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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

24º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo: Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le respondió: « No sólo siete veces, sino setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes" El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo encarcelar hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Éste lo mandó llamar y le dijo: "¡Malvado! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?" E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos».

Sermón

            Después de Goethe, uno de los últimos grandes del movimiento romántico alemán ya camino al realismo, excelso representante de la generación llamada la joven Alemania, fué Heinrich Heine, muerto en 1856. Maestro indiscutido del lied, muchas de sus letras son conocidas, aún cuando no lo hayamos leído directamente, por los lieders, canciones, que sobre ellas compusieron maestros como Schumann, Schubert, Brahams.

            La vida de Heine fué realmente dolorosa y casi todos sus versos respiran nostalgia y tristeza. De allí, quizá, su fuerza poética y la atracción que inspiraban precisamente a Schubert. A propósito: una vez una joven, en una fiesta, le preguntó: "Señor Schubert, ¿es verdad que usted compone únicamente música triste?"; a lo cual éste respondió extrañado, mirándola con sus ojos tiernos, algo miopes: ¿"Existe acaso otra"?

            Esto, por supuesto, no es verdad -el mismo Schubert escribió música maravillosamente gozosa-, pero sí es cierto que la gran música, porque nos eleva, porque nos hace avizorar panoramas de pureza y grandor inalcanzables, nos hace tomar conciencia de nuestra pequeñez, de lo chiquitos que somos frente a lo verdaderamente grande.

            Mucho de eso había precisamente en Heine, el poeta. De familia judía -a pesar de que su tío, el banquero Salomón Heine, le ofrecía sucederlo en su negocio- su inquietud de alturas lo había hecho convertirse al catolicismo. "El judaísmo no es una religión -decía- es una desgracia." Fué siempre un inconformista; buscaba siempre lo perfecto. Disgustado con las injusticias de su época y con los movimientos revolucionarios burgueses, fué un ácido crítico de los liberales [1] y aún de los católicos achanchados. Esto le llevó a tener algún problema con ciertos clérigos y, los postreros años de su vida, no quería confesarse. Una de las pocas cosas felices que le sucedieron en la existencia fué el casarse con una mujer excepcional, católica ferviente, Eugenia Mirat, que lo acompañó en esa terrible enfermedad que hizo estar a Heine, durante sus últimos once años, postrado en la cama. Cuando ya se estaba muriendo Eugenia le insistió en que recibiera a un sacerdote. Heine, cabeza dura, se negaba a ello. "Enrique, Dios no te perdonará". Y Heine abrió sus ojos por última vez, sonrió con ternura a su mujer y le dijo: "Claro que me perdonará. Es su oficio." Frase que, después, se hizo célebre.

            No se puede decir que Heine no haya muerto como un católico. Al menos había entendido correctamente al corazón paterno de Dios y, mal que bien, se había abierto a su misericordia.

            Porque quizá solo desde la nostalgia de alturas pueda uno comprender la maravilla del ser cristianos. Solemos, tontamente, entender el perdón como algo que excepcionalmente recibimos cuando hemos cometido un gran pecado.

            En realidad el perdón es mucho más que eso, y lo están recibiendo constantemente aún aquellos que no pecan.

            El perdón es el desproporcionado e inmerecido regalo de la gracia que Dios te hace aunque hipotéticamente nunca hayas pecado.

            La parábola de hoy ciertamente es gráfica respecto del perdón. Es esa suma inalcanzable -eso son los diez mil talentos para la época- una cifra inimaginable, que el servidor debe, que de ninguna manera puede pagar, pero que el Rey, sin ninguna contrapartida, sin ningún interés, le regala, le cede. El perdón es mucho más que el que yo deje pasar la ofensa si vos convenientemente te humillás o me pedís disculpas o me pagás finalmente lo que me debés.

            Ni siquiera en los pecados Dios procede así. Cuando Dios perdona y nos da o devuelve su amistad, lo hace sin pedir nada a cambio. Vean como la misma Iglesia ha tenido que ir paulatinamente aprendiendo a considerar la totalidad y grandeza del perdón divino. Al comienzo de su historia -alguna vez lo hemos contado aquí mismo- pensó que solo con el bautismo se podían absolver los pecados, y que los cometidos después de éste eran imperdonables. Así era al principio. Recién en el siglo II se pone en práctica el sacramento de la penitencia, y solo, como gran concesión, una vez en la vida. Y ello contra terribles penitencias: años de estar fuera de la Iglesia, peregrinaciones inacabables, abstinencias rigurosas, ayunos y obras de centenares y centenares de días, como si, por una especie de contrato, el penitente tuviera que pagar, satisfacer, por los pecados cometidos.

