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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo C

23º Domingo durante el año
(GEP  09-09-01)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»

Sermón

Federico Daniel Ernesto Schleiermacher, muerto en 1834, es uno de los grandes filósofos de la religión del período romántico. Nació en Breslau, Alemania, en el seno de una familia pietista, hijo y nieto de pastores protestantes. Publicó y difundió su pensamiento -como vicario, predicador, profesor universitario y escritor-, principalmente en Berlín, de donde finalmente debió irse por los reproches del clero protestante a sus relaciones con la mujer de un colega.

El peso de sus ideas -en realidad ya en raíz en las doctrinas luteranas-, llega a nuestros días a través del gran filósofo de las religiones Rudolf Otto y de Renan quienes, durante años y hasta nuestros días, están en el origen de lo que la gente más o menos erudita piensa sobre la religión. El influjo de Schleiermacher en el pensar religioso ha sido y sigue siendo enorme, a pesar de que, para la mayoría de los que ahora siguen irreflexivamente sus ideas, sea un perfecto desconocido. Pero así suele pasar con los grandes filósofos: sus sistemas son más fuertes y duraderos que sus nombres.

Para Schleiermacher la religión no es sino un "sentimiento -dice-, de dependencia frente a lo infinito" (Abhängigkeitsgefühl ). Este sentimiento -según él-, no tiene nada que ver con lo intelectual; es una especie de comunión-compasión con el Todo, con el Universo del cual formamos parte y del cual dependemos. Que este sentimiento se exprese en este o aquel dogma, en esta o aquella religión, no tiene importancia. Lo primordial es sumergirme en este sentir oceánico que trasciende todas las oposiciones, todas las ideas, todas las concreciones. Sentirse embebidos en el Todo, participando de un conjunto enorme que es el universo y frente al cual, con sentido de pequeñez y de nada, el hombre se pierde, eso es la religión. Y aunque el cristianismo, para Schleiermacher, sería la expresión más acabada de este sentimiento, en realidad, para vivirlo, ni siquiera es preciso tener la idea de Dios. Basta experimentar la sensación de sentirse una pieza más en la gran máquina del mundo. Este 'sentir' es lo único que vale, porque nuestro pensamiento es demasiado diminuto para captar la infinitud de lo divino, ninguna categoría humana puede expresarlo sin disminuirlo o cosificarlo. Solo el sentir puede unirnos a Él o a Ello.

Schleiermacher, pues, no hace sino exacerbar las posiciones antiintelectuales de Lutero, que afirmaba que la razón era "la gran ramera" y que, en la fe, lo único que valía era el sentimiento -en el fondo el sentimentalismo- que él vivió de un modo casi enfermizo.

En la misma vertiente de estas afirmaciones luteranas Schleiermacher, aunque sigue afirmando sin excesiva convicción que el cristianismo es la más adecuada de la religiones -(en esto ya se extravía porque el cristianismo no es estrictamente una religión y mucho menos una religión más)- finalmente sostiene que la infinitud inexpresable del Todo justifica la diversidad de las religiones. En realidad defiende que cada uno se fabrique su propia religión, ya que todos los sentimientos religiosos son de por si igualmente valiosos. Así cada individuo ha de tener su religión y las instituciones religiosas -como la Iglesia-, no son sino ayudas gregarias para conformar la propia.

No es difícil percibir el eco de estas posiciones en la mentalidad del hombre común: "Siento o no siento a Dios"; "Yo no siento venir a Misa"; "Yo creo; pero a mi manera"; "Todas las religiones son iguales" y "De lo que enseña la Iglesia esto lo siento -y por lo tanto lo acepto- y esto no". "Soy católico, pero a mi guisa, no a la de los curas".

Lamentablemente mal comienzo de la búsqueda o encuentro con la verdad el tratar de lograrlo por medio del sentimiento. Porque, por definición, el sentir -si no es procesado y utilizado por la razón y el querer-, es algo que me hace quedar encerrado en mi propio yo. El sentimiento es la repercusión sensible -bien neuronal, química, fisiológica, biológica- que los fenómenos externos, a través de procesos internos, producen en mi. Son los procesos internos: la excitación de los conos y bastones de la retina que a través de las células ganglionares pasa al cerebro; la vibración de los tímpanos; la combinación de ciertas moléculas con mis papilas gustativas; las modificaciones de mis terminales nerviosas por el calor, la rugosidad o la forma, en mi tacto; todo ello transmitido por procesos electro-químicos, a través de mis axones y dendritas, al cerebro, y las descargas de diversas substancias hormonales en mi torrente sanguíneo, los que producen lo que llamamos sentimientos. Por definición los sentimientos son fenómenos internos, sensaciones del yo, producidas o no por una realidad externa a mi, pero percibidas solo como sensación mía. El sentimiento es siempre e intrínsecamente egocéntrico, interior. Solo la inteligencia, elaborando estos sentimientos, tanto en el campo cognoscitivo como volitivo, puede llegar a la realidad, al objeto, a lo que está fuera de mi. El sentimiento de por si se queda siempre en lo meramente subjetivo. A la realidad de la tierra moviéndose alrededor del sol llega la inteligencia. El sentido solo se encuentra con la sensación de luz y de calor que llega rutinariamente a nuestra percepción cinco minutos tarde -es lo que tarda la luz en surcar el espacio entre el sol y la tierra- y que parece hacer girar al sol alrededor de la tierra.

