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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000. Ciclo B

24º Domingo durante el año
(GEP 17-09-00)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     8, 27-35
Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas» «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «¿Tú eres el Mesías.» Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará»

Sermón

            'Pan' se escribe en castellano como el pan que se come- era una antigua divinidad griega que -nos lo sugiere su etimología-, representaba la Totalidad, la Naturaleza, y era particularmente adorado como el dios de la fertilidad, de los rebaños, de la frescura de los bosques, del agua de los manantiales... Era como un símbolo de los poderes de la tierra y de sus dones...

         Curiosamente era representado de modo bastante desagradable: mitad hombre, mitad cabra. Su cara barbuda tenía una expresión de astucia bestial: llena de arrugas, con el mentón extremadamente saliente. Llevaba dos cuernos en la frente. El cuerpo velludo. Sus miembros inferiores como los de un macho cabrío: los pies con pezuñas hendidas, las patas secas y nerviosas. En perpetuo estado de excitación sexual, perseguía a ninfas y muchachos con igual pasión. Sus atributos eran el báculo o cayado de pastor -falso pastor que extraviaba a su rebaño-, y la siringa, una especie de zampoña, instrumento musical formado por pequeñas flautas de desigual tamaño unidas entre si y que podían tocarse como una armónica. Con ella seducía y encantaba a sus presas. Podía ser extremadamente maligno y dañino si se lo despertaba importunamente de sus siestas. Entre los romanos se lo identificó con Fauno o con Silvano y su figura se confundía con la de los sátiros.

         Aunque su culto era original de Arcadia se extendió muy tempranamente por toda Grecia y de allí, después de las conquistas de Alejandro, a todo el mundo conocido.

         Uno de sus santuarios más notorios estaba situado en la ladera sur del monte Hermón, en el exacto lugar que hoy es el límite entre Siria, el Líbano e Israel. El famoso Hermón del antiguo testamento que hoy los árabes llaman Jébel ech Cheikh, o sea la Montaña del Anciano, en alusión a su formidable cúspide a 2800 metros de altura, casi siempre encanecida por la nieve. En su ladera austral surgía de una gruta uno de los tres afluentes principales del río Jordán, un poderoso manantial del cual brotaba tanta agua y con tal ímpetu que los antiguos lo consideraban como milagroso: manifestación, epifanía, de la naturaleza regando su propio seno. De allí que, desde muy antiguo la gruta se considerara sagrada. Cuando llegaron los griegos en el año 195 AC la dedicaron precisamente a Pan. Allí surgió una ciudad llamada Panias, la actual Banias muy visitada por peregrinos cristianos, aunque, a causa de un terremoto, el manantial solo mane en nuestros días apenas un hilo de agua.

         En época romana la ciudad se hizo famosa cuando el manirroto amigo de obras faraónicas, Herodes el Grande la refaccionó, construyendo en ella calles, termas, acueductos, un teatro y -magnífico- un fastuoso templo dedicado a Cesar Augusto, el emperador de Roma. Por eso la ciudad fue rebautizada Cesarea y, para distinguirla de la Cesarea de la costa, la Cesarea Marítima, se la llamó, cuando la heredó Filipo, hijo de Herodes, Cesarea de Filipo. Y ella es la que ubica al pasaje de nuestro evangelio de hoy.

         Poblada por paganos, en el extremo límite Norte de Israel, fuera de tierra santa, con su tradición idólatra y el execrado símbolo del poder político romano tronando en mármol blanco desde las laderas del majestuoso monte Hermón, Cesarea de Filipo había sido, antes de que las legiones romanas se instalaran en Palestina, la amenazante y orgullosa presencia de los poderes del mundo amenazando y desafiando al, en aquel entonces, pueblo de Dios, el pueblo de Israel.

         Es pues cuanto menos sugerente el que Jesús se haya desplazado hoy tan al norte, a tierra impura y extranjera, para protagonizar la escena evangélica que hemos escuchado, por lo cual hemos de pensar que este escenario del enhiesto templo de Augusto y, abajo, del manantial dedicado a Pan tienen que ver con el sentido de las palabras de Cristo.

