha transformado en oferta cotidiana a sus fieles, ni en la substancia de su prédica.

Doctrina y sacramentos, gracia, santidad y Vida eterna, eso es lo que nos ofrece y da, antes que nada, la santa Iglesia. Eso es lo que responde verdaderamente a las ansias profundas escondidas en el corazón de todo hombre.

Siendo Jesús quien era y, efectivamente, habiendo dejado el recuerdo de su poder en listas de milagros que circularon desde los primeros tiempos y que utilizaron abundantemente los evangelistas para describir su divino poder, él nunca se presentó como un hacedor de portentos, ni como un mago, ni ofreciéndose como el gestor de soluciones a problemas de salud, de trabajo, de amor o de neurosis.

Jesús está muy por encima de ser un mero taumaturgo, curador de conflictos sentimentales o materiales, echador de cartas, manosanta y curandero. Es traicionarlo, en su nombre, ofrecer espectáculos de magia barata, de prodigios, de sanaciones, o de masajes mentales o consuelos sensibleros.

Juan se cuida bien, cuando en el evangelio de hoy, relata la primera intervención poderosa de Jesús, de no llamarla 'milagro' -término que no utiliza en ninguno de sus escritos- sino denominarla 'signo' (seméion, en griego). Y así lo hace porque quiere marcar, justamente, que dichas acciones de Jesús lo que buscan es suscitar en sus espectadores una mirada que vaya más allá del hecho desnudo y lo abran a expectativas trascendentes.

¿Quien podrá pensar que el cambio del agua en vino haya sido recogido por el evangelio como muestra de la posibilidad de Jesús de renovar nuestras bodegas sin tener que ir al Savoy o a Carrefour, o de evitar que los mozos, en las fiestas de casamiento, se queden con la mitad de las botellas de champán?

Ya todos nos damos cuenta de que, en este primer signo de Jesús, hay mucho más que el hecho. La transformación del agua en vino, las mismas bodas, la intervención de María, apuntan a un sentido superior y auténticamente religioso más allá del acontecimiento en bruto.

Justamente la figura de la boda , en el mundo bíblico, es uno de las imágenes o alegorías más frecuentes para designar aquel estado al cual Dios nos llama como al objetivo pleno de nuestro existir. Esa fiesta de casamiento que, entre nosotros, designa uno de los momentos más importantes del vivir del hombre -la fundación de una familia, el inicio del crecimiento del amor entre un hombre y una mujer- lo ha querido la Biblia usar como símbolo de las relaciones que Dios quiere instaurar con su pueblo. 'La fiesta de las fiestas' entre los hombres -el casamiento-, tanto más en sociedades tradicionales como en las que vivía Jesús, es la imagen de esa fiesta perpetua de relaciones de amor con Dios a la cual quiere El que todos lleguemos.

En esta imaginaría Dios Padre o Jesús es el esposo, y es el capaz de transformar nuestras alegrías naturales -el agua limpia que contienen las seis tinajas-, y también nuestras carencias y nostalgias, en el vino sobreabundante de la alegría plena que nos dará en la eternidad, que nos llevará a la definitiva fiesta, al colmo de la fiesta que es la boda.

Mientras tanto -para los que creemos en Él- la vida sigue, exteriormente, como siempre, agua, con sus dichas y con sus tristezas, mejorando o empeorando su vida el hombre con su ciencia y su técnica bien o mal usadas, con sus talentos o falta de ellos, con su obediencia a Dios o sus pecados. Pero en todo interviene Dios para nuestro bien, todo lo creado ha sido hecho y es sostenido en el ser para nosotros. Y, aún el mal, finalmente lo conduce al bien. Agua transformada en vino. Y ese es el milagro permanente que debería llamar nuestra atención: la existencia y el curso mismo de las cosas manejados por la amorosa providencia del Padre para nuestra santificación. No el que, ocasionalmente, sucedan imprevistos, o sucesos inexplicables, o inesperados cambios de suerte. Aún así, todo lo de esta vida y este mundo no son sino agua o sed comparado con el vino y la saciedad que Dios nos quiere en definitiva otorgar.

Y no es que de ninguna manera el cristianismo quiere desviar nuestra atención de los humanos deberes que hemos de asumir en este mundo, ni apartarnos de las humanas dichas, ni -menos- llevarnos a espantosos sufrires. La presencia de Jesús y de María en la fiesta de Caná nos prueban lo contrario. Pero sí nos quiere hacer levantar la mirada a bienes superiores, de los cuales los de este mundo no son sino preanuncios, mientras las inevitables tristezas y penas, señales de su precariedad y de lo vano que es poner en ellas definitivamente nuestras esperanzas e ilusiones. Todo lo humano, en Cristo, del agua de lo natural, adquiere, sin necesidad del milagro, en vino, sentido sobrenatural.

La respuesta de Jesús a las frustraciones, dolores e infelicidades de este mundo, no es el milagro. Es la oferta de la verdadera fiesta, del vino de María, que catado ya aquí en la fe y los sacramentos, será capaz un día de alegrarnos para siempre en la fiesta de bodas que no tendrá fin.

MENÚ