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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

24º Domingo durante el año
(GEP; 21-09-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo: Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le respondió: « No sólo siete veces, sino setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes" El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo encarcelar hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Éste lo mandó llamar y le dijo: "¡Malvado! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?" E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos».

Sermón

En la justicia anglosajona el perdón se suele distinguir entre el perdón pleno -'full pardon'- o el condicional. El segundo está sujeto a requisitos, por ejemplo, de conmutación de la pena: en vez de la de muerte, la prisión. El primero, en cambio, es perdón liso y llano. En lo que no están tan de acuerdo, tanto ingleses como norteamericanos, es en el alcance de este perdón: En Inglaterra se tiende a pensar que el 'full pardon', el pleno, limpia a la persona de toda infamia. El perdón tocaría no solamente a la pena sino a la misma culpa de la cual el perdonado quedaría totalmente exculpado, de tal manera que ni siquiera queda prontuariado. Hasta tal punto que podría iniciar juicio por difamación contra cualquiera que se refiriera a él como convicto. En Norteamérica, si bien hay un fallo de la Suprema Corte que dice que el perdón hace desaparecer la culpa y hace al ofensor "tan inocente como si jamás hubiera cometido la falta" ('as innocent as if he had never committed the offense'), existen varios estados que lo mismo mantienen al perdonado descalificado para conseguir puestos públicos y aún para obtener licencia para ejercer determinadas profesiones. Parece que la vacilación proviene de la falta de distinción legal existente entre el perdón concedido por meras razones de clemencia y el que se da por presunción de inocencia.

Ciertamente que el perdón evangélico no se da por presunción de inocencia, en donde no habría estrictamente perdón sino justo olvido y desagravio, sino el que se otorga al verdaderamente culpable. Tampoco al que nos ha hecho daño sin querer, a quien en todo caso disculpamos -"¡discúlpeme señor, lo pisé sin darme cuenta!"-, sino al que nos ha inferido una ofensa adrede. Antes de llegar al verdadero perdón pasamos por el excusar, el disculpar, el justificar, el descargar, el ponernos en la mente del otro para ver qué razones aduce para ponerse en contra nuestra, como en esas peleas familiares en donde cada uno cree tener razón. Allí tampoco habría estrictamente perdón sino, simplemente, comprensión.

No, el perdonar es perdonar la ofensa, el daño, que se me ha inferido a sabiendas.

Hasta aquí la cosa se entiende, aunque nos damos cuenta de lo dificultoso que es, en esos casos, realmente perdonar. De todos modos es difícil que encontremos un agresor puro, que no tuviera alguna razón, aunque fuera equivocada, que a sus ojos justificara el daño que me hace. Nuestros perdones siempre pueden ser ayudados por nuestra capacidad de comprender, de ver con los ojos del otro, de darnos cuenta de sus puntos de vista, de sus justificaciones.

El problema de todos modos se complica cuando vamos a lo concreto del perdón. ¿Debe dispensarse a todo el que me ofende, aunque me siga ofendiendo, perjudicando o haciendo daño? ¿o solo al que me pide perdón?

Vayamos al evangelio de San Lucas. En el pasaje paralelo al evangelio que hemos leído hoy encontramos: "Si peca tu hermano, repréndelo y, si se arrepiente -¡si se arrepiente!- lo perdonas. Y, si siete veces al día pecase contra ti, y siete veces se volviese a ti diciendo: "Me arrepiento" -¡ojo!: diciendo "me arrepiento"- lo perdonarás".

Listo, así se entiende, quedamos contentos: el tipo se arrepiente -por supuesto que en serio, no de palabra- y me pide perdón. Yo, gran cristiano, generoso, y, especialmente si repara la ofensa, si me devuelve lo que me quitó, le daré a besar mi mano y lo perdonaré. Por supuesto que no me voy a olvidar, por supuesto que estaré especialmente vigilante con él, por supuesto que ya no será lo mismo de antes...

Lo malo es que este evangelio de Mateo que hemos leído hoy no dice lo mismo: buscamos desesperadamente una confirmación a Lucas y no la hallamos. ¿"cuantas veces pecará mi hermano contra mi y yo lo perdonaré? ¿hasta siete veces?" Y en ningún lado dice "si se arrepiente", "si me pide perdón". El que ahora propone Cristo es un perdón que no exige baasolutamente nada, aparentemente ni arrepentimiento. Para peor de una desmesura sobrehumana. 'Siete veces' decía Pedro, creyendo que afirmaba una gran cosa -ya que los rabinos de la época como máximo indicaban perdonar cuatro veces- y Jesús lo deja chiquito como una pulga: "No siete veces, Pedro, setenta veces siete, ¡siempre!" -que eso es lo que significa 'setenta veces siete'-.