         Allí está todo lo que simboliza la vida del hombre en su grandeza: la fertilidad de la naturaleza, Pan, con sus entrañas llenas de promesas de riqueza y hedonismo en el agua que brota -alegoría del grano, oro, hierro, petróleo de su matriz fecunda-; el trabajo del hombre figurado en esa ciudad engrampada a la roca vertical de la montaña, joya arquitectónica de su época, presea de la técnica humana, obra de ingenio y de arte; y, finalmente, los poderes políticos, representados por el soberbio templo dedicado al imperio, la cesárea estatua en marfil y oro y las águilas romanas emplumadas en plata.

         Al pie de esa gráfica y elocuente imagen del poder y la riqueza de lo humano Jesús y sus doce compañeros son el antitipo, la antítesis, la plasmación de la debilidad y la pobreza y, al mismo tiempo, del vigor que infunde, en árdida empresa y esperanza, la fuerza superior del espíritu, del omnipoder divino, de la fe y la confianza en el Padre.

         El mármol y los estandartes, el poder y la gloria del imperio, la tentación lubrica de la naturaleza, plasmados en la roca de Cesarea y el manantial de Pan, no arredran ni amedrentan a ese puñado de hombres sin armas ni dinero galvanizados por la viril y acerada personalidad de su jefe. Más: impetuoso, imprudente, a la pregunta de quien piensan ellos que es él, Simón, -el pescador que hasta hacía unos pocos meses hacía humildemente cola en la puerta de servicio de los ricos para vender su pescado por monedas-, lo declara Mesías. Sí, el libertador, el jefe esperado en quien volvería a bullir la sangre real de la prosapia de David, el ungido ansiado, el restaurador del reino de Israel, el libertador de la patria, aquel que al frente de sus tropas, -espada afilada, lanza en ristre, galope fulmíneo, polvo de cargas de caballería, clarinadas de ataques y embestidas, trompetas de victoria y picotas de justicia y de legítima venganza-, restituiría los derechos del pueblo de Dios, lo redimiría de años de explotación y sufrimiento, le devolvería las glorias pasadas y haría honor a la promesa de Dios de no abandonar a su gente, ¡ay! tanto tiempo olvidada...

         Si "¡tu eres el Mesías!", dice el pescador promovido a noble y mariscal, sin cuidarse del poder y la riqueza amenazante que representa la imponente Cesarea, ni tomar conciencia de su debilidad ni la de sus once indigentes compañeros. Pero en ese hombre Jesús, hay magnetismo de jefe, vigor de paladín, claridad de ideas, honestidad de palabra, presencia de príncipe valiente, apta de sobra para dar a cualquiera esa dignidad y energía interior capaces de hacerle acometer las más riesgosas empresas.

         Pero también hay detrás de sus pupilas de caudillo una mirada de infinito, que viene de la profundidad oceánica de algo o Alguien que lleva adentro y que, atravesando el corazón de Simón y Juan y Bartolomé y Judas... mira más allá, mucho más allá, de las fronteras de su reino terreno, de las riquezas caducas de este mundo, de la vida fugitiva de esta tierra, de los placeres, riquezas y glorias de la vida del hombre figurados en Paneas, la marmórea Cesarea la de Filipo...

         Sus ojos azabaches vuelven a fijarse en sus hombres. No entienden nada. Y, mientras Simón y Judas, después de la tácita admisión de Jesús de ser el Mesías, el libertador, llenos de gozo y ambición caminan a su lado los pechos hinchados y la barbilla erguida, acariciando entre sus mantos el filo de sus espadas y Judas las monedas de su bolsa, comienza a hablarles de su imposible estrategia, de su descabellada táctica: sufrir, ser condenado a muerte, resucitar...

         Simón se horripila. Consejero real, lleva aparte a su príncipe y lo reprende.... ¡Pobre Simón! "¡Retírate. Ve detrás de mi Satanás!", salen como un látigo las palabras de los labios de Jesús.

         No es extraño que la tradición cristiana haya representado luego a Satanás, imagen de los poderes, riquezas y tentaciones de este mundo y de lo humano, con el aspecto de Pan, patas de macho cabrío, cuernos en la frente... Lo que Simón quiere oponer al mundo de la política, al mundo de la riqueza, de la naturaleza humana, de la técnica, a ese mundo que los oprime es lo mismo, pero con distinto dueño, ahora manejando todo ellos. Política contra política, espada contra espada, riqueza contra riqueza, Cesarea contra Cesarea, odio contra odio... Pero esos no son los caminos de Dios. Porque no son tampoco sus fines.