En el campo volitivo, afectivo, el sentimiento -si no va acompañado de verdadero amor-, solo se encuentra consigo mismo: con la sensación satisfactoria o desagradable que me produce la coca cola, la película, la piedra en el zapato, el sexo: no con las cosas en si mismas, no con las personas, no con el varón o la mujer con quien me uno. En la medida en que permanezca limitado al puro sentimiento o sensación quedaré siempre encerrado en mi propio yo, jamás me encontraré con la realidad, jamás con el otro o con los otros, mucho menos con Dios. Con el mero sentir reduzco a Dios al sentimiento -o lo que es lo mismo, al fervor, la devoción, la seguridad- que Este supuestamente procura a mi egoísta yo. No me encuentro realmente con Dios, sino con mis sentires, mis sentimentalismos de cuarta. En el fondo, así, Dios no es Dios; sino una función de mi sentir.

Pero como ésta es la tónica general, allí voy: a empalagar a mis fieles con música sentimentalona o euforizante o rítmica; intentar en mi prédica suscitar afectos, sentimientos, alteraciones anímicas; transformar mis liturgias en excitaciones sensibles y colectivas, cuando no en macumbas carismáticas... Difícil allí el encuentro auténtico con Dios ¡y con el otro! Terminados los abrazos y besitos de paz, los padrenuestros tomados de las manos, las comuniones en masa, los ritmos al unísono, todos afuera, indiferentes el uno al otro, lo mismo que cuando entramos... Con apenas una sensación mendaz de haber estado con Dios y con los otros que rápidamente se va diluyendo en la realidad. Como esos retiros truchos que se basan en lo sensible y que pasada no más de una semana, vacíos de propósitos verdaderos y de ideas y, en el fondo, de Dios, caen a pique como una apagada cañita voladora.

  Es verdad que Jesús podría haber tenido palabras y formas menos brutales de llamarnos a la realidad, al verdadero amor, al encuentro auténtico con Dios, pero hay que reconocer que, en su contundencia, el evangelio de hoy es un doble palazo a la fe puro sentimiento y nada de inteligencia.

Porque allí están los mejores sentimientos: los probados por la naturaleza en los lazos de afectos naturales y que compartimos con el resto de los primates y hasta de los mamíferos, sentimientos cantados por la poesía, programados cuidadosamente en el control de calidad de la evolución natural, honrados por el tango y por la novela rosa, mostrados como inservibles para seguir a Cristo. " Cualquiera que venga a mi y no me ame más que a su padre ..." La traducción argentina, temerosa de nuestra reacción ha alivianado la frase. El griego original de Lucas dice literalmente: " Cualquier que venga a mi y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos... no es digno de ser mi discípulo " Por supuesto que lo que quiere Cristo es chocar, es llamar la atención, es hacernos pensar... Pero, frente a las nociones sentimentales del amor y del odio que imperaban en su medio -como siguen imperando en el nuestro- lo que quiere es precisamente despegarse de ese sentimiento que frente a Dios, frente a las renuncias que impone el evangelio, frente a las duras condiciones de entrega total que impone Jesús, solo sirve de obstáculo. Cualquier puede ir " junto con Cristo ", incluso "ir" hacia Cristo -cualquiera puede "venir a mi"- (esas multitudes que lo acompañaban atraídas por sus milagros, por su fascinación personal, por sus palabras cautivantes), pero no cualquiera " puede ser mi discípulo ". Eso es otra cosa y está más allá de todo sentimiento, de todo entusiasmo pasajero, incluso de toda devoción, ardor, arrebato, exaltación...,

Aquí no alcanzan los sentimientos -por mejores que sean-, que podamos tener respecto a nuestros seres queridos: urdimbre de afectos en los cuales nos apoyamos los unos a los otros, afectos teñidos de egoísmos compartidos, de gustos personales, de cariños inconscientemente interesados, lazos y sentimientos que hacen a la salud de una vida humana y familiar correcta, todos ellos fundamentalmente buenos, pero de por si, si no elevados por la caridad, por el amor a Dios, insuficientes para la vida cristiana auténtica...

Lo de Dios -y la caridad al prójimo-, no es solo un sentimiento, ni puede quedar en una mera atracción que nos lleva a ir "hacia El"; sino un movimiento libre y consciente que nos hace ir "detrás de Él", ser sus discípulos, buscar su gloria; como la caridad busca inteligentemente el bien de la persona amada y no solo 'la siente'. Y, para que quede claro que no se trata de ninguna atracción sentimental, Jesús retoma y resume sus paradójicas afirmaciones en lo de la imposibilidad de seguirlo sin cargar la cruz.

