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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2005. Ciclo A

23º Domingo durante el año
(GEP 04/09/05)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»

Sermón

           Aunque su nombre no es demasiado conocido a nivel popular, los cuadros de Sir Edward Burne-Jones se encuentran expuestos en los principales museos del mundo. Burne-Jones fue un dibujante y pintor inglés, nacido en Birmingham en 1833, educado en Oxford y muerto en 1898. Perteneció a la denominada Sociedad Pre Rafaelita, que aún existe. El objetivo del prerrafaelismo era -y es- restaurar el arte, volviendo a la pureza de la forma, la estilización y, sobre todo, a la altura moral del mosaico, la escultura y la pintura medioevales, precisamente anteriores a Rafael. La pintura de Burne-Jones resulta así inspirada en temas clásicos, medioevales y bíblicos, en idealismo casi romántico. Quiere ser un retorno a lo cristiano y a los instintos más altos y puros del ser humano.

            Burne-Jones tiene, precisamente en el Museo de Birmingham, una preciosa pintura de 1863, "The Merciful Knight", "El caballero misericordioso", en donde un caballero, revestido de armadura, que acaba de derrotar a un enemigo, perdonándole empero la vida y dejándolo ir libre, se encuentra arrodillado frente a un crucifijo, con el yelmo y la espada puestas en el suelo. Conmovedoramente, el Cristo desclava sus manos de la cruz y se inclina a abrazarlo. A lo lejos, más derrotado que nunca, se aleja con la cabeza gacha su adversario vencido.

 

Sí, gestos de grandeza; y de hombres grandes y cristianos. Después de la gloriosa batalla de Salta ese otro gran caballero cristiano que fue el General Manuel Belgrano, derrotando al Mayor General Don Pío Tristán y sus tropas españolas, les otorgó una capitulación decorosa, rindiéndoles honores de guerra y, después de la entrega de todos sus pertrechos, tambores y banderas, dando libertad a todos los oficiales prisioneros, bajo el juramento de cada uno de que no volvería a tomar las armas contra el gobierno de Buenos Aires. Es verdad que, en encuentros posteriores, si los hallaba faltando a su palabra y combatiendo contra las tropas patrias, los mandaba colgar con un cartel al cuello, luego de fusilarlos de inmediato por perjuros.

 

 Otras épocas.

Y sin duda que esas magnanimidades respondían a los preceptos evangélicos que esos hombres habían hecho letra en sus códigos y carne en su conducta.

Porque el perdón nunca va en desmedro de la descalificación del delito ni de la protección de la sociedad. El auténtico amor se indigna frente a la blasfemia, el error, la injusticia, la impunidad de los malos. Nunca ama fuera de los cauces de la fe y de la razón, al rasguear del puro sentimiento o la pasión, ni en mengua del bien común. Por eso un soldado puede ser más que nadie -si quiere- un buen cristiano. Y, por supuesto, puede serlo un juez, un policía, e, incluso, un guardia cárcel. aunque quizá la tarea de este último -ni la de verdugo- sean tareas de caballeros, salvo absoluta necesidad.

