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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1998. Ciclo C

19º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 12, 32-48
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No temas, pequeño Rebaño, porque vuestro Padre ha querido darles el Reino. Vended vuestros bienes y dadlos como limosna. Haceos bolsas que no se desgasten y acumulad un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni la polilla destruye. Porque allí donde tengáis vuestro tesoro, tendréis también vuestro corazón. Estad preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sed como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Os aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada.» Pedro preguntó entonces: «Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?» El Señor le dijo: «¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno? ¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo! Os aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes. Pero si este servidor piensa: "Mi señor tardará en llegar", y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse, su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles. El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo. Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más»


Sermón

             La frase "La religión es el opio del pueblo" fue popularizada por Lenin quien, a su vez, la había extraído de un ensayo de Marx. En realidad tampoco es original de Marx. Este la había aprendido de su maestro Bauer, un hegeliano de izquierda.       Marx, siguiendo a Feuerbach, sostenía que la religión no era sino la proyección al mundo irreal del más allá de todas las frustraciones del hombre. Así la religión era para él como un calmante para las masas que sufrían la miseria producida por la explotación económica. Más adelante Marx añadirá a estas afirmaciones el tema de la 'teoría penal celeste'. La doctrina de las recompensas y castigos eternos ofrece a los proletarios castigados, como compensación, la esperanza de una justicia total en el más allá, predicándoles aquí solo la sumisión, la humildad y el abajamiento. Es la 'moral de la resignación', que también Nietzsche propondrá como argumento contra el cristianismo. También para él, pues, 'opio del pueblo'. Religión del atraso, de la inmovilidad, de la parálisis, como también han sostenido muchos pensadores masónicos.

            Pero quien bien se dedique a mirar la historia podrá observar que el diagnóstico marxista o masónico de la religión es inaplicable a aquellas sociedades en donde el cristianismo se encarnó como forma social hecha cultura. Miremos con atención en el tiempo el mapa de la tierra y veamos como es en los espacios humanos fecundados por la doctrina cristiana donde nació no solo la revolución científica y económica que ha marcado el fabuloso progreso de nuestros tiempos, sino el reino del derecho, de las libertades del hombre, de la valoración de las personas así como se desarrolló el mundo del arte grande, tanto en la pintura como en la literatura como en la música. Lo que se dio en llamar la civilización occidental y cristiana y que hoy poco a poco en muchos de sus logros -no siempre los mejores- va tendiendo a ser patrimonio común de la humanidad, surge indudablemente del fermento de Cristo, que ha sabido promover, de todo lo humano y de todas las culturas, los mejores valores y llevarlos poco a poco a la plenitud de su realización. Sin desconocer que otras culturas humanas hayan producido aquí y allá valores en muchos órdenes, por otra parte rápidamente asimilados o asimilables por el cristianismo tan pronto conocidos por él, basta mirar las civilizaciones y culturas no cristianas para que al sentido común surjan contrastes abismales. Piénsese en las multitudes milenariamente sometidas y sin nombre de la sociedad de castas del hinduismo o en las masas uniformadas y fatalistas del Islam, condenando al atraso a enteros territorios en donde en otros tiempos reinaba las prosperidad y la riqueza. Baste recordar por ejemplo como eran los territorios del norte de Africa durante el influjo cristiano, como se degradaron a la llegada del Islam, como volvieron a resurgir cuando modernamente colonizados por occidente, como han caído nuevamente en la pobreza hace poco descolonizados.

            Piénsese también en las opresoras y oprimentes religiones incaica, azteca, chibcha, esclavizadoras terroríficas de las masas amerindias y que aún hoy en su herencia atávica, ofrecen al avance de los valores cristianos de la libertad, la iniciativa, el trabajo, el respeto por la persona, oposiciones larvadas, retrasos inexplicables. Estúdiese en cambio lo que, aún en el orden material, en las misiones jesuíticas se pudo hacer con lo bueno de sus culturas transformadas, bautizadas, en orden a la elevación de las personas, o lo que la iglesia en general realizó aquí con sus universidades, su enseñanza, su promoción social, hasta que fuerzas anticatólicas abortaron el proceso en la retrogradación de los indígenas a sus lazos inhumanos ancestrales o en el disolverse de sus almas y cuerpos en las villas miserias de las capitales. En fin los ejemplos serían innumerables y su interpretación histórica no siempre indiscutible, pero, a grandes rasgos, la evidencia aún en lo humano de lo que en cualquier civilización es capaz de promover de bueno lo cristiano, es indubitable.