         Dios no ha creado al hombre para detenerlo en este mundo, para promover lo humano en la inmanencia, para encerrarlo -aunque sea en jardines de oro-, en los linderos de la naturaleza y en los confines de lo mortal. Dios nos ha creado para que, excediendo lo humano, lleguemos a la plenitud de lo divino, al origen de toda belleza, de toda riqueza, de toda felicidad. Ha incrustado en el tiempo y el espacio, en el devenir de la materia, en la evolución del hombre, en el progresar de la historia, una escalera a la vitalidad eterna de Dios, un injerto de vida divina dado a luz por medio de María en el Señor Jesús. El no viene a devolverte la salud, ni tus fueros, ni tu justicia, ni tu trabajo, ni tu marido... no viene a prometerte éxito, ni camino fácil, ni empleo, ni terrena felicidad... -todo eso te lo dará o no según tus verdaderas necesidades-; tampoco viene a sonarte la siringa, la zampoña de Pan, ni a guiarte a vacuos y empobrecedores placeres con su falso báculo de pastor, sino que viene a invitarte a juntarte a sus filas; viene a llamarte a la empresa de conquistar la eternidad, el verdadero Reino, para que te sientes a su derecha, para que juzgues sentado en trono a las doce tribus de Israel, para que participes para siempre en su banquete real...

         Para eso no vale lo que representa Cesarea de Filipo. Ya no son las programaciones humanas las que cuentan, las luchas de jerarquías, de precedencias, de quién tiene o vale más. Ya no corren los rencores, las vendettas, los celos, las incontinentes búsquedas de fama o de placer... Ahora cuenta la fe y la caridad, el servicio a los demás, la gloria de Dios, la santidad... Nada de eso les gustará a los representantes de las tradiciones puramente humanas y de los pensamientos de los hombres -los ancianos-, ni a los de lo divino al servicio de lo humano, de lo político, de lo económico -los sumos sacerdotes-; ni a los de la ley a merced de los poderosos y los delincuentes -los escribas-... Y, por eso, a este Mesías y sus seguidores de todos los tiempos, ancianos, sumos sacerdotes y escribas -también de todos los tiempos- los perseguirán y crucificarán... si no los corrompen como a Judas o los hacen ceder alguna vez como a Pedro....

         A este extraño Mesías, hijo de David, no le interesa ascender a la gloria de Cesarea, ni montarse en las riquezas o placeres de Pan -lo humano detenido en lo humano, glorificado en lo humano, satanás, 'adversario' para lo verdaderamente humano abierto a lo divino-... El Mesías, Cristo, funda otra clase de Reino, en otra roca que no es la del Hermón, que no supo mantener la orgullosa ciudad hoy desaparecida, demolida en ruinas, ni en la fertilidad de Pan cegada por los terremotos... Cristo funda, con el poder de Dios, el proyecto de la Ciudad Celeste, -en los cimientos de Si mismo, en la roca de carne de Simón transformado en piedra, en Pedro-, la Iglesia, destinada a seguir Sus pasos, poderoso guerrero conquistador de eternidad y de cielo, aunque para ello haya que desmantelar lo humano, clavarlo en madero, dejarlo flameando en medio del calvario...

         Oye cristiano: si buscas a un Mesías que te garantice felicidad y holgura, molicie y placeres, humanos triunfos y medallas de oro y plata, jugoso botín... no te acerques a su mesa, no te alistes en sus filas, no tomes sus colores, no te incorpores a su escuadrón de héroes, a sus comandos, no quieras formar parte de su cuerpo de elite... Porque, si querés conquistar su reino, unirte a él en su victoria, tendrás antes que acompañarlo -renunciando a vos mismo-, a lo más recio del combate, a la oscuridad y barro de largas trincheras, al embate embravecido del mal, a la resistencia de tentadores sátiros y faunos y procaces ninfas y silvanos, al aguerrido tesón con el que tendrás que cumplir junto a él tus deberes de padre, de novio, de estudiante, de profesional... siempre soldado de marchas y de dianas, de disciplina y de coraje... y también, por supuesto, de legítimas alegrías, de largas horas de camaradería con los tuyos y los suyos, fraterna amistad, viril servicio, abrasada caridad, alimentados en trigo y vino sagrados, en la mesa de los valientes.

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