Siempre restará como manifestación plena de caridad auténtica, el famoso inciso de San Pablo en su primera epístola a los Corintios (5, 1-13) donde desborda indignación: "Se oye hablar de que hay inmoralidad entre ustedes, y una inmoralidad tal, que no se da ni siquiera entre los paganos, hasta el punto de que hay uno que vive con la mujer de su padre (¡qué hubiera dicho si hubiese sido con el cochero o con el auriga!) "¡Y andan tan orondos! Sin, más bien, hacer duelo para que sea echado de entre ustedes el autor de semejante acción. Pues bien -continúa Pablo- que en nombre del Señor Jesús, reunidos con el poder de Jesús Señor nuestro, sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de su pecado a fin de que por la gracia se salve en el Día del Señor. ¡No es como para gloriarse! -con esa falsa tolerancia- . Cuando les escribía en mi carta anterior que no se relacionaran con los inmorales, no me refería a los inmorales de este mundo en general o a los avaros, ladrones o idólatras, porque, de ser así, tendrían que salir del mundo. ¡No!, les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano -es decir cristiano- es fornicario, codiciosos, idólatra, difamador o vicioso. Con esos ¡ni comer! (Vean como Pablo guarda toda su cólera para aquellos que, habiendo sido iluminados por la verdad y la gracia del bautismo, viven indignamente. No a los que no conocen a Cristo y son merecedores de lástima y de que les anuncien el evangelio.) Es así que continúa: "Pues ¿por qué voy a juzgar a los de fuera? Es a los de adentro a quienes tienen que juzgar. A los de fuera, Dios los juzgará. Un poco de mala levadura es capaz de arruinar toda la masa. ¡Arrojen de entre Ustedes al malvado!"

Claro, pensemos que cuando Pablo escribe esta carta nos encontramos hacia el año 57, unas pocas decenas de años después de la Resurrección del Señor, con los ánimos encendidos aún por ese estupendo acontecimiento. Pablo, verdadero caballero, con ganas de crear en todas partes bastiones de cristianismo para lanzarse desde allí, con discípulos a toda prueba, a la evangelización del mundo. La Iglesia todavía estaba en ciernes, en construcción, no había demasiadas instituciones y el actuar de las autoridades no estaba legislado. Pero ¿cómo podía tolerar el Apóstol que en sus iglesias, en sus cuarteles, pudiera haber personajes indignos y jefes timoratos, incapaces de tomar las medidas necesarias para mantener el tono de los nuevos caballeros y damas adoptados por Dios como hermanos de Cristo, el Señor?

Mateo, en cambio, escribe diez o veinte años después de Pablo, ya en medio de comunidades, iglesias, aunque perseguidas, sólidamente establecidas y con una incipiente organización y legislación calcada de estructuras judías. Al mismo tiempo, quizá, con la experiencia de que, aún entre los cristianos, comenzaban a mostrarse señales de debilidad y corruptelas. ¿Oyeron el evangelio? La expulsión ya no es inmediata ni fruto de la indignación. Hay que contemplar situaciones. Es necesario realizar antes ciertos pasos. Es así que aquí, en nuestro perícopa de hoy, se sigue el procedimiento que era usual en la sinagoga.

Antes que nada, si el pecado no era público y notorio, había que cuidar no solo la fama del pecador sino el no alborotar a toda la Iglesia. Mejor , antes que nada, corregir al pecador en privado. Y ya sabemos las dificultades que eso trae, incluso si hemos de hacerlo con un amigo y, sobre todo, si la corrección ha de hacerse a alguien que está más arriba que uno. De allí que siempre es mejor que el que corrija tenga autoridad moral: un superior, un padre, un maestro -y ¡qué triste cuando ni siquiera los padres se atreven a corregir a sus hijos, por falta de coraje, a veces, o de convicciones o, peor, de verdadera autoridad moral! Y, ¡ojo!, que no se trata siempre de retar, de enojarse, de castigar, sino de advertir, de buscar la corrección, la enmienda.

De todos modos, si la corrección fraterna compete a alguien ese 'alguien' es, antes que nadie, la autoridad. El que por demagogia, por amor mal entendido, para hacerse amar falsamente por sus súbditos, descuidara su papel de maestro, de corrector, de guía, estaría estimulando el pecado, desprotegiendo a los buenos, obligándoles a veces a asumir funciones para las cuales no son competentes. Y así consiguen que los que corrigen trabajen 'de malos' y ellos, en cambio, puedan pasar por 'buenos'. Como el marido que dice a su mujer: "Decíselo vos, a mi no me metás en líos." Peor: como las autoridades que buscan votos alentando el desorden y la rebeldía, y aún defendiendo a los delincuentes contra la policía y los buenos jueces.

