INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1994. Ciclo B

23º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Abrete.» Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

Sermón

           El mecanismo del oído es una especie de milagro de la naturaleza. Parece tan complicado que más asombra que funcione que el que no lo haga. Que el mensaje genético contenido en el ADN de nuestros 46 cromosomas haya sido capaz de presidir la construcción del tímpano que recibe las vibraciones sonoras, más martillo, yunque, estribo y caracol, sumado a la membrana basilar con su órgano de Corti, el nervio auditivo, el paso por el tálamo y la llegada a las dos cortezas de las lóbulos temporales que todo lo procesan y convierten en sonido, es realmente portentoso... Que ese material sonoro luego pueda, dentro de nuestro encéfalo, percibirse como música o palabras con sentido, eso es ya de una sofisticación que escapa aún a los conocimientos de la ciencia moderna...

            El asunto es que así, complejo como es, funciona, y permite que no solo escuchemos el murmurio siempre bello de la naturaleza, sino también las melodías ‑y cacofonías‑ creadas por el hombre y, sobre todo, las palabras. Esos sonidos mágicos que nos transmiten ideas, sentimientos, órdenes, súplicas, insultos, declaraciones de amor...

            De todos modos, ensamblaje tan perfecto y coordinado de piezas anatómicas a veces falla y se produce, desagradable, penosa, confinada, recluida, solitaria, la sordera.

            Los otorrinolaringólogos atribuyen la sordera a varias causas: desde los vulgares tapones de cera en el oído externo, a la falla de cualquiera de las piezas transmisoras de sonido del oído medio e interno, pasando por alteraciones de las vías nerviosas, llegando incluso al caso de sorderas psíquicas, como la histérica. Algunas pueden curarse o paliarse: desde la trompetilla del viejo Beethoven, hasta los miniaudífonos contemporáneos ha habido grandes avances.

            Sin embargo de ninguna de esas sorderas quiero ocuparme hoy, ni tampoco son las que le interesa curar a Cristo.

            Porque al fin y al cabo la sordera en cuanto fenómeno verdaderamente humano está relacionada con la audición como tal, con la escucha.

            Oír es algo más que el fenómeno físico o fisiológico de la señal sonora que mueve las moléculas del aire, impacta en nuestro tímpano y se convierte en señal químico‑eléctrica en nuestras neuronas. El oír y el emitir sonidos, en el hombre, se transforma en sistema de señales, que el cerebro humano monta en centros cerebrales, más o menos localizados como el de Broca, y que, elevado a nivel consciente, en el neocórtex, nos hace capaces de entender y articular significados en el lenguaje y estructurar sonidos, armonías, en la música.

            Pero para esto no basta que la parte orgánica, física y fisiológica, de nuestros sistemas auditivo funcione bien, porque el cerebro es totalmente incapaz de entender una lengua o aún escuchar una música si no ha sido programado, alimentado, informado por una determinada educación, cultura, enseñanza...

            Baste pensar un momento en el caso de la música. Es obvio, por ejemplo, que uno de nuestros pobres jóvenes actuales que ha vivido desde pequeño rodeado de aparatos de radio y televisión en los cuales siempre le han descargado ruido de rock y rugidos aullantes de melenudos blandiendo guitarras electrónicas y que aún cuando va a la Iglesia allí escucha cosas semejantes, si es que sus oídos aún permanecen sanos, es perfectamente incapaz de oír con placer una sinfonía de Haydn, un poema sinfónico de Liszt, una sinfonía de Mahler, un lieder de Shubert, una ópera de Wagner, un oratorio de Bach... Dirá que se aburre en la iglesia si escucha canto gregoriano u órgano, y jamás pisará una sala de concierto, ni gozará de una ópera ni un ballet...

            Su cerebro en sus detalles anatómicos no diferirá sensiblemente del de un director de orquesta y sin embargo, escuchando exactamente los mismos sonidos que un estudioso de música o que un simple melómano, no oirá lo mismo que ellos. Para esa clase de música sería lo mismo si tuviera un tapón de cera en la oreja. Lo han ensordecido, lo han programado sordo para todo, excepto para esa balumba sonora muy semejante a ciertos ritmos que son capaces de producir los gorilas con troncos huecos de árbol o a las sonoridades excitadas de las reuniones tribales o a los ritmos poderosos de la macumba y que hablan directamente a su sensibilidad o instinto, sin ninguna estructuración racional o significativa, como hace la verdadera música.

            Porque la música es como una especie de idioma que hay que aprender. Por más bello que sea un poema chino si no aprendemos chino lo único que oiremos es ruido ininteligible.