            Sin duda, pues, que parte de la crítica marxista e incluso nitzscheana y aún positivista a las religiones es justa cuando se trata de estas religiosidades no cristianas, pero nada tienen que hacer con el cristianismo. Peor aún, la ironía de la realidad ha mostrado que han sido precisamente las doctrinas de Marx y de Nietzsche las promotoras de los despotismos y guerras destructivas más terribles de la historia humana. Los desvíos del nazismo, pero el horror mucho más perverso, duradero y consecuente del comunismo, que no solo engendró sangrientos autoritarismos sino que finalmente llevó la pobreza y el atraso allí donde sentó sus reales o incluso donde influyó con su doctrina, como en muchos países latinoamericanos, incluso el nuestro.

            Es verdad que el cristianismo enseña que el ser humano solo alcanzará su plenitud en una realización trascendente que desborda sus fuerzas y que será fruto de la inmensa generosidad divina que lo llama a Su Convivir; pero, lejos de decirle que eso lo hará prescindiendo de su actividad humana, condiciona su logro al ejercicio de su libertad creadora y pujante en este mundo. Se trata sí de una espera, de un aguardar la llegada del Señor, pero de una espera activa, vigilante, en donde a cada cual se le pedirá cuenta de los talentos, de los dones recibidos, en donde no hay lugar a la vagancia y la dejadez, y en donde cada uno -considerado como persona, como hombre libre- será requerido de sus responsabilidades sin poderlas descargar en los demás. En las antípodas del fatalismo de las religiones orientales, del ocio infecundo de los estatismos, el cristianismo exige, aún al jubilado por la sociedad civil, aún al enfermo y postrado, aún al anciano aparentemente incapaz, aún al menos dotado, una actividad de respuesta a Dios y compromiso con sus hermanos de la cual no tiene derecho a cesar sino cuando pierda la conciencia o la vida.

            El motor de esa actividad es para el cristiano el deseo de infinito puesto por Dios en el corazón del hombre con el fin de saciarlo con su propio don y que, mirando a lo divino y trascendente como meta, lo impulsa en este mundo a jugarse todo por él, utilizando los bienes de esta tierra en auténtica promoción humana como medios para crecer como cristiano. Eso le permite manejar su vida con señorío, y no tratar de saciar sus deseos de totalidad, en los bienes finitos de este mundo. Lo divino hacia lo cual corre a su encuentro con su libertad, instaura en su vida una escala de valores en donde lo más importante es justamente lo que le hace verdaderamente libre: el amor, la verdad, la belleza, la cultura, el dominio de si mismo, el cultivo de su espíritu, de su interioridad, la profesión o el trabajo honesto realizado con vocación y espíritu de servicio, el honor, la palabra veraz, todos valores que, equilibrando y liberando al ser humano, no solo lo hacen más apto para aspirar al reino de Dios sino para construir personalidades recias, familias felices y aún sociedades concordes en donde, sin tantas leyes ni intervenciones estatales ideologizadas, se logren convivencias armónicas, respetuosas del otro, solidarias, progresistas.

            Las ideologías que, como el comunismo, o aún ciertos liberalismos materialistas a ultranza, nacidos del humus cristiano han solo entresacado algunos de sus valores pero sin el equilibrio del todo, ni de la gracia, ni de la doctrina de Cristo, -como por ejemplo el valor de la libertad o de los bienes económicos-, solo pueden promover a la larga o a la corta el desquicio de la urdimbre social. Verdades cristianes que aisladas se han vuelto locas, como decía Chesterton.

            La libertad, por ejemplo, entendida no como instrumento normado por fines y valores e iluminada por la verdad sino como fin en si misma y despojada de todo parámetro, hace finalmente prevalecer sobre los derechos de los honestos la prepotencia de los más fuertes, de los más corruptos, de los más delincuentes, quitando finalmente la libertad a los demás. ¿Qué libertad tienen algunos vecinos de salir a la noche -y aún de día- por las calles en ciertos barrios, tierra de nadie de la delincuencia o la perversión, desprotegidos por normas dictadas desde una aberrante noción de libertad? ¿Qué libertad tiene un adolescente de hoy de vivir ideales de verdadero amor, ante el asalto de las imágenes y actuares lúbricos en que los medios y el arte y la moda traducen exclusivamente las relaciones del varón y la mujer? ¿Qué libertad de ser solidario, honesto, servicial, el profesional, el ejecutivo, el hombre de trabajo, en reglas de juego económicas que, por un lado, con exigencias terribles y por el otro con leyes enmarañadas manejadas por corruptos, tiene -a riesgo de desaparecer- que plegarse a la falta de misericordia del sistema? ¿Qué libertad, en el despotismo de los pseudointelectuales de izquierda que manejan periodismo, educación, cultura, o de los intereses comerciales que desdibujan fines y valores, qué libertad para abrirse a la verdad, a lo bello, a lo noble, a lo verdaderamente humano, a Dios?