Es que el evangelio de Mateo se mueve en este pasaje -como veíamos el domingo pasado- en el contexto de un ambiente judeo cristiano en donde todavía pesan muchos las prescripciones rabínicas y los reglamentos comunitarios. Mateo recuerda bien que Jesús no viene a hacer una reforma constitucional, un cambio de ordenanzas, una corrección del código de convivencia, una modificación de estatutos... Jesús, y en su tiempo Mateo, saben bien que no se trata de leyes, de estricta justicia, de vigencia del derecho lo que puede cambiar bien de adentro a los hombres y por lo tanto a la comunidad. Lo sabe bien la gente que ha visto y ve todos los días la legalidad farisea cumplida hasta la perfección, en medio de la inmisericordia, la soberbia, el egoísmo y el rencor. El mismo Mateo, en su comunidad judeo cristiana de los años 70, en su parroquia, en sus familias, ya ha vivido, a pesar de la novedad reciente del mensaje de Cristo y la expectativa de su segunda venida, la dolorosa experiencia del pecado, de los hermanos que defeccionan, de los anidmaversiones y envidias que dividen, de las discusiones y difamaciones que enturbian la vida de la joven iglesia... Los testimonios de dos o tres en contra de uno, las acusaciones a la asamblea, la expulsión, no lograban mejorar el ambiente: ahondaban las diferencias, creaban inquinas permanentes, hacían perder fuerza y nobleza a la comunidad, poder de acogida, atracción para los de afuera.

Mateo insiste pues en el espíritu. Un espíritu grande que ha de ser capaz de ir más allá de las imperfecciones, de las búsquedas de prestigio, de los pequeños y grandes resentimientos, de los inevitables roces de toda convivencia, de las miserias humanas, de las ingratitudes, de las habladurías. El evangelio no viene a traer una eticidad, una moral cualquiera, no quiere reeditar simplemente perfeccionada la justicia farisea o la virtud de los estoicos o la Ética a Nicómaco, quiere abrir el corazón del hombre a la misericordia inmensa de Dios.

De allí el disparate de la parábola que aquí Mateo recuerda de entre las muchas dejadas por Cristo: la de un servidor, un deudor, que debe a su rey la suma -ya en aquel tiempo imposible de calcular- de 10.000 talentos, como si cualquiera de nosotros debiera algo así como nuestra deuda externa, o la fortuna de Billy Gates, con la diferencia que en aquella época ningún particular podía alcanzar ni disponer de semejante cifra... El Rey no solo no lo castiga sino que le perdona la deuda. Se olvida no solo de la pena, sino de la culpa. Full pardon.

Pero éste servidor perdonado se encuentra con el que le debe cien denarios, cinco pesos, ¡diez centavos! y no quiere olvidarse, quiere castigarlo. Ni siquiera espera que le pague la deuda: humillarlo con la cárcel, vengarse, mantener su superioridad de acreedor. Ni tan sólo ser resarcido: gozarse con el mal de su ofensor...

Y las cifras inverosímiles patentizan la infinita diferencia que existe entre la gracia de Dios que supera absolutamente todos nuestros humanos méritos -que frente a El valen casi tanto como nuestros pecados- y nuestras mezquinos negocios sentimentales, pasionales, racionales: yo te quiero si vos me queres, yo te rechazo si vos me rechazas, yo te soy fiel si vos lo sos conmigo, yo no te miento si vos no me mentís, yo te doy vuelta la cara si vos me trataste mal, yo te concedo mi perdón si vos humildemente me lo rogás, toma y daca, ojo por ojo, diente por diente... Así no se acaba más.

Y Mateo no me trata de decir en concreto lo que tengo que hacer si alguien de mi casa o de mi familia me está robando o traicionando o calumniando; o cómo manejar mi actuación externa o mis negocios con el que sé que es deshonesto; o si debo o no mantener la amistad con el que vive criticándome o haciéndome daño; o si puedo o no volver a confiar prudentemente en el que me defraudó... Tampoco está dando indicaciones respecto del sistema penal y legal que ha de regir en la sociedad política, ni aconsejando en ella cualquier tipo de lenidad.