            Pero es claro que para aprender el lenguaje de la música se necesita un cierto esfuerzo de aprendizaje, de enseñanza, primero de parte de los padres, que alguna vez tienen que poner buena música en sus casas o llevar a sus hijos a escucharla, y segundo de parte de ellos mismos pues para alcanzar el placer de la verdadera música, al principio se necesita de un cierto esfuerzo de atención, de escucha, de palotes, de primeras letras...

            El asunto es que, pudiendo acceder a la gran música ‑con todos los recursos técnicos que hoy lo facilitan‑, la mayoría, por falta de educación o de esfuerzo, se queda sorda, frente a ella, funcionándole perfectamente los oídos.

            Pero, en fin, hasta allí, es cuestión de gustos, de sensibilidad, de cultura en un sentido de refinamiento que no tendría demasiada importancia... ¡Qué le vamos a hacer! Al fin y al cabo se puede vivir sin Mozart, sin Bruckner, sin Vivaldi, sin Bela Bartok! y ‑aunque alguna duda tengo‑ se puede ser buena persona escuchando solamente rock...

            El problema es más grave en lo que atañe al lenguaje. Porque es sabido que el pensamiento humano no adquiere verdadera consistencia sino en la palabra. Tanto es así que se puede afirmar de manera bastante aproximada que se tienen tantas ideas como palabras conocemos. Un hombre pobre de vocabulario es un hombre pobre de conceptos. Una sintaxis primitiva da lugar a una forma de pensar desarticulada.

            A veces en los exámenes mis alumnos de teología me contestan: "Padre, se la respuesta, pero no encuentro las palabras para expresarla." "Lo se, pero no se como decirlo." No acepto la excusa: si no tiene las palabras, no tiene las ideas. Tendrá una vaga intuición, una aproximación al tema, pero saber no sabe. Bochado.

            Es verdad sin embargo que uno no siempre tiene las ideas claras, pero la cosa no es tan grave cuando se es capaz de entender las ideas claras de los demás, como cuando leemos un artículo o una carta de lector o un página de un libro y decimos: 'ésto es exactamente lo que yo pensaba', 'lo que yo quería decir y no tenía palabras para ello'.

            Uno sin ser Cervantes, puede leer con placer el Quijote: sin ser filósofo, puede escuchar con interés a Julián Marías; sin ser poeta, leer emocionado a Bernardez o Fernández Moreno...

            Lo terrible es cuando no puede hacerlo. Y al respecto las estadísticas son terribles: un cincuenta por ciento de estudiantes del secundario son perfectamente incapaces de interpretar, de entender un texto de una cierta longitud, aún un simple artículo periodístico... Y eso no solamente roza los límites del analfabetismo, sino de la misma irracionalidad. Porque de ninguna manera uno podría consolarse afirmando que saben muchísimas cosas pero no por medio de la lectura, sino, por ejemplo, de la televisión, porque, prescindiendo de la agresividad, violencia y erotismo con que están cargados la mayoría de los programas, nunca, ni aún los programas más o menos culturales, más o menos culturosos, pueden estructurar coherentemente la mente como lo hace el discurso, la estructura gramatical del lenguaje: la división en párrafos, capítulos y partes. Cuanto mucho se cargará el cerebro de una información caótica, inorgánica, puramente imaginativa, que por exigencias de ratting estará plagada de lugares comunes, de ideas adocenadas, de palabras vacías de concepto pero cargadas de emociones, de imágenes, de sentimientos, palabras ineptas para pensar o hacer pensar, pero aptas para vender o conseguir votos.

            Vean lo destructivo lo ensordecedor en todo sentido de ese mundo creado por la televisión: universo de imágenes que se suceden vertiginosamente aún cuando no hagamos zapping, pasos bruscos de tema, de tónica: del chiste, inmediatamente al drama, de la noticia importante, a la tonta nueva del jet set, de la novedad del club de jubilados, al drama de Ruanda, de la telenovela lacrimógena, a la comedia picaresca... ¡Qué desgaste de los sentimientos y que vacío de ideas..! ¡Que camino directo a la sordera de la mente y del corazón! ¡Y cómo se hace al pobre televidente, luego, incapaz de enfrentar la vida real, los esfuerzos prolongados, el tener sentimientos permanentes, pensar con sentido común, llevar vidas normales...

            Y nada se diga de lo que esto representa para el mundo del pensamiento, del hablar, del escuchar, del percibir verdad, del gozar belleza...

            ¿Podrá un chico de hoy, educado frente a la televisión, salvo honrosas excepciones, alguna vez elevarse al gozo superior de leer un gran autor: un Marechal, un Lugones, un Borges ‑si se quiere‑, o el Julio Verne que leíamos la generación pasada, por no mencionar a Shakespeare, o Calderón, o más cercanos, Pereda, Peman, Rilke, Chesterton, Dostoiewsky... ¿Sabrán alguna vez del gozo de leer una poesía, una obra de teatro clásico, un gran autor espiritual: San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Avila...?