            A partir del siglo VII, el sacramento de la confesión comienza a poder ser reiterado muchas veces en la vida. Y recién por esta época la Iglesia comienza a entender mejor que el perdón de Dios no admite pago, y aparecen lo que hoy llamamos las indulgencias: por obras menores pueden cambiarse los días de las antiguas terribles penitencias.

            De hecho, poco a poco, se hizo costumbre, que el perdón total de Dios, se hiciera bien manifiesto mediante la penitencia ahora casi simbólica, casi ridícula, de recitar un par de oraciones -que ni siquiera cuestan trabajo, porque el orar es lo más lindo que se puede hacer en este mundo-. Es algo así como decirte: "de penitencia andá a visitar a tu madre, a tu novio."

            Pero los hombres somos duros de entendederas: Aún así seguía corriendo entre algunos, supersticiosamente, que aunque perdonado el pecado, Dios se cobraría el mal hecho con penas en el otro mundo. Para también desterrar este temor la Iglesia, ya totalmente consciente de la misericordia de Dios, recurrió a esas indulgencias que, antes, se usaban a cambio de las penitencias y las hizo valer figuradamente para el futuro. Y por cierto que valen para mérito propio y como sufragio para los difuntos.

            Pero la verdad es que Dios no te cobra nada, ni en el presente ni en el futuro. En realidad no puede cobrarte, porque no hay nada que El te de que puedas pagarle o retribuirle. Por supuesto que, si has arruinado con tu egoísmo pasado tu vida y tu familia, éso no será fácil de arreglar, o, si has destrozado tu hígado con la bebida, tendrás que esperar un trasplante o la resurrección, pero en lo que se refiere al pecado, si has vuelto a El, Dios ya te perdonó.

            Es lo que marca la etimología de la palabra "perdón". "Per" en latín significa ilimitación, totalidad. Por ejemplo, en latín, hecho se dice "fecto". Cuando se quiere decir que algo está totalmente hecho, plenamente "fecto", se le añade entonces la partícula "per", y decimos "per-fecto". Lo mismo, cuando queremos señalar que un regalo supera toda proporción, toda mesura, no decimos simplemente que es un don, decimos que es un "per-don". Como en el inglés: perdonar, "for-give", dar más allá, dar abrumadoramente.

            Alguno podrá pensar: "por supuesto que Dios me perdona" "cuando peco", y sentirse muy satisfecho con El y con si mismo cuando no hace nada malo. "Yo me porto bien; Él me debe entonces su amistad". No ha entendido, entonces, nada del cristianismo, de lo que significa la gracia de Dios, de lo que quiere decir el que Él nos haya dado su amistad. No se da cuenta de Quién es Dios y quien es él.

            ¿De donde has sacado que es natural al hombre, si se porta bien, la amistad divina? Si te portás bien, ¡cuanto mucho! tenés derecho a que tu mujer te quiera, a que tus hijos te respeten, a que la gente te aprecie, a que vivas setenta, ochenta, noventa años, más o menos felices en esta tierra; por supuesto, a que Dios apruebe tus actos, como está contento un dueño con un perro guardián que cumpla su deber... Pero ¿derecho a que Dios te regale además su amistad, que te haga partícipe de su vida a través de la gracia, que tengas acceso a los bienes que Él mismo goza eternamente en el seno de su existir trinitario?, ¿derecho a que, más allá de una vida humana pasablemente buena, puedas alcanzar lo que llamamos el cielo...? Por más que te portes bien eso siempre será un superdón, algo inmerecido, algo incomprable... Por más que nunca peques, la gracia, la amistad divina, siempre será perdón. Si no entendés eso no entendés nada de lo que significa la gracia, nada de lo que significa la vida que quiere darte Dios: algo que desmesuradamente rebasa tus posibilidades, algo que ni siquiera estás preparado para desear o querer, algo que ni por mientes podés imaginar cómo podrás gozar.

            Quizá porque somos tan tontos que no nos damos cuenta de ésto a lo que, por locura de amor, nos llama Dios, Él permite que el hombre peque, para que, desde la conciencia de su culpa, empiece a entender lo que significa su amistad, lo que significa su don, su perdón.

            Santa Teresa del Niño Jesús que afirmaba que desde los tres años nunca había negado nada a Dios, no por ello se sentía merecedora, ni buena: "¿ve -decía- cómo esta tarde el sol poniente dora las copas de los árboles? Así mi alma se les aparece toda brillante y dorada, porque recibe las miradas del Amor. Si el sol divino dejara de iluminarme con sus rayos, pronto me volvería obscura y tenebrosa." Y por eso también la lectura de Teresita nos da la impresión -como decía Schubert de la gran música- de una cierta tristeza: la nostalgia de lo absoluto cuando uno comienza a percibirlo, y la conciencia de la propia pequeñez. Es como el dolor de los pecados, pero sin haber cometido pecados.