El segundo paso: los testigos. Por supuesto, el que se ha dado cuenta del mal de su hermano puede haber visto las cosas equivocadamente. El derecho judío exigía, para probar cualquier acusación, que hubiera por lo menos dos testigos varones. No valía ni el testimonio de los niños ni el de las mujeres. Hasta no hace tanto fue así incluso en algunas legislaciones occidentales. Y la Iglesia tiene experiencia -justamente en casos contra sacerdotes- de cuántas acusaciones fantasiosas, sin ánimo de mentir, pueden deslizarse o influirse en la cabeza de muchos, como los chicos y -sin ninguna actitud antifeminista- de 'los' o 'las' que son como lo que eran consideradas antes las mujeres.

Si: dos testigos. Hay que salvar la fama del posible reo y su derecho a la defensa y a la verdad. Entre los cuatro se podrá llegar a la comprobación de la falsedad o circunstancias atenuantes del hecho y a la correspondiente rectificación. Supongo que hoy, tanto a nivel judicial como personal y moral, habrá otras maneras de cumplimentar estos requisitos -y que no sean solamente los de la cámara oculta-.

Por otra parte lo de los dos testigos tenía también un propósito religioso, iluminador. Para los rabinos "allí donde dos o tres judíos se reunían para orar en nombre de Dios, en medio de ellos estaba -decían- la Ley , la Torah ". Sin la luz de Dios no hay juicio que valga.

Tercera etapa. Si estas medidas no funcionan, y el pecado se hace público o hiere gravemente la vida comunitaria hay que publicar la felonía del delincuente. No vaya a ser que por no saberlo, alguien se 'ensarte' con él, o corrompa a un inocente, o la tolerancia muda propague el pecado. "Decirlo a la comunidad", pide nuestro evangelio. Como decía Chesterton (?), "no hay mejor remedio contra el mal que las profundas convicciones" y, agregaba, irónica pero atinadamente, "y, mejor, la presencia de testigos". Ese rechazo que antaño tenía la sociedad por las conductas vergonzosas y que, con eso mismo, retraía a tantos de cometer pecado.

Hoy es al revés, porque la incitación a éste viene de la misma sociedad, corrompida y alentada por los medios. Habría que ver hasta que punto lo de 'decirlo a la comunidad' es eficaz, si por comunidad se entiende el público en general y no la gente decente, o las autoridades legítimas. Decirlo a la comunidad hoy es un riesgo. No faltarán quienes aplaudirán al pecador, le tendrán falsas lástimas, le harán manifestaciones a favor. Y hasta habrá eruditos periodistas y comprensivos eclesiásticos que derramarán lagrimones de ternura por él y acusarán de despiadados a quienes le juzguen.

Algunos dicen que la tercera etapa se cumple haciendo la denuncia al superior. Y podría ser; en épocas normales. Pero vaya Vd., si está en el llano o no tiene poder, a hacer una denuncia a un superior en alguna repartición pública, y aún en algún juzgado, a ver como le sale. Sobre todo si está en la misma repartición. Con las trenzas, complicidades y mafias que existen en nuestras instituciones, muy probablemente acabe su carrera.

Y al fin y al cabo los Zaffaronis defensores de delincuentes con sus teorías mano anchas, garantistas, también se encuentran en el seno de la Iglesia.