Ahí si que nos quedamos definitivamente sin sentimiento, salvo el penoso sentimiento de la propia pérdida. El antisentimiento, en todo caso, del dolor y, mucho más que sentimiento, la conciencia de la propia pérdida, de la propia abnegación. Si el sentimiento y el fervor montan un movimiento centrípeto que termina en el yo, en la afirmación del ego y, por eso mismo, reducen a Dios al servicio de nuestro yo; la cruz invierte este movimiento, esta fuerza de gravedad que nos encierra en nosotros mismos y nos hace disparar certeramente hacia la realidad divina. Ya no se trata de 'Dios para nosotros', reducido a nosotros, sino nosotros lanzados hacia Dios, abiertos a El en verdadero amor, más allá de nuestro sentir, de nuestras sensaciones, de los halagos del yo, de la búsqueda de nosotros mismos... Pero es que solo así podemos alcanzar a Dios realmente: no intentando reducir lo Infinito a nuestra bolsa de mercado, al changuito reducido, a los bolsillos cortos de nuestro ser humano y de nuestros sentires; sino zambullendo nuestro yo finito en el abrazo del amor de Dios que, al recibirnos, nos consagra, nos transforma, nos hace suyos y nos permite participar de su vida divina.

No es extraño que, al confundir Schleiermacher nuestro sentimiento de dependencia con nuestro anudarnos con Dios, redujera a Dios a la medida de nuestro sentir y terminara por confundir lo humano con lo divino, lo natural con lo sobrenatural. Algo semejante a lo que proponen las falsas místicas orientales cuando sugieren alcanzar a Dios en las oscuridades últimas del yo y terminan identificando ese yo con Dios. Como cierto cristianismo que, finalmente, termina en puro humanismo.

No es extraño así que cada cual tenga su propia religión, distintos acercamientos sentimentales al propio yo, al propio gusto, al propio querer y no un ir detrás de Dios, un lanzarnos hacia el desde la cruz, desde la ofrenda de nosotros mismos y la abnegación de nuestros sentimientos y de nuestras ligazones puramente humanas y egoístas ...

Y sin embargo este ir detrás de Jesús, este seguirlo, este tomar nuestra cruz para hacernos plenamente suyos -y no, al revés, cuando nos parece que lo necesitamos llevarlo a pasear por las veredas de nuestra vida arrastrándolo de la correa de nuestros sentimientos- este ir detrás de Él, digo, tampoco es una determinación apasionada, ciega, absurda, en la cual no tuviera nada que ver nuestra inteligencia, nuestra razón, solo una pura fe que, al final, tanto en Schleiermacher como en Lutero, se reduce al sentimiento. La segunda parte del discurso de hoy pone al discípulo de Cristo bajo el signo de la inteligencia, de la lucidez, de una determinación fruto del cálculo, del pensamiento. Y un pensamiento de ninguna manera abstracto, etéreo: bien concreto. "¿ Quién de vosotros no se sienta a calcular los gastos ?" Calcular: palabra proveniente de una aritmética primitiva en la cual sumas, restas y divisiones se hacían con piedras, "cálculus" en latín, piedritas o guijarros con cuyos montoncitos se figuraban los números. El término griego que usa el evangelio ' pséfizein' tiene la mismísima etimología: ' psefos' , piedrita.

No se trata claro de medir a Dios, sino de calcular nuestras propias fuerzas, nuestra decisión consciente, lúcida, inteligente de darnos a Cristo, no nuestro flujo de hormonas, ni de exultaciones, ni de fervores o sentires. Por eso decía San Ignacio de Loyola que ninguna decisión importante en el campo de lo humano, pero sobre todo en el ámbito de nuestras relaciones con Dios, debían hacerse ni en momentos de euforia, ni en momentos de depresión. El cristianismo se maneja con la inteligencia que, si bien es cierto muchísimas veces puede inventar sus propios objetos y encerrarse también, como el sentimiento, en las oscuridades del yo, tiene capacidad para abrirse a la realidad, al ser, al otro y por lo tanto, de igual forma a Dios. Las teorías, lo sabe cualquier científico, que intentan explicar la realidad no sirven como puros pensamientos ni como fórmulas escritas en un papel, si no se adecuan a lo que las cosas son. Ciertamente el sentimiento no sirve para llegar a Dios, porque jamás con él podemos salir de nosotros mismos. Pero tampoco cualquier pensamiento, cualquier construcción religiosa, si no corresponde a lo que Dios es en si mismo y a lo que quiere de nosotros, es capaz de acercarnos a su soberana realidad.

Quien no renuncie -al menos en principio-, a todo lo que tiene, a todos sus sentimientos, a todos sus aprioris y sus falsas visiones de Dios, para arrojarse a El y aceptarlo tal cual Es, revelado a nosotros en Cristo Jesús, en lucidez, en verdadera fe, no puede ser su discípulo.

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