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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1981. Ciclo A

24º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo: Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le respondió: « No sólo siete veces, sino setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes" El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo encarcelar hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Éste lo mandó llamar y le dijo: "¡Malvado! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?" E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos».

Sermón

¿Quién no ha escuchado alguna vez a gente que se dice cristiana -o más o menos- afirmar que no tienen por qué confesarse con un sacerdote, que ellos se confiesan directamente con Dios? Como si, habiendo faltado gravemente, bastara dirigirse a Él en la intimidad del corazón para que Éste se viera obligado a perdonar, a devolver Su gracia y Su amistad.

Y, entonces, piensan que la mediación del sacerdote es un invento inútil, superfluo, de los eclesiásticos, para establecer no se qué oscuro dominio sobre la conciencia de la gente y ejercer una tiranía sobre las almas, que hoy, por supuesto, está celosamente reservada a los ‘mass media' y a los psicoanalistas.

Aparte este tipo de reproches, fruto de un largo lavado de cerebro protestántico-liberal en las cabezas de Occidente, estas actitudes reflejan, más allá de las objeciones de superficie que halagan a la vez el hambre de lo fácil y la soberbia individualista, es el rechazo de la Gracia y del auténtico Perdón.

Si acostáramos a un mono o a un caballo o a una vaca en la cama principal de la casa, si los sentáramos con nosotros a la mesa, si los lleváramos al cine con los de nuestra familia, si todos los días conversáramos con ellos y escucháramos complacidos sus relinchos y sus mugidos ¿quién no se daría cuenta de que estamos tomando una actitud que ni el simio, ni el bovino ni el equino tienen derecho a esperar de nosotros y que, para cualquiera que lo mirara de afuera, no podría dejar de parecer al menos original, sino extravagante?

Imagínense Vds., todavía, si la vaca o el burro, por costumbre, se creyeran con derecho a acostarse en la cama, a sentarse en la cabecera de la mesa, a rebuznarnos en el oído. Podría pasar. El hábito sería capaz llevar al jumento a creer que corresponde a su naturaleza asnal que el mayordomo le abra la puerta, le sirva un vaso de whisky y pudiera pasearse a su antojo por la casa ensuciando las alfombras.

Algo de eso pasa con nosotros. No es ‘natural' al hombre el hecho de poder relacionarse con Dios, de participar de la Vida divina, de sentarse a la mesa del Pan de los ángeles y pensar que, porque es hombre, le es permitido hablar con el Señor de tú a tú.

Es porque somos cristianos -‘por la gracia de Dios', como decía el viejo catecismo-; es porque Dios, en su generosidad incomprensible, nos ha llamado a ser miembros de su familia; es porque Él, tomando la iniciativa e infinitamente más allá de todas nuestras pretensiones asnales, se ha dignado adoptarnos en Cristo como a hijos, es por eso, no porque somos hombres, que podemos rezar, sentirnos amados por Él, comulgar con su Cuerpo y con su Sangre, aspirar a la Vida eterna.

Por más que yo me porte bien, por más que haga obras buenas, por más que me convierta, como ser humano no tengo más derecho que a mi plato de alimento para perros y mi cucha, que a mi establo, que a mi corral. No a entrar en el palacio del Rey.

Claro, también nosotros nos hemos acostumbrados a ser cristianos y a todo este privilegio de alternar con el Rey, con la Reina Nuestra Señora, con el Príncipe Nuestro Señor. Pensamos que es natural, porque, casi desde el nacimiento, por el bautismo recibido en nuestra infancia, hemos sido promovidos a condes, barones, marqueses. Y nos olvidamos que si somos duques, nobles, con la sangre azul de Cristo corriendo por nuestras venas, no es porque hayamos engendrados y nacido con ella, sino que la tenemos por la transfusión constante de la sangre de Jesús.

Todos nuestros pergaminos cristianos están firmados directamente por Dios. No son hereditarios. No nos vienen de Adán.

Nos vienen de la liberalidad, constantemente renovada, de Dios.


Isabel Guerra, cisterciense, En mi pequeñez pone sus ojos

Por eso la Vida divina a la que Él nos eleva por la Fe, la Esperanza y la Caridad y que se hará plena en el cielo, si para Dios es ‘natural', para nosotros es inmensamente más allá de la naturaleza humana, es ‘sobre-natural'.

Nadie tiene ‘derecho' a ella. Si al Rey, a Dios, esa Vida Le corresponde, a nosotros no.

Es fruto solamente de un acto libérrimo de Su gracia.

‘Es' gracia.

El asno con sus rebuznos, el patán, el villano, podrán pedir humildemente entrar en el palacio, pero jamás tendrán ‘derecho' a exigirlo.

Y, si entrar es gracia ¡cuánto más gracia será poder volver a ingresar cuando, después de haber estado una vez, he ensuciado las alfombras, he usado modales villanos y con un mugido o carcajada de desprecio, rompiendo mi pergamino, escupiendo en mi nombramiento de duque, pegando un portazo, he vuelto a dirigirme a mi chiquero, a mi tapera pulguienta, burlándome del Rey!

¿Tendré derecho otra vez a regresar? ¿Puedo sacar de mi bolsillo un nombramiento de conde firmado por mi? ¿Entraré otra vez como Pancho por su casa? Cuánto mucho ¿mandaré una tarjetita de disculpas e ingresaré al palacio como si no pasara nada?

¿O, más bien, después de haber rogado misericordia para recuperar algo a lo cual nunca tuve derecho, esperaré con temor y temblor que el rey me llame y, por gracia, por don, vuelva a darme lo que ya al principio me había sido otorgado sin merecer y ahora merezco mucho menos?

Si, por don. El castellano y el francés conservan en la palabra ese sentido: ‘por don', ‘par don', ‘per-dón'.

Y así como el agua que nos hace renacer y el pan y el vino son la apariencia externa de la realísima transfusión y alimentación de la sangre azul divina que fluye del costado abierto de Cristo –que, si no, solo tendríamos nuestra vulgar y villana sangre colorada- así la confesión y la absolución son la exteriorización de este pedir algo que no merecemos y del recibirlo por gracia, por don, por perdón.

“Yo me confieso solo” es, en cambio, la expresión del que cree que tiene derecho a lo divino. Del que piensa que merece algo más que el chiquero o establo natural que le corresponde por nacimiento.

Pero, si el Don fluye de tal manera que nos transforma realmente en nobles cristianos; si es la misma Vida de Dios la que se nos da por Gracia o recuperamos por Don, por Perdón; entonces, como el agua de una cascada impetuosa que fluye por diversos canales, también habrá de transformarnos a imagen del Rey.

Si la liberalidad, el dar gratis, el regalar, son característica real, divina por antonomasia –a los reyes se les decía antes Su Graciosa Majestad-, también nosotros tenemos que transformamos a su imagen y en su sangre, en dadores gratuitos, misericordes, para poder decir, con la humildad del vasallo y la alegría del duque:

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Principescamente. Setenta veces siete.

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