            O lo económico, valor también cristiano, pero que, despojado de instancias superiores, de apetitos más nobles, centrado todo en la búsqueda de los bienes materiales, no del ser sino del consumir, de la sensación, del placer, no puede traer sino enormes perplejidades y conflictos.

            Porque a diferencia del resto de los animales, el hombre nace con sus entrañas transidas por una voracidad sin límites. Dios lo ha creado así porque lo ha destinado -como decíamos- a participar un día de su infinita felicidad. Por eso ha debido dotarlo de un deseo infinito capaz de gozar de esa felicidad. Esa libido sin límites, de la cual incluso habla Freud, es la marca del destino trascendente del ser humano.

            Pero, si trágicamente, por ignorancia o por protervia, el hombre desconoce su destino y lanza esa aspiración de infinito a los bienes finitos de este mundo, no hay poder humano, ni disciplina, ni educación que pueda evitar el choque con el deseo infinito de esos mismos bienes por parte de los otros. Los que tengan poder lo usarán para adquirir todos los bienes que se pueda. Y, si esos bienes son limitados, aun a costa del despojo de los demás. Los que queden afuera se sumirán en el resentimiento, la rebeldía, la envidia y el encono. La competencia será no solo sana emulación, incentivo a la creatividad y al trabajo, sino rivalidad y saña.

            Y es que los bienes materiales, de por si, tienden a desunir: como las herencias, para que a cada cual le toque algo hay que trozarlos, hay que repartirlos, hay que reducirlos. Los espirituales, en cambio -un mismo paisaje, una misma música, una misma verdad, un mismo ideal- lo pueden compartir muchísimos, sin necesidad de dividirlos.

            Más aún: a los bienes que realmente son importantes el hombre puede acceder sin gran gasto de dinero: una comunión no cuesta nada; un verdadero amor no se puede comprar; el Quijote lo puede leer cualquiera por unos pesos o aún gratis, prestado o en una biblioteca pública. Es más barata una entrada a un concierto que a un partido de football o una noche en una discoteca. El hombre sin ideales, sin cultura, sin espíritu, sin virtud, necesita gastar mucho más dinero, para divertirse mucho menos.

            Pero aún el esfuerzo de ganar dinero exige una cierta virtud, una cierta moral, si no se quiere terminar en el gangsterismo, en la maffia o en la mendicidad... Un buen científico, un buen maestro, un buen investigador, un buen juez, un buen gobernante, un buen policía, todos personajes necesarios para le economía, no se consiguen solamente con motivaciones monetarias. Por otro lado, con estas escalas de valores ¡ay de los menos productivos, ay de los menos dotados, ay de los viejos, ay de los enfermos, ay de las feos y de las feas!

            La prosperidad económica de Occidente ha surgido y se mantiene sobre ciertos valores morales del cristianismo que todavía subsisten, pero que tienden a desaparecer. Buscando únicamente lo económico, no solamente no se realiza la felicidad del hombre ni de las naciones sino que ni siquiera puede conseguirse lo económico. Occidente se realizó y creció con el espíritu del evangelio y de San Francisco, y se destruirá a si mismo, como se destruyó el comunismo, con el espíritu de Midas.

            Cristo nos insta hoy, en una sociedad que parece tender a desmoronarse éticamente a rescatar aún en lo material nuestra propia tabla de valores. Los que tienen más administrando de sus riquezas con inteligencia y con justicia, para crecer como cristianos ellos mismos y ayudar a crecer generosamente a los demás. "Al que se le dio mucho, mucho se le exigirá". Los que tienen menos en una sabia valoración de sus límites, en lícito pero ponderado esfuerzo de poseer más, y en el saber que las cosas verdaderamente importantes no se compran y que es muchísimo más importante el ser que el poseer. Cada cual dentro de si ha de encontrar dónde está su tesoro; dónde está su corazón.

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