Eso es otro problema. Toda esta perícopa de hoy está tratando de marcar actitudes interiores. Y actitudes interiores, del corazón, cuyo paradigma, su ejemplar supremo, es Dios. Dios y su gracia. Dios y su perdón. Dios, a quien en el fondo nuestras ofensas no alcanzan sino en el daño que nos hacemos a nosotros mismos y entre nosotros mismos vulnerando el infinito amor que nos tiene. Nunca habrá con El relaciones de justicia, de religión como parte de ella, porque a El nada le podemos quitar, nada le podemos dar. El solo puede otorgar más allá de toda justicia, más allá de todo mérito, incluso más allá de todo regalo, más allá de todo don -que eso quiere decir en latín "per-don", en inglés "for-give"-.

Por eso Mateo introduce en su parábola por dos veces un término que lamentablemente nuestra versión argentina no traduce. "Makrozymía": macro: enorme y zymós alma. 'Alma grande' o, en latín, 'magna ánima': magnánimo, magnanimidad. Allí donde nuestra versión traduce: "Dame plazo", el original griego dice: "Macrozímeson ep'emoí", "ten un alma grande para conmigo". Lo mismo que le pedirá el segundo pequeño deudor al primer perdonado: "Makrozímeson ep'emoí"

Un alma grande en donde las ofensas se pierdan en amor y comprensión, en compasión y nobleza. Y no es que Dios, por ser la infinita perfección, no padezca, sea impasible, a la manera de un monje yoga o de un budista discípulo de Sidartha Gautama que no siente ni calor ni frío, ni odio ni amor, ni pena ni alegría. Allí está Jesucristo, revelación plenaria del Padre, alegrándose en las bodas de Caná y sufriendo indeciblemente en la cruz, para mostrarnos que Dios no es impasible, al menos en el amor desbordado que nos tiene y en el afligirse en nuestro propio dolor. La magnanimidad no es impasibilidad, lo cual sería inhumano, es redimensionar en el piélago del amor divino las mezquindades del hombre enfermo, del pequeño ser humano... Es tratar de mirar las cosas con los ojos de Dios: no desde el minuto transitorio de nuestro estar aferrados a este mundo, a nuestros prestigios, sino desde esa eternidad frente a la cual todo lo que nos suceda aquí, todas las ofensas que puedan hacernos, carecen por si mismas de envergadura. Ver todo a partir de la perspectiva definitiva y luminosa del cielo y a través de la mirada sangrante que, desde el inmensurable y viejo dolor del mundo, Jesús posa en quienes lo crucifican diciendo: "Perdónalos Padre, no saben lo que hacen". Nos perdona, y nos exculpa, nos declara inocentes: no sabemos lo que hacemos...

No: no sabemos lo que hacemos cuando, en el pecado, asesinamos a Cristo otra vez, masacramos nuestra alma, pervertimos y encharcamos nuestras relaciones con El y con los demás, nos arrancamos las suturas de la salvación... El pecado es una desdicha tan abismal que Dios sabe que no la buscamos a propósito...

Pero, aún sin conciencia de todo lo que Dios nos remite con su gracia -que siempre es perdón aunque no pequemos- nos pide que para, poco a poco, comprenderlo e introducirnos en el inagotable venero de su amor, vayamos nosotros también aprendiendo a perdonar. Que en su amor ampliemos nuestra alma, la hagamos grande, ¡magnánima!, para que allí los que nos ofenden puedan encontrar la misma comprensión y grandeza y amor que la que encontramos nosotros en aquel que siempre perdona nuestras ofensas.

Como te das cuenta, si querés que te predique un cristianismo a tu medida, puedo hacerlo, limando sus asperezas, deteniéndome en este tema en Lucas, en aquel en Mateo, en el de más acá en Marcos, diciéndote con los fariseos "cuatro veces", con Lucas "si se arrepiente", descontextuando, descoyuntando las frases, haciendote potable y manso el mensaje torrentoso de Cristo. Pero te lo degradaría entonces a manual de autoayuda, a aguachentas frases New Age, a lecciones de Confucio, a indicaciones de psicólogo, a recomendaciones de la abuela, a consejos de San Martín a Merceditas, y te escamotearía el vino bullente de la buena nueva, el vendaval del espíritu de Cristo, la transformación plena de tu ser en vivir divino, te ocultaría así, entre sonrisas y guitarras y palmadas en la espalda, tu vocación de santo.

No. "Setenta veces siete". Sin condición.

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