            Eso es solo literatura, dirá alguno. Y es verdad, pero precisamente es esa literatura la que modela el pensar y los sentimientos del hombre de manera verdaderamente humana, y no la frivolidad, la obscenidad, la violencia, y la continua novedad del zapeo televisivo o el rugido ensordecedor e incomunicativo de las discotecas o de los conciertos de rock...

            ¿Qué concepto puede tener de la mujer y del amor por ella el que no sabe otra cosa que lo que le presenta la pantalla chica, y nunca ha leído por ejemplo a Bécquer, ni sabe de los delirios del Quijote por Dulcinea, ni del amor nunca declarado de Cirano, y ni siquiera ha vivido la tempestad de la pasión de Tristán por Isolda en Wagner ni de Romeo y Julieta más allá de lo que le ha contado en imagen Zeffirelli...?

            Después de cinco horas diarias promedio de televisión, desde el programa en horario de protección al menor, hasta las estupideces de los sexólogos, las declaraciones de las actrices y los diálogos de Grondona y compañía con seres de los más diversos y dudosos sexos, ¿con qué se queda una mente joven, qué concepto podrá tener de si mismo, de la familia, del amor..?

            Pero pásese a esos otros valores que hasta en las novelas de Salgari aparecían, como el coraje, la honestidad, la palabra empeñada, la fidelidad al amigo, a la mujer, el honor, ¿quién los conoce? ¿dónde están? ¿cuándo se mencionan? ¿Qué lugar ocupan en el vocabulario televisivo..?. si no es quizá para burlarse de ellos...

            ¿Qué nuevo sistema mental está creando en nuestros muchachos, si los dejamos solos, el medio en que viven? ¿Qué pavorosa clase de sordera? ¿Dónde encontrarán allí ideas, conceptos, valores, que los ayuden a hacerse verdaderamente humanos, nobles, viriles si son varones, femeninas si son mujeres?

            Pero, sobre todo, ¿cómo hablarles de Dios, cómo hacer para que escuchen algo que los eleve a un sentido más profundo de la vida, al encuentro con su creador, a la aspiración de bienes superiores, de trascendencia, de cielo..? Si ni siquiera tienen vocabulario para ello. Porque la televisión y los diarios han desterrado cuidadosamente toda referencia a lo cristiano, cuando no lo han criticado, burlado, desprestigiado o puesto en pie de igualdad con cualquier otra pseudoreligión o mamarracho supersticioso, cuando han aguachentado el valor de los grandes términos y sentando juntos al sacerdote católico con el pastor electrónico o el pai brasileño, cuando ha atacado despiadadamente a cualquier posición ética cristiana y convertido el lenguaje de nuestro catecismo en tema de irrisión o en motivo de mofa... Ya ni siquiera podemos mencionar la palabra pecado, cielo, gracia, infierno, penitencia, sin suscitar la sonrisita, la conmiseración, ¡tanto han terminado por vaciar, deformar y ridiculizar los términos!

            Cómo hablarles, pues, de Dios, de la virtud, a esos pobres chicos que, cuando la televisión está apagada, de lo único que oyen hablar en su casa es de plata, de puestos, de política barata, y de las cosas que hay que comprar o pagar... y lo único que allí aprenden a considerar ‑o, mejor, a envidiar‑ es el poder o el tener...

            Sin tocarles los tímpanos ni los nervios auditivos, estamos desarrollando una raza perfectamente sorda para los auténticos valores, una juventud paulatinamente incapaz de oír el llamado de Dios, y cuando quiere hacerlo, tartamudeando en las falsas religiosidades de nuestra época o perdidos en la oferta mendaz de un cristianismo rockero, de un catolicismo light...

            "Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y le tocó la lengua"

            Quiera Dios que no tengamos miedo de separarnos de la multitud, de la masa, de la moda, y podamos ayudar a nuestros hijos a no sentirse mal por actuar y ver y oír distinto de los demás, escuchando la palabra de Dios, y sobre todo viviéndola; en ese ser distintos que no es separación, ni segregación, sino ‑como la palabra lo dice‑ distinción, señorío, nobleza... Para que cuando alguien quiera escapar a la estupidez, a la frivolidad, a la tristeza y soledad de los sordos, encuentre en nosotros alguien capaz de decirle Effetá y le abra los oídos a lo humano, a lo bello, a lo alegre, a lo bueno, a Cristo, el Señor.

Menú