            Y, en realidad, el tener la gracia de no pecar no es sino una forma superior del perdón de Dios. Quien no lo comprenda nunca podrá abrirse al misterio inefable del amor divino, de la inmensidad trinitaria, de lo que significa ser cristiano.

            Y es de allí, entonces, de donde provienen las exigencias de nuestro propio perdonar a los demás. Ese dolor que me causaron, ese daño insanable que me hicieron, ese bien que me quitaron y no pueden devolverme, esa traición y decepción que me cambió la vida para siempre y que naturalmente crea en mi un deseo de justo pago, de revancha, de venganza, pero a lo cual yo finalmente renuncio, cedo, entrego.

            Realmente, cuando uno oye esas consideraciones de algunos cristianos: "yo perdono, pero no olvido" o "no, yo ya lo perdoné, pero él por allí, yo por acá", "lo perdono, pero lejos...", "lo perdono pero, ¡de allí a devolverle la amistad!"... uno se da cuenta de que no han captado nada del evangelio. Una cosa es la justicia, las relaciones humanas, lo social, con su pautas éticas, con sus sanciones, con sus reglas de juego, en donde se puede ser más o menos generoso, más o menos justo y probo, y otra la vida cristiana. Y no se trata de ir contra corriente, o contra la naturaleza, y forzar situaciones, u obligarse a sonreir cuando uno quisiera voltear la cabeza o insultar; ni de recuperar amistades insanablemente perdidas o relaciones definitivamente deshechas: se trata de una actitud de grandeza interior, de mentalidad cristiana, de ver las cosas desde Dios, de no perdernos en la miseria cotidiana, en el toma y daca de las transacciones o amistades o consideraciones puramente humanas...

            Cuando Jesús habla de 'setenta veces siete', habla de algo también desmesurado, como los diez mil talentos. Vean que al decir Pedro dice "¿hasta siete veces?" no está añadiendo tres o cuatro veces más a las que, en su época, los rabinos más eruditos afirmaban que uno tenía que perdonar si alguien le pedía perdón. El siete para los judíos era el número perfecto, pleno, decir siete veces era sencillamente decir "hay que perdonar siempre". Cuando Jesús le replica "setenta veces siete" ya eso es como decir "mucho más que siempre" "mucho más de lo que te han hecho, lo que te hacen y aún lo que te harán". Es ese perdón ilimitado que ni siquiera tiene límites en el bien que me quitan o me escarnecen: es el "Perdónalos porque no saben lo que hacen", cuando le están quitando todo, porque aún la propia vida...

            El cristianismo no es una moral de la sola justicia. Es un proceder de la sobreabundancia, de la grandeza de alma, del respirar en todo a Dios, un desborde de amor, una desmesura incapaz de ser medida en reglas de ética, e incendiada toda de amor a Dios.

            Pero "¡Hay cosas que no se pueden perdonar! ¡que claman al cielo!" Si, es verdad: la sociedad humana, la justicia de los hombres, puede que no pueda ni deba perdonar ciertos delitos, so pena de que éstos se multipliquen, y aún para bien de los delincuentes. Pero vos siempre podés perdonar.

            Y no hablo de esos castigos o esas penitencias que pedagógicamente tenemos que imponer a los que amamos, quizá porque precisamente los perdonamos. No hablo tampoco de la tristeza o desconsuelo por el bien perdido, de la pena por lo que nos quitaron, por la ofensa injusta que nos infligieron, del vacío que nos dejó en el corazón el que se fué o nos abandonó o nos arrebataron... Hablo de esos rencores sutiles del alma, de esos endurecimientos que anidan en nuestro interior, de esas inquinas que en el fondo no queremos dominar y dejamos se instalen, letales, en nosotros, o de esas rivalidades que incluso alimentamos so manto de justicia; hablo de esas actitudes que son desdoro para el alma noble de un cristiano, falta de grandeza, carencia de aristocracia de corazón. Hablo de ese no tener panorama de cielo que nos impide ver lo pequeño de las cosas de este mundo y la ridiculez a veces de nuestras ofensas, y aún de la falta de humor como para no tomarnos demasiado en serio excepto en lo que se refiere al amor de Dios.

            Sí; como decía Heine: el oficio de Dios es perdonar. También lo sea el nuestro.  


[1]   Hasta llegó a acercarse, fugazmente, a Saint-Simon y Marx.

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