En fin, como Vds. comprenden, no siempre el evangelio, escrito en otras épocas y otras categorías, admite una interpretación literal. De todas maneras, el Código de Derecho Canónico, en la Iglesia , trata de cumplir con el espíritu de estas normas evangélicas. Por ejemplo, afirma que, establecida la sospecha o la denuncia del delito eclesiástico, hay que investigar con cautela, personalmente o por medio de persona idónea, sobre los hechos, sus circunstancias y su imputabilidad. Pero hay que evitar, dice expresamente el Código, de acuerdo con Mateo, que, por esa investigación, se ponga en peligro la buena fama de alguien (CIC 1717 § 2). Y si se comprueba el acto delictivo hay que proceder, antes que nada, a la corrección, a la advertencia personal, al pedido de enmienda y, si es posible, y para no hacer escándalo, pedir la renuncia del imputado. De todas maneras las acciones canónicas se encaminan siempre a la conversión del pecador y no a su condena lisa y llana. Excepcionalmente en nuestros días, llevado adelante un proceso judicial, aunque finalmente haya que proceder a la aplicación de una justa pena, como pide el evangelio -por el bien común y para restablecer la justicia o reparar el escándalo (CIC 1341)- sigue siendo necesario procurar el arrepentimiento y la penitencia del reo. Porque, como termina magníficamente el Código en su último canon: "en la Iglesia es imperioso tener en cuenta que la ley suprema debe ser siempre la salvación de las almas" (CIC 1752).

De allí el último paso en la corrección fraterna: "Si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano." La expulsión de la iglesia. Aún así la misericordia: 'considéralo como pagano o publicano'. Porque un bautizado jamás podrá volver de por sí a ser pagano, nunca dejará de llevar el carácter, el sello de su condición cristiana; como un sacerdote será sacerdote para siempre por más que apostate; al igual que un obispo por más que se desvíe, se lo degrade o expulse. 'Considéralo', dice piadosamente el Señor en labios de Mateo, 'un pagano'. No un traidor, un miserable, un renegado. Un ser digno de lástima, que nos ha hecho daño, sí, pero del cual querremos siempre la conversión. Que una vez penado no lo volvamos a mencionar, ni a revolver en la basura nuestros pensamientos y palabras, y si se convierte, y se arrepiente, y hace penitencia y se cura, y ya no puede pervertir ni dañar, algún lugar le encontraremos para que pueda regresar a la Iglesia y al Señor. Aunque más no sea, la celda más lejana de un convento.

Corrección fraterna. Obligación del cristiano; obligación de la Iglesia tan olvidada. Una de las expresiones más altas, según Santo Tomás de Aquino, de la caridad. Una de las siete obras de misericordia: "Corregir al que yerra". Junto con las otras seis: "Enseñar al que no sabe"; "Dar buen consejo al que lo necesita"; "Consolar al triste y al afligido"; "Perdonar las injurias y ofensas"; "Sufrir con paciencia los defectos del prójimo"; "Rogar a Dios por los vivos y los difuntos". ¿Las practicamos?

¿Practicamos la corrección fraterna? Y, si lo hacemos, ¿lo hacemos con mansedumbre, a la vez que con firmeza y con verdadera caridad y, a lo mejor, no con palabras soberbias sino con actos, con ejemplo, con conducta señera de verdaderos caballeros, de auténticas damas? Y de nuestra parte ¿dejamos que los que nos conocen y son más que uno frente a Dios, practiquen la corrección fraterna con nosotros?

Desdicha de nuestra época, decía Castellani, en donde se publicita hasta el hartazgo el delito y se oculta la pena; a diferencia de las épocas cristianas en que el delito y su escándalo se velaban con pudor y se mostraba, en cambio, para ejemplo de muchos, el castigo. Penas ejemplares, a la vista de todos y que, si no era la de muerte, no duraban mucho tiempo, para que el reo no se corrompiera más aún, como sucede en nuestras ocultas cárceles y con nuestras tardías o nunca arribadas condenas.

El evangelio de hoy muestra lo contrario, aún sabiendo la seriedad de los juicios de la Iglesia que no solo atan en la tierra sino en el cielo. Por eso, después del terrible y a la vez misericordioso "considéralo como pagano o publicano" nos pide que oremos.

Oremos mucho y juntos, porque "os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá." Ya que "allí donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, no ya la Ley , la Torah , sino Yo, Jesús, estoy en medio de ellos"

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